Usted está aquí: miércoles 11 de julio de 2007 Opinión Basura y resurrección

Luis Linares Zapata

Basura y resurrección

México refleja, con evidencia notable, su rostro chimeco de nación postrada. En su movimiento continuo, los mexicanos van dejando un rastro inocultable de suciedad y desperdicio. El olvido público y la desidia personal adoptan formas extrañas, pero por lo general se juntan entre los tiraderos de basura desperdigada a la vera de cualquier camino, a un lado de una banqueta o a la vuelta de una esquina sin nombre. Prácticamente no hay una sola población de este país que escape de las pilas de desechos diseminados por aquí y por allá.

Una estrujante manera de plantar esa cara que, a veces, se dibuja de rebelde sólo para arremeter, a grito exprimido, contra paredes indefensas. Y ahí quedan los trazos y las palabras inconclusas, sin movimiento, sólo para envejecer sin gusto, talento o arrogancia. En otros lugares aparece el brochazo que grita contrariedades de grupo o la recurrente fragilidad de una esperanza ya muchas veces golpeada. La alegría, bastante extendida en otros tiempos, se congela de repente y pasa sobre los basureros improvisados que proliferan en las barriadas, en los pueblos colgados al sol, en las orillas de ríos a punto de fallecer por asfixia.

Una forma de vida que se apaga para una parte de los mexicanos, en particular para esos situados en la mera base de las exclusiones. El narrable efecto de décadas de crecimiento económico nulo. Más de 25 años de experimentos neoliberales que se repiten unos a otros en interminable sucesión, a pesar de los esfuerzos de crecientes sectores de la población por liberarse de ellos. En la punta de la pirámide social se han pertrechado los mandones e impiden, por cualquier medio a su disposición (que son amplísimos) el libre ejercicio de la voluntad colectiva, el ponerse de pie para mirar al otro sin recovecos ni menosprecio. Las posibilidades de cambio se han cerrado sobre las conciencias y los privilegios de unos cuantos se sobreimponen a la justicia distributiva. La respuesta de los muchos se asienta entonces en las calles y va dejando una estela que mucho tiene de airadas protestas y golpes autoinfligidos a la propia dignidad. No puede haber desarrollo sin respeto propio, dice el hombre sabio. Y la basura, compañera ineludible del atraso y las vejaciones, se suma al abandono como un remate instantáneo. Cae como un fardo de fatalidad prolongada sobre la altura de miras, sobre la apertura de horizontes y aflora el cinismo del abusado, la cultura del apañe y la salvación propia por cualquier medio. El resultado es una desesperante continuidad de las miserias de cada quien, el malgasto cansino de energía humana.

Sólo una breve luz se asoma en la distancia. Los esforzados, los tozudos, los corajudos apenas conservan un pequeño filtro de luz en el futuro que desean conservar abierto. Los demás se han ido al otro lado y, apenas cruzan la frontera, se cuidan a sí mismos, obedecen indicaciones, se amoldan a la rutina de las reglas de convivencia y producen mejor.

Caminar hacia el rescate de la política también pasa por limpiar el ambiente, el hogar, la colonia, los caminos, el monte, bosques y parques. No puede dejarse un solo espacio a la podredumbre, a la indolencia, al tiradero grotesco y apestoso. Calles completas transpiran aromas fétidos y deberán ser rescatadas de inmediato. Mercados sobre charcos de mugre, arroyos y ríos repletos de papeles, excremento y bolsas de plástico tienen que entenderse como señales inequívocas de un sistema desordenado donde a duras penas cabrá la resurrección social. El crecimiento con equidad es incompatible con la precaria sanidad del medio que rodea a las multitudes, a las familias, a los individuos. La ciudadanía pasa, en su estricta formación, por el baño diario y la limpieza del vestir, comer y defecar. La cultura del progreso requiere de un esfuerzo educativo, labrado a base de cuidados personales.

Cualquiera que trate de cambiar este contaminado estado de cosas imperante tiene que tomar el partido de la dignidad recobrada, de la consciente, cotidiana participación en la observancia de las reglas de funcionamiento, el de las prácticas del consumo ordenado para no producir desperdicios por montones, en conservar limpia su calle, la ciudad o el de su entorno más amplio: el de la nación completa. El orgullo al verse a sí mismo impoluto, el ser igual aquí o allá tiene que trabajar como cimiento del futuro. La actitud soberana exige, primero, el respeto íntimo y, por añadidura, el de los demás.

Llamar a fundar de nuevo a la República requiere un trabajo solidario de cuidados intensivos del ambiente cercano y el de los otros de allá lejos. Cambiar el modelo económico es, también, modificar la tentación de dejarse tumbar a la bartola, escupir para abajo, para arriba, a cualquier lado, arrellanarse con el desperdicio, el deterioro visual y la basura. Hay una íntima conexión entre el avance nacional y la activa purificación del entorno, que es, como muchas de las condiciones del desarrollo, una responsabilidad individual, Y ello, se liga con las políticas públicas de bienestar, de deberes y libertades que sostienen la convivencia efectiva de una sociedad que se quiere igualitaria, pero que ha sucumbido, en repetidas ocasiones, ante el empuje de la suciedad y el abandono.

 
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