Número 131 | Jueves 7 de junio de 2007
Director fundador: CARLOS PAYAN VELVER
Directora general: CARMEN LIRA SAADE
Director: Alejandro Brito Lemus

En el picadero no existe el dolor

Con un alto índice de infecciones de VIH por vía intravenosa, Ciudad Juárez, junto con el resto de las ciudades fronterizas, concentra a la mayoría de los usuarios de drogas inyectables. Las pocas acciones de prevención entre esta población se realizan a contracorriente de la criminalización del uso de drogas. Una crónica describe la visita a algunos picaderos de la ciudad y en un reportaje se sigue el trabajo de la organización Compañeros, pionera en la realización de programas de intercambio de jeringas para un consumo con menores daños.

Crónica del uso de drogas intravenosas en Ciudad Juárez

Por Fernando Mino

Al poniente de Ciudad Juárez las casas siempre han sido chaparras y de adobe. Fachada tras fachada, todas cubiertas por un polvo fino que el viento acumula a manera de dunas en las esquinas. La ubicación es confusa: colonia Aldama o Abasolo o barrio del Carmen Alto, a saber cuál es el nombre correcto. Al iniciar la tarde hay poca gente en la calle, uno que otro niño cargando botellas gigantes de coca cola, algunos varones con gorra o texana para protegerse del sol. El auto atraviesa un canal de concreto que pese a la primera impresión es una avenida: el viaducto Gustavo Díaz Ordaz, que igual sirve como desagüe en tiempo de lluvias, las pocas semanas de tormentas que todo lo inundan. Hemos llegado.

La grandeza del placer
es la eliminación del dolor

Una casa, casi en una esquina, de fachada de concreto y sin ventanas. Una puerta tapada por tablones de madera que deja ver un pasillo estrecho. A la primera puerta a la izquierda: un cuarto oscuro, vestíbulo diminuto en donde se miran cuatro hombres. Están sentados en el suelo, o en unas viejas sillas de maderas. Se miran en silencio. A un lado una tela cubre la puerta de un cuarto en penumbras.

Tras un rato de conversar con ellos entra un hombre que nos mira arriba abajo, como los intrusos que somos. Es el “encargado” del picadero que nos pregunta qué buscamos. Se le explica que se trata de la brigada de reducción del daño de la organización civil Compañeros que viene a hacer el intercambio de jeringas, como siempre, y que los acompaña un reportero. El hombre cambia de actitud:
— Déjenme los introduzco… Aquí es donde se juntan, aquí es donde están sus amigos y cruzan toda la ciudad para venir a donde están sus cuates, por que además este es un ambiente familiar, de seguridad.
— ¿Y es nada más para los conocidos, o cualquiera puede entrar?
— Aquí cualquiera puede venir a curarse, pero sin infecciones.
— ¿Cómo saben de las infecciones?
— Pues luego luego se les ve. Sobre todas las cosas, aquí, como le digo, entra pura familia.
— ¿Como cuántos chavos vienen aquí?
— No, pues sí llegan varios, son miles de personas, de todos lados. Rateros, no rateros, de todo. Vienen a lo suyo. Nada más te curas, estás unos dos, tres minutos, y te vas. Aquí no se le cobra nada a nadie, si gustas, de corazón ahí das para la soda.

(Al salir me explican, por lo bajo, el secreto a voces: el “encargado” compensa los servicios gratuitos con la venta de la heroína y la cocaína requeridas por los usuarios.)

Mientras habla, los visitantes entran y salen del cuarto en penumbras. Van y vienen de curarse, palabra que expresa de manera literal la sensación de inyectarse heroína. Una joven delgadísima, de vientre desnudo y grandes implantes en el pecho se detiene junto a nosotros, busca algo; trae ya una jeringa y se mira nerviosa. Al fin descubre lo que necesita: recoge una colilla de cigarro del suelo y sopla para limpiarla, mientras se acerca al cuarto tras la cortina. Uno de los activistas le quita la colilla al tiempo que le da una diminuta borla de algodón. Ella sonríe en agradecimiento.

— ¿Y la policía?
— Ya sabe uno a lo que se arriesga, o sea, los polis ya saben, luego luego te preguntan ¿te tiras?, y si les dices una mentira pues más coraje les da, aunque algunos oficiales nos dan la viada. Pero mejor si vemos a un poli nos damos la vuelta. —Habla otro de los usuarios, flaco también, de ojos hundidos y gorra de beisbolista.
— ¿Pero si ya los cachó el poli qué les hace?
— Te llevan al bote y depende cómo te vean, si te ven bien prendido, o sea muy malo, te dan menos horas, por el lado de que no aguantas la fajilla, entonces muchas de las veces como está uno enfermo, verdad, adicto, muchas veces uno empieza a matarse o colgarse de la misma malilla que trae, entonces muchas de las veces sólo te dan ocho o 12 horas pa que salgas.

La malilla es el síndrome de abstinencia, el dolor que indica que ya es hora de curarse, tirarse —inyectarse— otra vez.

—¿Qué se siente con la malilla? —se le pregunta a un envejecido hombre de 53 años, que habita en un cuarto diminuto que también funciona como picadero.
— Muchas cosas. Estornudos, ansiedad, fríos, dolor de huesos, falta de apetito, se suelta uno del estómago. Y con el tiempo sube de intensidad.
—¿Qué siente al inyectarse?
— Bienestar. Haga de cuenta una medicina. Hasta se puede dormir.

Donde existe placer no hay dolor ni pena
Es una casa pequeña, de aspecto igual a las otras. Una amplia ventana cubierta por una gruesa cortina y una puerta metálica cerrada con una cadena. Dentro hay dos cuartos. En el primero hay una cama que ocupa media habitación. Es un colchón sobre guacales de plástico agrupados. A un costado hay un sillón, del otro lado un pequeño tocador. Frente a la cama otro sofá y un mueble de repisas adornado con peluches chamagosos. Al frente hay un mueble con los aditamentos para la droga. Latas vacías y apachurradas de coca cola, una taza de juguete con agua, algunos botecitos con cloro y más agua.

En uno de los sillones una mujer obesa come una pierna de pollo en caldo; se ayuda con una tortilla. A un lado, sentada en la cama, está una mujer delgadísima y demacrada, ojerosa y de dientes ennegrecidos. En el sofá del frente hay un hombre curtido, también demacrado, con una sudadera que le luce muy holgada y deja asomar las orillas de algunos tatuajes en el cuello. Son hermanos. Del otro cuarto, tras una cortina, sale un tercer hombre. Más joven, no tan flaco ni demacrado. Es guapo: alto, blanco requemado, ojos azulosos y mirada perdida. Es el tercer hermano, adicto a la heroína como los otros dos. La mujer obesa es la madre de los tres, que ha venido a verlos de Torreón.
— Yo ya no supe qué hacer con ellos. Viera nomás, éste, el más pequeño, ya lo había dejado. Tenía como cuatro años que estaba limpio, desde que se casó. Ahora pregúntele, dejó a su mujer con dos hijos y embarazada allá en Torreón.

El aludido escucha y asiente. Usa heroína desde los 19 años —ahora tiene 26— y tiene seis meses que recayó tras cuatro años de abstinencia. Por eso decidió venir a Juárez con sus dos hermanos. La hermana tiene alrededor de 30 años y 15 de usar drogas, acaba de enviudar hace seis meses. Su marido, quien también se inyectaba heroína, “se puso malo de repente”.
Del cuarto de atrás sale otra mujer muy joven, delgadísima, sin dientes y con dos trenzas mal hechas que casi le llegan a la cintura. Cuenta que tiene un hijo que vive con su madre, mientras ella pasa temporadas en su casa y otras aquí, con su marido, también usuario de drogas.

Mientras platicamos llegan dos hombres, vienen a picarse, quieren pasar al cuarto de atrás, pero les pedimos que lo hagan ahí, frente a nosotros. “Órale, está chido”, responden.

Se notan ansiosos. Las manos les tiemblan a la hora de preparar la dosis. Uno de los tipos, un moreno alto, saca un envoltorio diminuto de papel aluminio. Dentro, en medio de una tira de plástico hay una masilla negra que pone sobre el fondo de la lata de coca cola. Saca otro envoltorio con cocaína. Le pone un poco —“se llama café con leche”, me informa el otro, experto en cocteles—, pone agua y revuelve. Luego deja caer una mota de algodón —eso permite que el liquido se filtre de cualquier impureza que pueda hacer que la jeringa se tape.

La chava de las trenzas largas prepara la jeringa con una mano; con maestría pese al pulso titubeante. Mientras, el hombre, su marido, se aprieta el brazo un poco arriba de la muñeca para que le salte la vena. El otro chavo cocina, bajo la flama de un encendedor, su dosis antes de preparar la inyección.

La mujer intenta inyectar a su hombre, tres veces, pero no da con la vena. Cuando lo logra, juguetea con la jeringa, hace que salga un poco de sangre, la regresa, vuelve a sacarla —entre los espectadores se arma un pequeño debate sobre el placer generado por la acción de bombear la sangre con la jeringa. Voces a favor y en contra. Al fin se vacía la jeringa. El chavo pone cara de nada, se levanta y toma un pedazo de papel para limpiarse la sangre de la herida insignificante en su brazo lleno de marcas.

Llagas, callos y cicatrices. Estigmas del usuario de drogas intravenosas. En el primer picadero visitado, uno de los usuarios nos muestra el resultado de las múltiples inyecciones sobre un mismo punto. En su hombro un agujero profundo, un absceso de unos dos centímetros de diámetro, supura, enrojecido.

— Oiga, ¿dónde se inyecta usted? —le pregunto al hombre de 53 años, sorprendido frente a la ausencia de cicatrices visibles en sus brazos.
— Voy intercalando en los brazos y en los pies, porque eso de andarse haciendo callos en todos lados no es bueno. Uno tiene infinidad de venas, sólo es cosa de buscarle, porque si no se le pudre a uno el cuerpo. Yo siempre he tenido ese concepto de la seguridad con el cuerpo. Como le digo, esta es una enfermedad y uno tiene que buscar el remedio, pero como esta enfermedad es ilegal, no a todo el mundo se le puede decir.

“El límite de la grandeza de los placeres es la eliminación de todo dolor. Donde exista placer, por el tiempo que dure, no hay ni dolor ni pena ni la mezcla de ambos”, escribe el filósofo griego Epicuro en el siglo II antes de la era cristiana. Pero el placer es breve, cada vez más, y el dolor, físico e ineludible, acecha en idea aún antes de manifestarse. En la carrera contra la malilla, todos los atajos valen. Huir del dolor, más que procurarse placer. Huir del dolor, del cuerpo doloroso, primero. Cuando la malilla se acerca —y quizá nunca se va, sólo descansa— no hay riesgos que valgan.

 

Zona centro de Juárez: los planes de “mejoramiento urbano” del Ayuntamiento incluyen el derrumbe de predios y desplazar a poblaciones estigmatizadas, como los usuarios de drogas y las trabajadoras sexuales.

Interior de uno de los picaderos de Juárez. Sobre el mueble, lo necesario para curarse: agua, algodón, jeringas. El recipiente rojo permite la manipulación segura y el intercambio en los programas de sustitución de jeringas para reducir el daño.

Entre las calles de la zona poniente de Juárez abundan los predios abandonados, a primera vista, pero en los cuartos aún en pie funcionan lugares de encuentro seguro para usuarios de drogas intravenosas, los picaderos.

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