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Domingo 13 de mayo de 2007 Num: 636

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Ilustración de Gene Starship y Dan Buller, tomada de DSTRBO.com

Cuando París tuvo su diosa de ébano

Alejandro Michelena

Muchos hombres y mujeres en Latinoamérica que ya han superado la frontera de los cincuenta años, tienen entre sus recuerdos de adolescencia las apariciones en televisión de Josephine Baker. Esta era, en la década de los sesenta, la viva encarnación de una época y un lugar –los años veinte y París– que todavía ejercían, en los sectores de clase media culta del continente, una poderosa fascinación. Porque había sido el escenario mayor de las vanguardias artísticas, del cubismo al surrealismo, pero también el laboratorio del cambio de costumbres y modos de vida, desde las modas más audaces a las primeras manifestaciones de liberación sexual.

La Baker de aquellas apariciones en vivo, en grandes televisores en blanco y negro, era una señora madura que viajaba evocando su período de gloria –reiterando, en cada espectáculo, aquellas canciones y números de music hall que muchos años antes había tornado memorables–, y que recorría nuevamente el mundo y los escenarios en que había actuado casi cuarenta años antes para recaudar dinero y mantener sus numerosos hijos adoptivos.

Conservaba todavía el magnetismo que la había transformado en la reina del París nocturno en su momento de mayor esplendor. Y también algo de su belleza: llamaba la atención el perfecto dibujo de sus piernas, cuando las mujeres de su generación hacía tiempo que eran venerables abuelas.

DE SAINT LOUIS A FRANCIA, PASANDO POR HARLEM

Había nacido en Saint Louis, Missouri, y descendía de indios apalaches y de negros esclavos de Carolina del Sur. Su padre fue, según su biografía oficial, el músico de vaudeville Eddie Carson, pero otras versiones atribuyen la paternidad a un viajante de comercio judío. Desde muy pequeña bailaba en las calles, llamando la atención por su gracia y desenvoltura. A los quince años ya formaba parte del Saint Louis Chorus, como parte del espectáculo.

El filo de los años veinte la encontró en Harlem, como estrella del Plantation Club, y participando en los coros de populares revistas de Broadway, como Shuffle Along (1921) y The Chocolate Dandies (1924). Ganó notoriedad por su peculiar manera de bailar, innovando en un género como el vaudeville, que tenía una retórica previsible, aportándole toques de humor, improvisación, y elementos creativos y de complejidad coreográfica que iban a ser –de ahí en más– su marca y su estilo.


La teniente Baker de la Resistencia Francesa

El 2 de octubre de 1925, Josephine Baker se transforma de un día para el otro en el suceso que todo París comentaba. Actúa en el teatro de Champs Elysées, adonde había llegado de gira su compañía, con una danza erótica en la que aparecía completamente desnuda. La escultural belleza negra pasó a formar parte, de ahí en más, de la vanguardia parisina; no sólo por su audacia sino, sobre todo, por la originalidad de su actuación.

A partir de este éxito, y considerando el suceso que había logrado en toda Europa pero sobre todo en la capital de Francia –que entonces era la capital cultural del mundo civilizado– la joven bailarina tomará la decisión de dejar Estados Unidos y radicarse en las orillas del Sena. Será a partir de ese momento la estrella indiscutida del legendario Folies Bergère.

Allí estrena el espectáculo que ha quedado en el imaginario colectivo como su show más famoso. Apareció en el escenario –para asombro incluso de un público sofisticado y acostumbrado a las innovaciones–semidesnuda, con sólo un taparrabos formado por bananas. La acompañaba una pequeña leopardo ataviado con un collar de diamantes. El animal, que a veces se escapaba del escenario, le otorgaba al número un elemento adicional de tensión.

EL ARTE DE ENCANTAR A PARÍS

La Venus de Ébano, como fue conocida, logrará en muy poco tiempo convertirse en la reina indiscutible de la noche parisién. Su éxito se explica –aparte de su indudable talento– porque logró sintonizar con el clima de innovación artística de aquel momento. Ella poseía los ingredientes necesarios para ese desafío: mucha audacia, enorme creatividad, sentido de la novedad, y vocación por el esteticismo.

No es casual que, a la distancia, muchos la hayan considerado una estrella art déco; por su figura estilizada y genuinamente moderna, su forma de vestir y maquillarse, los escenarios y coreografías. Y podríamos aventurar un concepto más radical al respecto: la Baker fue una precursora del estilo déco –de tan perdurable influencia en arquitectura, decoración de interiores, arte y modas– dado que su triunfo en la Ciudad Luz es coincidente con el surgimiento de tal impronta estética.

Pero más allá de esto, la estrella de Saint Louis supo moverse como pez en el agua en aquel París imantado de vanguardismo. Donde el cubismo, de la mano de la gran fama de Picasso, comenzaba a ser aceptado como una vertiente seria del arte de los pinceles. Al tiempo que André Breton lideraba un movimiento, el surrealismo, que pretendía minar la percepción artística y a la vez conectarla con áreas profundas de la psiquis. Una ciudad que difundía en sus cabarets y centros nocturnos músicas provenientes del norte y del sur de América, como el jazz y el tango (transformándolas y relanzándolas hacia el mundo entero).

En esos cafés mágicos cerca del Sena coincidían, en tantas tardes y noches cosmopolitas: el escritor irlandés James Joyce, que revolucionó la novela con su Ulises; el pintor uruguayo Joaquín Torres García, que ya estaba potenciando el constructivismo hacia una dimensión cósmica y americanista; los españoles Luis Buñuel y Salvador Dalí, con dos películas de radical ruptura formal y audacia conceptual como son El perro andaluz y La edad de oro; el escultor rumano Constantin Brancusi, dándole a las formas en el espacio una dinámica destinada a imantar el arte contemporáneo. A esa constelación se integró naturalmente Josephine Baker; sin exageración, podríamos afirmar que su arte (danza, canto y coreografía) tiene algo de la estética de los nombrados y de otros tantos que estaban triunfando en esa prodigiosa ciudad.

En el orden de los paradigmas femeninos, ese era el momento en que surgía Coco Chanel, comenzando el largo ciclo en el cual marcaría los criterios de la moda. Y una intelectual como Anaís Nin asombraba –incluso en un ambiente tan avanzado como el parisién– promoviendo una extrema liberalidad erótica tanto en los textos como en la vida. Improntas que también se pueden relacionar con el perfil profesional y vital de la Baker.

AÑOS DE GLORIA

En el punto más alto de su fama, la escultural belleza negra tuvo mucho que ver, por ejemplo, con la difusión de un nuevo ritmo que hizo furor, y que iba a quedar asociado a los años veinte. Su figura sensual, rítmica y cargada de plasticidad, bailando el charleston como nadie, fue el suceso de París por varias temporadas, multiplicándose a través de fotografías y de imágenes en movimiento.

Por otra parte, Josephine Baker –por todo lo dicho más arriba– llegó a ser musa inspiradora para escritores como los norteamericanos Langston Hughes, Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald, y para diversos artistas incluido el propio Pablo Picasso.

Su mayor éxito musical es del año 1931: la canción "Yo tengo dos amores". A esa altura era ya –definitivamente– la reina negra de un París que tenía otras de gran brillo, como Mistinguette en el espectáculo y Colette en la literatura. La gran ciudad, que en los primeros años la aceptó como un ingrediente del exotismo que la tornaba más cosmopolita, en los treinta la adoptó como propia. De ahí en más iba a transformarse en uno de sus símbolos.

Será en esa etapa cuando va a participar, con enorme suceso, en películas como Zouzou (1934) y Princesa Tamtam (1935).

SEGUNDA GUERRA Y DESPUÉS

Durante los conflictivos años finales de la década de los treinta, la popularidad de la Venus de Ébano se mantuvo intacta. Pero estalló la guerra, y de inmediato sobrevino la ocupación alemana de Francia. Y los años duros que siguieron llevaron a Josephine Baker a colaborar con la Resistencia contra los nazis. Luego de la Liberación recibirá la Cruz de Guerra por mérito a su acción patriótica.

El tiempo había pasado. La artista ya no era aquella joven rutilante y algo alocada que cautivó a París y al mundo en los años veinte. Mantenía su encanto y sugestión, pero estaba en la plenitud de su madurez.

En los años cincuenta apoyó con su arte e influencia el naciente movimiento de los derechos civiles de su país de origen, Estados Unidos. Esta militancia la llevaría años más tarde, en 1963, a participar junto al reverendo Martin Luther King en la legendaria "marcha sobre Washington", que significó una inflexión decisiva en la larga lucha contra el racismo y la discriminación.

Josephine Baker hizo de su vida personal una auténtica metáfora de la integración y la diversidad: adoptó a doce niños huérfanos, de orígenes raciales y culturales diversos. Con sentido del humor, ella los llamaba La tribu del arco iris. Pasó a residir con sus hijos de elección en el castillo de Milandes, en Dordogne, retiro que abandonaba sólo para sus giras de recitales gracias a los cuales vivían.

EL OCASO DE LA DIOSA

Fue aquella joven diosa que conquistó la Ciudad Luz bailando casi desnuda, y luego una de las figuras artísticas más notables de la capital cultural del mundo, para encarnar más tarde a la heroína de la Resistencia, y dedicar sus energías después a bregar contra la discriminación racial y cultural.

Los años finales la sorprendieron en verdaderas batallas legales para no perder su castillo. Y tuvo que pelear –con más de sesenta años– para hacerse un espacio en el mundo del espectáculo y darle una vida digna a su Tribu del arco iris.

En 1975 pareció volver a sonreírle la fortuna. Tuvo la oportunidad de encabezar un show retrospectivo de toda su trayectoria en el Club Bobino de París, con el pretexto de la conmemoración de sus cincuenta años en el espectáculo. Como la antigua serpiente hermética que se muerde la cola, Josephine volvía en su ocaso a brillar como al comienzo.

En medio de ese retorno triunfal, el 8 de abril de 1975 una hemorragia cerebral segó su vida a los sesenta y ocho años. Su funeral, en la iglesia de la Madeleine de París, convocó multitudes, y hasta recibió los honores militares. Sus cenizas están hoy en el Cementerio de Mónaco, y una plaza del parisién barrio de Montparnasse lleva su nombre.