Usted está aquí: domingo 13 de mayo de 2007 Política La reforma del Estado y la Constitución

Arnaldo Córdova

La reforma del Estado y la Constitución

Parecería que la reforma del Estado, tan esperada durante tanto tiempo y siempre postergada, finalmente va; pero es un decir. No hay ningún indicio de que las fuerzas políticas del país realmente estén en condiciones de emprenderla, suponiendo que la quieran. Todos saben que el monte más alto que hay que saltar es poner de acuerdo a esas fuerzas de modo que, finalmente, nos digan en qué pueden avanzar todas de consuno. Un problema que a mí me resulta menor, pero que siempre se aduce como principal, es que para llevar a término dicha reforma se debe reformar la Constitución, y eso es siempre un obstáculo, que a veces resulta insalvable. Algunos partidarios de la reforma le echan leña al fuego, pretextando que para que haya una verdadera reforma es necesario convocar a un nuevo Congreso Constituyente.

Eso equivale a destinar al aborto cualquier buena intención de reformar a nuestro Estado. Lo cual, creo, debe aclararse antes que cualquier otra cosa. Siempre ha sido mi convicción que sería una ociosidad del tamaño del mundo convocar a un nuevo Constituyente. Simplemente no es necesario y, lo peor de todo, muy pocos estarían de acuerdo en semejante aventura. El artículo 135 de la Carta Magna es terminante y claro: "La presente Constitución puede ser adicionada o reformada", y luego da el procedimiento, que es también sencillo y claro. En mis clases de derecho constitucional en la Facultad de Derecho y en mis textos siempre oí y leí que hay cosas que no se pueden cambiar en la Constitución. Recuerdo que se hablaba de la forma de gobierno y del capítulo de garantías individuales entre otros (lo que Carl Schmitt llamó "principios políticos fundamentales").

Me he pasado muchos años dándole vueltas al artículo 135 y a todos los artículos que tienen que ver con la institución del Estado, particularmente a uno que es el verdadero puntal de nuestro orden constitucional, el 39: "La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo". No he encontrado jamás, excepto ese artículo 39, ningún otro que no pueda ser modificado (reformado). Todo el articulado de la Constitución lo podemos cambiar sin necesidad de ir a un nuevo Constituyente. Desde este punto de vista, tal vez el maestro Felipe Tena Ramírez tenía razón: lo que el 135 instituye es un Constituyente permanente.

Lo único que no se puede reformar, aunque sí adicionar, es el artículo 39. Este artículo, por su mismo contenido, exige que se le revise sólo en su mismo sentido, pero no que se le cambie. Si se le cambia ya estaremos hablando de otra Constitución, que no tenga como base la voluntad del pueblo. Todo lo demás en nuestra Carta Magna es reformable o adicionable. De eso trata, precisamente, la reforma del Estado. No necesitamos de un nuevo Constituyente. Ya lo tenemos, en el artículo 135, y podemos reformar al Estado en todo lo que creamos conveniente. Todo mundo señala lo que es prioritario en una reforma del Estado, unos una cosa, otros otra. Se requiere un acuerdo entre todos para saber por dónde empezar, sin perderse, como siempre ocurre en una lista interminable de reformas que, a la postre, terminan siendo reformitas, si se terminan.

Desde mi punto de vista, lo verdaderamente inaplazable es establecer un sistema equilibrado de división de poderes, estrella polar de la constitución del Estado democrático. Ya luego vendrán otras cosas, pero lo urgente es eso. Nuestro sistema no funciona porque la desigualdad entre los poderes no lo deja. Con facultades que, en su totalidad, son lastimosamente desiguales, aun en una coyuntura política en la que el Ejecutivo es más acotado que antes o en la que la opinión pública obliga a la Suprema Corte a tener un papel más protagónico, sus interferencias mutuas y su mutua colusión impiden que el sistema funcione. Habrá que aclarar esto más adelante, pero si no se equilibran de verdad los poderes del Estado no habrá reforma que valga la pena.

Podría apostar a que todas las demás reformas que requiere y exige nuestra sistema político vendrían solas si sólo realizáramos esa. Para ello sería necesario que el debate, hoy en día, se centrara en definir qué tipo de Ejecutivo queremos, qué tipo de Legislativo nos parecería ideal, qué tipo de Poder Judicial federal nos parecería el mejor. A veces nos perdemos en la enumeración de los temas y de las tareas pendientes y acabamos siempre por no tratar ningún tema ni realizar ninguna tarea. Esa es la mejor manera de perder el tiempo. En la investigación científica sabemos que la jerarquización de los temas y su prioridad son esenciales para que el proceso de la misma investigación tenga éxito. Lo mismo debe hacerse cuando se trata de un tema tan crucial como lo es la reforma del Estado.

Me gustaría que las diferentes fuerzas políticas de la nación se pusieran, ya, a discutir qué piensan de nuestra división de poderes y qué piensan que debe ser y cómo debe funcionar cada uno de esos poderes, y los tres en su conjunto. Por ahí debería empezarse. Lo demás es andarse por las ramas, y cuando uno anda por las ramas suele caer al duro suelo sin red. Lo que sí es cierto es que se pueden hacer muchas reformas sin necesidad de cambiar la Constitución. Para mí, la reforma fiscal, por ejemplo, sólo requeriría de cambios cosméticos a nuestra Carta Magna. Para eso hace falta mucha concertación, pero seguimos sin hablar de una verdadera reforma del Estado.

Por supuesto que se trata tan sólo de una idea. No acostumbro andar ofreciendo recetas para todos los problemas. Pero en estos tiempos de confusión bien vale la pena discutir y procesar cualquier idea que de verdad proponga algo.

 
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