Usted está aquí: sábado 16 de junio de 2007 Opinión El regreso de la diosa

Sergio Ramírez/ I

El regreso de la diosa

Ampliar la imagen Portada de volumen I de Obras Reunidas, de Carlos Fuentes, publicado por el FCE Portada de volumen I de Obras Reunidas, de Carlos Fuentes, publicado por el FCE

Dentro de dos días, este lunes 18, Carlos Fuentes presentará en la Sala Valle Inclán del Círculo de Bellas Artes de Madrid, España, el primer tomo de sus Obras Reunidas, que publica el Fondo de Cultura Económica. El proyecto consta de 12 volúmenes que reunirán las novelas, cuentos, ensayos y obras de teatro. El primer volumen, Fundaciones mexicanas, está integrado por las novelas La muerte de Artemio Cruz y Los años con Laura Díaz. Como una primicia de La Jornada, presentamos el prólogo de Sergio Ramírez para este volumen

Cada una de las novelas de Carlos Fuentes ensaya una medida de la historia, y todas juntas hacen la Historia que se escribe con mayúsculas, la Historia pública, que como una hidra insaciable se alimenta toda la vida de las historias privadas. Lo he recordado cuando Harry Jaffe, el exiliado del macartismo que purga sus penas de conciencia en Tepoztlán, le dice a Laura Díaz, la inagotable protagonista de esta novela: ''Hay que olvidar las historias personales para que aparezca la historia verdadera".

Y ella responde con una pregunta: ''¿Y no es la historia verdadera sólo la suma de las historias personales?" Esta es la novela de un siglo largo de Historia verdadera, y también en lo que toca a la vida de Laura Díaz y su saga familiar. El siglo de Historia verdadera comienza con la dictadura de Porfirio Díaz, que dispuesto a volverse eterno sentado en la silla del águila envileció su propia lucha contra la ocupación francesa de México, y termina con el fin de calendario del siglo XX en Los Angeles de los mexicanos emigrantes. No es el siglo corto que empieza en 1910 con la revolución que arrasa con el viejo régimen, y termina en la plaza de Tlatelolco en 1968, cuando la revolución misma, ya esclerótica, arrasa con sus nietos. Y el siglo largo de la historia de Laura Díaz comienza cuando su abuelo materno Felipe Kelsen, el socialista utópico discípulo de Lasalle, llega a Veracruz desde la Renania en la corriente de inmigrantes europeos que América Latina quería a toda costa para construir su imagen de progreso liberal y positivista.

Mientras las historias discurren entre sus dos grandes paréntesis, Catemaco, 1905; Los Angeles, 2000, con su prólogo en Detroit, 1999, el apuntador entre bambalinas nos recuerda los hechos puntuales de la Historia de México a cada paso. El Porfiriato, la Revolución, la traición de Victoriano Huerta, el asesinato del presidente manco Alvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y la guerra de los cristeros, Lázaro Cárdenas y la nacionalización del petróleo, los exiliados republicanos de la Guerra Civil española, los años de la modernidad viciosa de Miguel Alemán, los años siniestros de Díaz Ordaz y la masacre de Tlatelolco, porque sin ellos todo lo demás no sería posible, miserias y sobresaltos, amores y muertes desgraciadas, heroísmos trocados en vilezas. Es la historia de una sola vida, la de Laura Díaz, que se cruza con otras vidas, contada por sus descendientes últimos, reconstruida en su nombre.

Es la Historia como escenario en movimiento, espléndida y miserable ante nuestros ojos como el Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, el mural de Diego Rivera que lo quiere todo y lo contiene todo, y la Historia como deidad maléfica que termina devorándolo todo. La Historia encarnada en quienes la viven, dispuestos en el escenario a pesar suyo, cumpliendo a veces el papel que creen que escogieron; otras, empujados a ocupar un lugar trágico en ese mismo escenario, también a pesar suyo, y otras, en fin, poniendo la cabeza mansa ante la devoradora, conscientes de lo inevitable.

Y es allí, en ese escenario tan ambicioso y totalizador como el que conce-bían los muralistas mexicanos para contar la Historia, donde Fuentes ejecuta el constante juego de espejos que es esta novela, el reflejo de la Historia en las vidas privadas, y los múltiples espejos de las vidas privadas reflejados en la Historia que pasa sin detenerse, el inmenso mural incesante en el que entra de primero el Guapo de Papantla, que de antiguo oficial del ejército imperial de Maximiliano se ha convertido en malhechor, y cercena de un solo tajo los dedos de la mano a la abuela Cósima Kelsen para robarle así los anillos, y el corazón.

Catemaco, 1905. El escenario se llena con la presencia de la niña Laura Díaz, que será la mujer que habrá de cumplir el ciclo completo de su vida empezando allí, en la casa hacienda del plantío cafetalero del abuelo Felipe Kelsen, y terminando también allí, 75 años después, abrazada al tronco erizado de cuchillos de una ceiba. Una vida completa en todo sentido, porque este personaje femenino total no pierde nunca la iniciativa. Es sujeto de la Historia, y de sus propias historias trágicas o dichosas, y nunca el objeto de la Historia, ni la víctima pasiva de sus propias historias. Laura Díaz se asigna ella misma el papel de protagonista desde su trono de libertad celosamente defendido en cada acto de su vida, empezando por los actos de amor, a cargo de sus propias escogencias.

Y quizá no podamos leer esta novela sin recurrir antes a La muerte de Artemio Cruz, la novela fundadora de Fuentes, como antecedente necesario, y quizá, también, debemos leer después La silla del águila, para entender cómo el novelista total catapulta la misma Historia hacia el futuro, el México del 2020 cuando, apagados los satélites de comunicaciones por decisión imperial de Estados Unidos, el país debe volver a vivir como en el pasado, de vuelta a las cartas de amor y de negocios.

En las tres novelas es el mismo escenario en movimiento, la misma Historia de México marcada por los vicios y la corrupción del sistema.

Pero en la primera de ellas, Artemio Cruz es el caudillo que recuerda su historia, y la Historia, desde su lecho de muerte, cuando ya nada puede ser cambiado y la Revolución, desde la fuerza y la astucia política, y las ambiciones de quienes la hicieron, es un hecho que nadie quiere variar, envuelto en la retórica de las justificaciones y en los pretextos. La Historia es como es, fue como fue. Laura Díaz, por el contrario, tan protagonista con voluntad como Artemio Cruz, entra en el relato desde la visión de lo que, desde el principio, ella pueda cambiar, porque no se somete al papel que según los cánones tradicionales debía cumplir. La mujer no está destinada a cambiar la Historia, ni siquiera a vivirla en su intensidad, sino nada más a padecerla, como víctima, o a observarla de lejos, como personaje marginal del reparto.

Esta es una novela en la Historia, que no puede prescindir de ella porque la Historia es el caudal revuelto adonde van a desembocar todas las historias. Pero antes de eso es entonces una novela sobre la libertad. La libertad encarnada en una mujer que se apodera del relato y proclama la posesión propia de los acontecimientos que arden así bajo el signo femenino. Al terminar de leerla, sabemos que se ha completado un ciclo, el ciclo del regreso de la diosa.

Laura Díaz no es la bella de las historias de la Revolución Mexicana, contadas en las novelas y en el cine, que reducida al papel de soldadera lleva por la brida el caballo del macho, de cananas cruzadas sobre el pecho y fusil en bandolera, marchando con todas las demás mujeres de a pie, las concubinas de cama y cocina. No es más la bella que sólo brilla con fulgores mortecinos, carne de cabaret, carne de crimen, abandonada a la prostitución y a la miseria por destino fatal, sólo buena para morir cosida a puñaladas por otro macho de saco cruzado y sombrero borsalino. Ni es más la bella casada de velo y corona, esposa fiel que se convierte, por gracia también del destino inmutable, en la madre condenada a reclusión perpetua dentro de las cuatro paredes del santo hogar dichoso, toda bondad en el llanto y el sacrificio, mientras el mal masculino encarnado en el macho anda suelto por la calle.

Lejos de la pasividad, que no es sino uno de los rostros de la fatalidad, la diosa regresa encarnada en la libérrima Laura Díaz, no como soldadera, ni como víctima, ni como esposa dócil, sino como protagonista y testigo de la Historia que su propia conducta modifica. No se somete. No se queda en la cocina de la Historia, sino que entra en el entramado de los acontecimientos dramáticos del siglo que le toca. No es nunca la esposa perfecta del caudillo sindical, Juan Francisco López Greene, que de las luchas sangrientas en las minas de Cananea bajo el Porfiriato, pasa a ser parte del nuevo poder burocrático de la Revolución, y se conforma y se corrompe. Es la transgresora, que busca la libertad en la fuga, en la desobediencia a los cánones, en la cama clandestina de sus amantes. Pero rebelde sobre todo en las preguntas. La sumisión, ella lo sabe, está en no preguntar nunca, o en creer que se saben todas las respuestas.

A cada paso de su vida, la tragedia la espera agazapada, y el nombre trágico se repite. Santiago. Santiago el Mayor, su medio hermano asesinado por los sicarios de Porfirio Díaz. Santiago el Menor, su hijo, el pintor que se desvanece del mundo sin haber alcanzado a hacer todas sus preguntas. Santiago el nieto, asesinado en la plaza de Tlatelolco. Muertos en la juventud, vidas incompletas, sacrificados como consecuencia de la rebeldía, del atrevimiento de haber preguntado, y de no conformarse con las respuestas.

 
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