Usted está aquí: miércoles 4 de julio de 2007 Opinión Contextos de un escándalo

Editorial

Contextos de un escándalo

El decomiso de más de 205 millones de dólares efectuado el pasado 14 de marzo en un lujoso inmueble propiedad del empresario Zhenli Ye Gon ha estado, desde un principio, plagado de turbiedades que generaron las suspicacias de la opinión pública: desde las fluctuaciones en las cifras del dinero presentadas por las autoridades respecto de la cantidad incautada -inicialmente se dijo que oscilaba entre 100 y 150 millones de dólares, que resultaron ser más de 205, y en las cuentas iniciales no aparecieron 17 millones de pesos-, hasta las acusaciones hechas el 17 de mayo por el propio Zhenli a la agencia Ap y difundidas antier, en el sentido de que fue forzado por un miembro del equipo de campaña de Felipe Calderón, de nombre Javier Alarcón, con el fin de que guardara el dinero. Para complicar más las cosas, un presunto abogado estadunidense de Zhenli, Ning Ye, hizo llegar hace unos días una carta a la embajada mexicana en Washington en la que se reitera esa versión, y el representante legal en México del empresario prófugo, Rogelio de la Garza, afirmó que la misiva era apócrifa y representaba "una cortina de humo" fraguada por el calderonismo para ocultar el hecho -injustificable- de que el gobierno entregó a la Reserva Federal de Estados Unidos la mayor parte del dinero incautado.

Las reacciones oficiales a la versión han sido más que desafortunadas: el actual secretario del Trabajo, Javier Lozano Alarcón, se dio por aludido y amenazó con demandar al empresario chino y a sus abogados por vincularlo con actividades ilícitas; la Procuraduría General de la República (PGR), por su parte, en vez de limitarse a investigar la especie e integrarla en el expediente de Zhenli, emitió un comunicado virulento con el que pretendió descalificar la historia contada por éste, como si la tarea de esa institución fuera defender a priori la honorabilidad del entorno presidencial y no investigar, sin prejuicios ni posturas automáticas, así como procurar justicia, sea cual fuese el delito y cualquiera que sea el delincuente. El nerviosismo y desasosiego en ambas reacciones no hacen más que darle cuerpo a la acusación de la misiva entregada a la representación de nuestro país en Washington. Lejos de disipar la sospecha sembrada por la carta, la fortalecen.

Ciertamente, resulta poco verosímil la narración según la cual un político, en plena campaña electoral, obliga a un empresario a guardarle cantidades millonarias de dinero en efectivo con amenazas de "darle cuello". Por desgracia, no son más creíbles las escandalosas inexactitudes en las cuentas del dinero y las contradicciones en las que han incurrido las autoridades: primero el titular de la PGR aseguró que los fondos incautados serían distribuido a diversas instituciones públicas y posteriormente descartó la posibilidad de compartir algún porcentaje con el gobierno de Estados Unidos; Felipe Calderón dijo en abril que un tercio de los dólares incautados serían destinados al combate contra las adicciones. Ahora la sociedad se entera de que el dinero fue a parar a la Reserva Federal estadunidense, y se pretende que crea una explicación tan pueril como la del titular del Servicio de Administración y Enajenación de Bienes, Luis Miguel Alvarez Alonso: la montaña de billetes fue enviada al país vecino porque una disposición mexicana prohíbe a las instituciones bancarias recibir depósitos en efectivo superiores a 15 mil dólares. Tal norma podrá ser válida para particulares, pero si fuera absoluta, las casas de cambio, las entidades bancarias y el propio Banco de México -entre otros- estarían, lisa y llanamente, imposibilitados para operar. La decisión de mandar el dinero al país vecino denota, en cambio, una exasperante sumisión gubernamental a Washington que llega hasta el desaseo legal.

Verdadera o falsa, dicha o no dicha, la versión de Zhenli resulta inevitablemente estruendosa porque toca un problema nacional mayúsculo: la putrefacción y la turbiedad que imperan en el financiamiento de los partidos políticos en nuestro país. Desde la reforma política zedillista, los institutos políticos gozan de presupuestos públicos desmesurados para pagar sus tareas de proselitismo y propaganda. Pero, a lo que puede verse, no les ha bastado: las elecciones de 2000 fueron empañadas por los escándalos de los Amigos de Fox y el Pemexgate. Ya con Vicente Fox en la Presidencia, ambos partidos intercambiaron certificados de impunidad y las investigaciones en torno a ambos casos se volvieron encubrimiento. El flujo de los dineros de Ahumada puso en evidencia que el Partido de la Revolución Democrática no ha sido ajeno a formas ilícitas o ilegítimas de allegarse fondos electorales, por más que en este caso sí hubo procuración de justicia y castigo de los responsables. Por lo que hace a los partidos pequeños, la falta de controles legales suele derivar en la conformación de negocios particulares disfrazados de organizaciones partidarias cuya utilidad principal es enriquecer a sus dirigentes.

Más aún: en vísperas de los comicios presidenciales del año pasado, los dueños del capital destinaron grandes sumas de dinero a campañas propagandísticas que buscaban desacreditar al aspirante de la coalición Por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador, y también, implícitamente, favorecer al candidato oficial. Tal acción, violatoria de la legislación electoral, no fue sancionada. El precedente de esa irregularidad mayúscula, que en un régimen verdaderamente democrático habría debido ser causa de escándalo y de pesquisa judicial, otorga a la versión atribuida al empresario prófugo cierto margen de credibilidad.

En suma, no es sorprendente que una acusación como la que se le atribuye a Zhenli tenga un impacto mediático asegurado porque, por disparatada que parezca, la opinión pública sabe que no hay delito ni corruptela imposibles en ese ámbito; ningún acto ilícito o de corrupción parece increíble cuando ocurre en las sentinas de las finanzas partidistas.

 
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