Usted está aquí: lunes 18 de junio de 2007 Opinión Notas para El violín

Hermann Bellinghausen

Notas para El violín

Muy apreciada por público y crítica, premiada internacionalmente, devino un modesto pero significativo fenómeno de taquilla en el Distrito Federal. "¿Ya viste El violín?" pasó de la conversación a la publicidad de última hora. La calidad cinematográfica de la obra de Francisco Vargas y la pertinencia de los temas que aborda confirman que el cine nacional tiene con qué. Realizadores, fotógrafos, editores, técnicos y manuales son de nivel internacional. Además, está de moda en el mundo.

El violín narra la historia de una comunidad indígena ocupada violentamente por el Ejército federal, y de una guerrilla en las montañas. La dirección de actores es excelente, aunque muchos no sean profesionales, empezando por don Plutarco, el protagonista, interpretado por Angel Tavira, octogenario violinista en la película y en la vida real. El blanco y negro es todo un homenaje al cine mexicano clásico. La música constante y conmovedora es parte de la trama, que posee gran actualidad ahora que la militarización es noticia. El tema de las violaciones (ese otro "violín", como soezmente se dice) está en el aire, sofoca.

Con todas estas virtudes, El violín, sin embargo, falla en la historia que quiere contar, y por ello la simpatía que le ha brindado el mejor público se debe a razones erróneas. El comportamiento de indígenas y guerrilleros es sistemáticamente torpe, rayando en la tontería. Como es de esperar, lo que comienza como una tragedia termina en otra peor.

Se trata de un grupo rebelde que adquiere sus armas en una cantina-burdel de pueblo, llena de prostitutas gorditas, borrachos y música de rocola. Un escenario favorito del cine mexicano que siempre gusta en el extranjero. Pregúntenle si no a Ripstein. Un "lugar sin límites" así en la vida real es inimaginable para cualquier grupo clandestino. Los primeros aliados del Ejército cuando llega a un pueblo son el alcohol y los servicios de prostitución locales. No tenemos La carta robada de Edgar Allan Poe, sino una concesión a la película misma; hay otras.

En el primer diálogo con don Plutarco, el capitán-némesis que ocupa la comunidad semidestruida pregunta si allí había muchos revoltosos. Don Plutarco, que come un taco, dice: "No, poquitos". Ante la confirmación, el oficial sonríe, satisfecho.

Mujeres y niños abandonaron el poblado. Los militares llevan presos a los hombres y algunas mujeres. A uno lo ejecutan, arrodillado, de un tiro en la sien. El hijo del viejo violinista pertenece a la guerrilla; su nuera también, pero los soldados la desaparecen desde el principio. En su milpa hay armas enterradas. Recuperarlas se vuelve el objetivo de todos. La guerrilla planea un ataque con ¡50 combatientes! Don Plutarco, por su parte, decide recuperar las armas en el pequeño estuche de su instrumento. Visita al patrón (resulta que hay patrón, un ganadero ladino) para comprar un burro. No tiene dinero, pero sí 10 hectáreas de milpa. No es poca tierra. El viejo acepta firmar un papel en blanco a cambio del animal, que no vale las 10 hectáreas. Hoy es inimaginable un indígena comprometiendo su parcela en esas condiciones. Más que él, es la película la que necesita el burro. Y un buzón de armas "quemado" siempre será abandonado (al menos temporalmente) por una guerrilla.

Detalles así abundan en la película, que nunca se acerca a los indígenas, su comunalidad o los motivos de su rebeldía. Sólo exhibe su aspecto miserable y desamparado. En otras secuencias, la película muestra a los soldados en prácticas militares, y enseguida a los insurrectos repitiendo esos ejercicios, en espejo. Son lo mismo, se sugiere, sin siquiera reprobar (pues podría, y con razones) la vía armada. El problema de El violín es conceptual.

Un amigo citaba al cineasta griego Theos Angelópulos: "No se puede hacer cine político sin compromiso". La película omite ver cómo son esas comunidades a las que mira con simpatía. El enemigo operará, de principio a fin, inteligente y eficazmente. Sí, un ejército de ocupación es experto en manipular, engañar, "sacar la sopa". La inteligencia militar es profesional, científica. Los soldados, impecables, lo confirman toda la película. Quizá por eso apoyó la producción el gobierno federal foxista. No es un defecto de El violín la manera en que presenta a los soldados; falta una mirada así de cuidadosa hacia el comportamiento de los indígenas, que caen una tras otra en todas las trampas que les tienden. Sin malicia alguna, tienen sólo desconfianza y un "callado dolor", muy a tono con la antigua novela indigenista.

Francisco Vargas ha declarado en entrevistas que don Plutarco "es la metáfora de la música, la tradición y la resistencia". Aquí no vale la "intemporalidad" del arte. La historia sucede "hoy", aunque ese presente sea impreciso. La metáfora es el papel en blanco que firma el anciano. Pero si así actuaran los indios, hace mucho que hubieran dejado de tener una tradición por la cual resistir.

 
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