Usted está aquí: lunes 25 de junio de 2007 Opinión Salvador Allende y Pablo Neruda

Gonzalo Martínez Corbalá

Salvador Allende y Pablo Neruda

El día 20 de junio se conmemoró en el Instituto José María Luis Mora el 99 aniversario del nacimiento de Salvador Allende, organizado por diversas asociaciones de asilados chilenos en México. Habida cuenta de que se hizo necesario precisar las condiciones en las que Pablo Neruda habría venido a México, me permito hacerlo en este espacio también, puesto que me doy cuenta de que entre ciertos sectores hay la falsa idea de que el poeta supuestamente se habría negado a aceptar la invitación del gobierno mexicano para venir a nuestra patria como huésped distinguido, o bien como asilado, según él lo decidiera.

Después de un difícil y azaroso despegue del aeropuerto de Santiago, en ese entonces se llamaba Pudahuel, y haberse repetido la escena de riesgo y de incertidumbre en Antofagasta, despegamos ya muy cerca de la una de la madrugada por segunda vez de Chile hacia México, en un DC-9 de Aeronaves de México, lleno de asilados entre los que iba la señora Hortensia Bussi, viuda del presidente mártir, sus hijas Isabel y Carmen Paz, así como sus nietos Gonzalo Meza y Marcia Tambutti, y un grupo numeroso de ex funcionarios de la Unidad Popular.

Iba también en ese vuelo un distinguido grupo de mexicanos, entre los que figuraban don Antonio Carrillo Flores y David Ibarra, quienes habían ido a Santiago para asistir a una reunión de la Cepal y con otros estudiantes becarios de alguna de las varias instituciones internacionales que había entonces en Chile.

Ya en el espacio aéreo peruano, sobrevolando su territorio, eran las 11 de la noche en tiempo de México del 15 de septiembre de 1973, por lo que dimos el Grito tradicional con gran emoción de todos los pasajeros a bordo, y después de haber hecho varias escalas en Lima, Panamá y alguna otra en donde esperaban a la señora Allende para presentarle sus respetos y hacerle patente su saludo afectuoso, llegamos a México el domingo 16, inmediatamente después de haberse terminado el desfile militar tradicional, y fueron al aeropuerto a recibir a la comitiva, el Presidente y todo su gabinete. Había también algunos mexicanos como el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y su esposa Celeste, quienes acudieron a dar el pésame a la familia Allende, y seguramente también a expresar su sentimiento por la pérdida para la democracia por el golpe de Estado en Chile.

Después de un largo acuerdo con el Presidente de la República, esa tarde en Los Pinos, él me preguntó cuál sería en mi opinión el siguiente paso que habría que dar, a lo que yo repuse que esto sería sin duda alguna el regreso inmediato de quien entonces era el embajador de México en Chile a Santiago, por las condiciones que se daban en nuestras instalaciones de la cancillería y la residencia en donde había asilado ya a un numeroso grupo de chilenos y latinoamericanos en general.

El Presidente dispuso lo necesario para que así fuera, no sin antes darme una instrucción: "busque usted a Pablo Neruda e invítele a que se venga a México como huésped distinguido o como asilado, según como él lo decida". Lo cual hice tan pronto como fue posible; ya el martes 18 desde Santiago, y después de haberlo buscado en Isla Negra, lo encontré hospitalizado en la Clínica de Santa María en Santiago, asistido por su compañera Matilde de un grave padecimiento que venía arrastrando desde tiempo atrás.

Una vez explicado tanto a Neruda como a Matilde cuál era la situación que se daba en un ámbito más grande fuera de la clínica, y fuera de Chile, sobre todo en México, y cuáles eran las condiciones que se estaban presentando ya de una extrema hostilidad y represión a los ex miembros y simpatizantes de Salvador Allende y de la Unidad Popular por el régimen golpista, Neruda aceptó venir a México como huésped de honor del gobierno mexicano y de su pueblo, y fijamos de común acuerdo para la salida a México el sábado 22 de septiembre.

Hechos los arreglos diplomáticos correspondientes con el gobierno de facto, me presenté a la Clínica Santa María a recoger sus maletas, su abrigo y su gorra con la que todos, como usted respetable lector también seguramente lo recordará, y un paquete con los manuscritos originales con su tinta verde, que contenía su libro póstumo, Confieso que he vivido.

Cuando llegué por él y ya con la aeronave más grande de que México disponía, tomada de una ruta internacional de Aeronaves de México, cargada con la colección Carrillo Gil integrada por los 172 originales más importantes que usted recuerde lector, de Diego Rivera, Orozco y Siqueiros, que formaban parte de esa colección, fui el sábado por don Pablo a la clínica, y él me dijo: "embajador, no quiero salir hoy", a lo que yo le repliqué, "¿cuándo quiere usted que nos vayamos don Pablo?..." y luego él contestó brevemente y sin mayores explicaciones, "nos iremos el lunes, embajador", a lo que como es natural, yo accedí de inmediato.

Me llevé sus cosas a la embajada así como los preciados manuscritos, y al día siguiente, domingo, recibí una llamada en la noche ya tarde, del subsecretario de Relaciones de la cancillería mexicana, José Gallástegui, quien me dijo, en México hay el rumor de que Pablo Neruda ya ha muerto, lo que debido al grado de incomunicación en que nos mantenían en la embajada, rodeada de carabineros, no me había yo enterado estando en Santiago mismo.

Me fui a la clínica de inmediato y al llegar me encontré con que el rumor era cierto y Neruda había muerto en la tarde de ese día. Quedamos con Matilde en auxiliarla en todo lo que fuera posible al día siguiente para acompañarla en el sepelio. Cuando llegué ese lunes a la Casa de la Chascona, encontré un cuadro desolador, caminaba uno quebrando con los pies los vidrios rotos ya de las ventanas a culatazos, las pinturas rasgadas con bayonetas y los relojes de pie despedazados también a golpes de culatas diseminados por el piso.

Así salimos al panteón, en un ambiente de campo de concentración, entre dos filas dobles de carabineros a los lados de la avenida. Así acompañé a Neruda, no a México sino al cementerio, en donde fueron depositados sus restos en Santiago, entre gritos de algunos cientos de personas que integraban el cortejo y que decían Pablo Neruda... y contestaban ¡presente! Salvador Allende... ¡presente!

Sólo la muerte impidió a Pablo Neruda venir a nuestra patria para siempre.

 
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