Usted está aquí: lunes 21 de mayo de 2007 Opinión El turno de Gonzales

Editorial

El turno de Gonzales

Acorralado por sus propias mentiras y abandonado a su suerte por la bancada republicana en el Senado, el secretario estadunidense de Justicia, Alberto Gonzales, parece condenado a una dimisión perentoria. De no presentarla, se arriesga a ser el primer funcionario en mucho tiempo en ser sometido en el Capitolio a un voto de censura que, sin obligar a su remoción, lo dejaría en un estado de total inhabilitación política. Después del ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld, el ex representante en la ONU, John Bolton, y el dimitente titular del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, Gonzales será, según los datos disponibles, la cuarta baja de alto rango en el equipo de George W. Bush.

La causa eficiente de la situación irremediable de Gonzales es la remoción de fiscales -él reconoce ocho, pero podrían ser 24- que se mostraron reacios a presentar cargos contra políticos demócratas o se empeñaron en acusar a personalidades republicanas, en lo que constituyó un manejo escandalosamente partidista de las estructuras laborales del Departamento de Justicia. Los crecientes indicios de que los despidos contaron con la aprobación -si no es que con la instigación- del todavía secretario son tan abundantes, que la nueva mayoría legislativa demócrata se siente confiada en lograr la salida del funcionario de origen mexicano; de hecho, hasta los senadores republicanos se han visto obligados a deslindarse de Gonzales y admitir que la permanencia de éste al frente de la institución resulta ya inconveniente e inclusive inviable.

Empecinado e irreflexivo, el titular de la Casa Blanca se niega a adoptar una política de control de daños y sigue empeñado en defender a un servidor público indefendible, situación que causará un perjuicio político adicional a una presidencia que se encuentra ya a la deriva.

Paradójicamente, el síntoma más grave de descomposición del gobierno estadunidense no es la próxima defenestración de su actual secretario de Justicia, sino la llegada de éste al cargo, en febrero de 2005, en sustitución de John Ashcroft. En efecto, el mayor escándalo no es que Gonzales se haya comportado como se comportó -hoy se sabe que los integrantes del equipo de Bush son corruptos y facciosos casi por norma-, sino que llegara a la posición que aún ocupa teniendo un historial tan alarmante de irrespeto a los derechos humanos. Cabe recordar, al respecto, que durante el primer periodo de Bush el funcionario fue el encargado de idear y redactar una serie de disposiciones ejecutivas que violentaban numerosas regulaciones estadunidenses e internacionales de protección a las garantías individuales y a las libertades fundamentales. Fue Gonzales el artífice de las justificaciones legaloides esgrimidas por la Casa Blanca para mantener secuestrados en Guantánamo y otras prisiones, por tiempo indefinido y sin someterlos a juicio, a supuestos sospechosos de terrorismo, y fue Gonzales quien adujo que la norma de la Convención de Ginebra que prohíbe la tortura de los prisioneros de guerra resultaba "obsoleta" en el marco de la "guerra contra el terrorismo" lanzada a escala mundial por su jefe. En suma, el aún secretario de Justicia de Estados Unidos ha sido el ideólogo principal de las atrocidades cometidas en Abu Ghraib, Guantánamo y otras cárceles cuyos nombres ni siquiera se conocen.

En el tiempo en el que el funcionario de origen latino llegó a su cargo, la oposición demócrata se encontraba en minoría en el Capitolio, y la clase política de Washington en su conjunto aceptó sin muchas protestas el nombramiento como secretario de Justicia de un hombre que propugnaba abiertamente la violación de los derechos humanos y cuya nominación no obedecía a sus méritos profesionales y políticos sino, como escribió dos meses antes (noviembre de 2004) Alan Berlow en The Washington Post, a su habilidad para dar al actual presidente "la clase de opinión legal que Bush quiere, aunque no siempre sea de calidad profesional o ética". Hoy, las críticas a Gonzales por los despidos inescrupulosos y partidistas que emprendió tienen un inocultable componente de hipocresía.

 
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