Usted está aquí: domingo 1 de julio de 2007 Opinión Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

El canto de los libros

A los 15 días de trabajar aquí tuve mi primera reunión con los patronos. El tema principal: reducir los gastos de asilo. Les demostré que ahorrar era imposible: gastábamos lo mínimo. Amalia, que siempre ha querido mi puesto de administradora, encontró una oportunidad para lucirse: "Llevo más tiempo que tú aquí. Conozco el funcionamiento de la institución y siento decir que no estoy de acuerdo contigo: si cerramos la biblioteca podremos despedir al bibliotecario y ahorrarnos su sueldo".

La medida significaba una reducción insignificante del presupuesto. Sugerí que buscáramos otro camino. Amalia saboteó mi propuesta con un argumento definitivo: "No los conoces: los viejos son analfabetos. ¿Qué pueden significar los libros para ellos? ¡Nada!" La desmentí. Me había dado cuenta de que los ancianos iban mucho a la biblioteca. "Sí, pero a dormir. Para eso tienen sus cuartos".

Algo me dijo que debía oponerme al proyecto de Amalia. Pedí autorización para hacerles un examen a los viejos. Si mi compañera estaba en lo cierto, yo aceptaría el cierre de la biblioteca.

II

Los viejos no eran analfabetos. A la segunda clase me di cuenta de que muchos son capaces de escribir y hasta con muy buena letra. La falta de práctica los hizo olvidar sus conocimientos, pero fue suficiente con estimularlos un poco para que los recuperaran. Los hubiera usted visto sentados en sus pupitres, mostrándose unos a otros sus cuadernos". "¡Me salió una ye!", "¡Miren mi ele!", "¿Qué les parece mi doble u?".

Angelita es la que tiene mejor letra. Le costó trabajo recordar cómo se escribe la "a" mayúscula y se tardó mucho tiempo en dibujarla. Ella fue a la primaria en una época en que la caligrafía era una filigrana. Le puso tantos garigoleos a la "a" que era difícil reconocerla.

A fuerza de ejercitarse, Angelita ya domina todo el alfabeto y podrá cumplir su sueño: copiar su libro predilecto, Corazón. Diario de un niño. Le hice una broma: "Pasa media hora adornando cada letra. ¿Se imagina cuánto se tardará copiando el libro entero?"

Mi comentario les causó mucha risa a los viejos. El esfuerzo los agotó y a los cinco minutos se quedaron dormidos en sus pupitres. La única que permaneció despierta fue Angelita. Cosa rara, lloraba. Le pregunté el motivo y me dijo que era de tristeza: cuando terminara de copiar Corazón sería la única habitante del asilo, y ya sin nadie a quien mostrarle su trabajo. Me arrepentí de haberle hecho la broma y para quitarle la preocupación le sugerí simplificar la letra.

III

Todo lo que hay aquí es donado por personas generosas o que simplemente quieren deshacerse de estorbos. Con decirle que Mario -ya lo conoce, es el señor del bigote arriscado- duerme en una cuna gigante que nos obsequió un coleccionista de juguetes. Montó sus piezas en un museo, y como no hubo lugar para la cuna, nos la mandó.

Enseguida se la destinamos a Mario. Con el tiempo se ha vuelto tan pequeño como un niño de seis años. Pero ¿sabe cuántos cumplirá este domingo? Noventa. Está orgulloso de no necesitar lentes. Mario sí es analfabeto. Ni siquiera conoce las letras. Sus padres no lo dejaron aprenderlas y él no sabe las razones. Vive arrepentido, porque mientras pudo preguntárselas no lo hizo. El seguirá ignorándolas lo poco que le resta de vida.

A pesar de su analfabetismo, Mario es el que se pasa más tiempo en la biblioteca. No cuenta con muchos volúmenes, pero están encuadernados en piel color vino y huelen raro, entre a sándalo y a jazmín. Ese perfume atrae a Mario. Asegura que el olor le recuerda a alguien, pero no sabe quién puede ser. Debería verlo con los ojos cerrados, la nariz metida en un libro y golpeándose la sien mientras se repite: "Aquí te tengo, pero no sé quién eres. Acércate un poco más. Deja que te vea antes de que todo termine".

El otro día le pregunté a Mario qué hará cuando no le quede ningún libro por oler. "¡Morirme! Uno se acaba al perder el último recuerdo". También lo creo. La búsqueda de su memoria entre las páginas de los libros perfumados es su única razón para vivir.

IV

Tulio y Margarita son pareja. Aquí se conocieron y se casaron. El está casi ciego y ya no puede leer; ella padece artritis y le resulta imposible escribir. No han faltado ni a una sola clase. Saben que eso les da el derecho de asistir a la biblioteca incluso los domingos. Comparten la banca junto a la ventana. Ella lee en voz alta para su esposo: a él le fascinan las biografías. Tulio, a cambio de ese favor, manuscribe las cartas que Margarita selecciona en su libro predilecto: Correspondencia íntima de los grandes amantes. Luego Tulio las coloca bajo la almohada de su mujer, como si en realidad él fuera el autor y las hubiera escrito para ella.

V

Mariano es otro caso. Me ha confesado que nunca le gustó ir a la escuela y sólo asiste a mis clases porque si no le prohibiré ver los libros de mapas que hay en la biblioteca. Le fascinan. Se pasa horas mirándolos. Siente que así recorre los continentes, navega, cruza desiertos, explora selvas. A las horas de comida siempre es el último en presentarse. Justifica el retraso diciendo que acaba de regresar de un viaje.

Sus compañeros le siguen la corriente. Anoche que Mariano llegó tarde a la cena, Angelita le hizo una broma: "Veo que acaba de volver de algún desierto, porque trae la ropa salpicada de arena. Sacúdase un poco allá afuera, porque si no acabará ensuciándonos a todos".

Mariano aceptó el consejo. Cuando volvió, Tulio le preguntó adónde sería su siguiente viaje. Como siempre, Mariano no contestó. Insistimos, aunque sabemos el motivo de su silencio: no quiere que la muerte sepa dónde podrá encontrarlo mañana.

VI

Aquí los problemas de dinero son cosa de todos los días. Cuando los menciono, Amanda aprovecha para recriminarme el no haber permitido el cierre de la biblioteca. Por mi obstinación tenemos que seguir pagándole su sueldo a Félix.

Amanda lo considera un simple "sacudelibros" y dice que cualquiera puede hacer ese trabajo. Sé que Félix no es un bibliotecario ni mucho menos, pero dudo que haya nadie que cuide los libros con tanto amor y por razones tan especiales. Como ya sabe que el papel está hecho de madera, piensa que tal vez las páginas de nuestros volúmenes contengan el tronco y las ramas de los árboles que había en su tierra.

Ahora se le ha metido en la cabeza una ocurrencia todavía más rara. Félix asegura que lo que vemos en las páginas no son letras, sino pájaros; apenas abrimos un libro se ponen a cantarnos las historias que hay en él, y cuando lo cerramos, empieza su noche.

Félix presiente que su muerte está cerca y ya lo dispuso todo para ese momento. Quiere que antes de llevarlo al cementerio lo traigamos a la biblioteca y todos los ancianos elijan un volumen y lo abran. De ese modo lo acompañará durante su último viaje el coro de los pájaros que anidan en los libros.

Podría contarle muchas otras historias como éstas. El problema que tuvimos con la biblioteca me permitió acercarme a los viejos y escucharlos. Ahora, cuando los veo sentados, pienso que cada uno de ellos es un libro lleno de relatos fantásticos escritos al paso de su larga travesía.

 
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