Usted está aquí: viernes 22 de junio de 2007 Opinión La fuente de la eterna juventud

Margo Glantz

La fuente de la eterna juventud

No sólo las riquezas atraen hacia el Nuevo Mundo, también las quimeras. Una de ellas es la de la fuente de la eterna juventud, mito antiquísimo. Heródoto informa que los etíopes vivían más de 120 años, lograban la longevidad bañándose en una fuente de agua densa como el aceite que dejaba sus cuerpos brillantes y olorosos a violeta. Este mito fue situado, con el tiempo, en una isla, como la mayoría de los mitos. Al llegar Colón a Guanahaní advierte asombrado que ninguno de los indios que admira tiene más de 30 años, es decir, la edad perfecta, la de Cristo cuando muere y resucita, la que tendrían todos los hombres después del Juicio Final. En las islas del Caribe estuvo situado alguna vez el Paraíso, los hombres eran jóvenes, ágiles, el clima suave, primaveral. La realidad provoca el desengaño, es tiempo de buscar en otra parte la quimera.

Juan Ponce de León descubre la Florida, para él otra isla. Quizá en ella se encuentre, piensa, la fuente de la eterna juventud: acabo de admirar en la Pinacoteca de Dresden un cuadro de Lucas Cranach el Joven; es pleno verano y la obra, dividida en dos mitades, representa en la primera a viejos en carretas y arrojados en total decrepitud al agua; en la otra, recobran las fuerzas y los cuerpos se vuelven lozanos. Desnudos, entran a una lujosa tienda de campaña y de inmediato se reinician los encuentros amorosos.

El hombre nunca se ha resignado a envejecer. La expedición de Juan Ponce de León a Florida fracasa, como fracasarán sucesivamente todas las que se hicieron a lo que hoy es territorio estadunidense. Algunos sobrevivientes entremezclan las historias de infortunios, naufragios, tribulaciones con las de la fuente de la eterna juventud. Se han juntado el oro -la ambición- y el deseo siempre presente de conservar el cuerpo fresco y lozano, cosa que parece haberse hoy logrado gracias a la cirugía cosmética. Las expediciones dejan ecos de tribulaciones, hambre, muerte y de tierras pobladas por hombres salvajes y nómadas. Subrepticia, persiste la esperanza y, como el cuerpo que fuera tocado por el agua de la fuente, la misma pulsión resurge y empuja a emprender nuevas hazañas saldadas siempre por el fracaso. Los mitos se transforman y resucitan y el de la eterna juventud es también un pacto con el Diablo, el que firma con su sangre Fausto para alcanzar a Margarita.

Para la mentalidad antigua, el curso de la historia está sometido a una lucha constante, la que mantienen Europa y Asia por la hegemonía mundial. No, no estoy describiendo el conflicto de Irak ni el de Irán, estoy refiriéndome apenas al mito de las amazonas, esas mujeres guerreras, vírgenes, que según los griegos tenían solamente un pecho; sí, en esa contienda perpetua, los asiáticos reciben la ayuda de las doncellas guerreras que ayudan a los bárbaros contra los apuestos griegos y en el mito se dibuja como la lucha famosa que opone a Aquiles con la amazona Pentesilea. Los españoles estaban convencidos que en América habían de encontrarse también con las amazonas y hay cronistas que dicen haberlas visto, o por lo menos deseaban haberlas visto porque su presencia además augura riquezas. Por eso demanda Cortés a Pedro de Alvarado que busque en México ''tierras y extraña gente". Nunca olvida que detrás de esos seres mitológicos, entre los que se cuenta a las amazonas, se encuentran las riquezas, y por eso se preocupa de enviarle al emperador Carlos V, además del quinto real disminuido, indios corcovados, albinos y otros, muy monstruosos, que eran enanos.

El mito de la eterna juventud, el de la perpetua primavera se extinguió en las islas del Caribe a la tercera generación de colonos que allí vivieron. La mortalidad es de este mundo, la inmortalidad del otro. La búsqueda de la eterna juventud en esta tierra contrariaba en definitiva la esencia misma de la religión cristiana, y su existencia real en tierras de América cayó pronto en descrédito. Es más, una curiosa transformación se produjo y, al hablar del mito, el cronista Gonzalo Férnandez de Oviedo decide que la fábula no era de origen español sino indígena: ''fue gran burla decirlo los indios y mayor desvarío creerlo los cristianos". Oviedo podía opinar como quisiera, siempre era posible atruibuirles a los indios lo que para los cristianos era inconveniente. Los indios no escribían, además, muy pronto y en el espacio de unos breves años muchos murieron: no pudieron sobrevivir a la conquista.

 
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