Usted está aquí: viernes 13 de julio de 2007 Opinión Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba

Marginalia: cine comestible

Principio

IGUAL QUE LA narrativa o la poesía, el cine comestible casi siempre es porquería pura. El primer ejemplo que se viene a la mente (y tal vez el peor de todos) es la insoportable Como agua para chocolate, de Arau (1992), una medio comedia, medio recetario que no rehuía al temible "realismo mágico" y que gringos y mexicanos se tragaron encantados de la vida, como quien se traga un Skwinkle y piensa que es mole de olla. Su tagline era: "¡Un festín de los sentidos!" Jeje. Y de ahí p'al real: Las mujeres arriba, de Fina Torres (2000), quería jugar con la mezcla de una cocinera brasileña, platillos hiperpicosos y las tetas de Penélope Cruz (en la peor actuación de su vida), pero fue incapaz de levantar una erección medianamente decente. Tagline: "El verano viene caliente". Pobre de la comida y del sexo, que también los juntaron en Chocolat, de Lasse Hallström (2000; el güey no era malo: recuérdese la encantadora Mi vida como perro, de 1985) con resultados antihigiénicos. En Tortilla soup, de María Ripoll (2001), un antiguo chef "ha perdido el gusto por la comida" mientras sus tres hijas buscan "la receta de la felicidad", con los previsibles resultados de buenaondez para todos, gracias -claro-, al poder que tiene la comida para reunir a los corazones tan blancos. Tagline: "Una comedia que le despertará el apetito". Ugh. Quién sabe de cuántos bodrios tenga la culpa ese guiso despreciable de comida, nostalgia, apapacho y buena onda familiar, pero seguro habrá que adjudicarle No reservations, de Scott Hicks, que se estrena pronto, donde una "accomplished chef", Catherine Zeta-Jones sin escote, debe encargarse de su sobrina. El amenazante tagline en inglés: "Something's cooking this summer!" ; en español: "No todo se puede pedir a la carta". Tú sabrás.

Nudo

OBVIAMENTE, NO TODO el cine comestible es así. También hay tibiezas sencillas como Tampopo, de Juzo Itami (1985), que viene en clave de western: un camionero llega al pueblo para ayudar a Tampopo a levantar un local de fideos; o Comer, beber y amar, de Ang Lee (1994), sobre un antiguo chef de Taipei que ha perdido el gusto por la comida y sus tres hijas buscan la receta de la felicidad... con la ventaja de que la comida sí se antoja, y la desventaja de haber propiciado Tortilla soup; o El banquete de bodas, también de Lee (1993), que es pura corrección política pero, otra vez, la comida no está filmada sin brío. (No haría mal el jefe Steingarten en pasar a revisión sus gustos cinematográficos. En la página 258 de It must have been something I ate escribe: "Las escenas iniciales de Comer, beber y amar de Ang Lee son, probablemente, la máxima pieza de cine sobre comida que se ha filmado.") También hay películas -pocas- que están realmente bien, como el armónico Festín de Babette, de Gabriel Axel (1987), con su alucinante sopa de tortuga y sus alcances eucarísticos; o Jamón, jamón, de Bigas Luna (1992), con un Javier Bardem incontenible de cachondo y una Penélope Cruz -ahí sí- sabrosisísima. Y también, pero son extremadamente raras, hay obras maestras. Un ejemplo: La gran comilona (1973) del orate Marco Ferreri, cuyos protagonistas se dan una última encerrona de comida, alcohol y sexo, abismal, desesperada, de un alcance subversivo con ansias de absoluto. Otro ejemplo: El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante, de Peter Greenaway (1989), que es un ataque contra todo: Margaret Thatcher, la revolución y el estómago. En su salvajismo, nada humano le es ajeno. La última secuencia, el amante rostizado en un gran platón con el pito como premio para el comensal, es indeleble. Otro ejemplo: Ratatouille (2007) de Brad Bird.

Desenlace

LUEGO DE PERDER familia y clan en un desagüe vertiginosamente real, Rémy (Patton Oswalt en la versión en inglés), una rata de nariz superdotada y entusiasmo glotón imparejable, termina en el drenaje profundo de París, justamente debajo del restaurante de su admirado chef Gusteau (Brad Garrett). El local solía estar entre los grandes de la ciudad, pero perdió un par de estrellas tras una nota de ingenio demoledor del cadavérico crítico Anton Ego (Peter O'Toole, delicioso); el hecho llevó a Gusteau a una depresión que resultó fatal. A cargo de la cocina ha quedado el taimado Skinner (Ian Hola), antes sous-chef, ahora tirano inclinado al varo fácil de los burritos de microondas. (Porciertos varios: el restaurante en declive parece inspirado en la decadente Tour d'Argent de París; el chef Gusteau, físicamente, en la papadón de Paul Bocuse; su tragedia, en la del cocinero suicida Bernard Loiseau; el espíritu pasado de lanza de la cocina lo proporcionó, creo, Tony Bourdain, que sabe de tiranías.) Mediante un curioso sistema de titiritero la rata chef consigue usar al apocado garbage-boy Linguini (Lou Romano) como agente de sus recetas, que le devuelven credibilidad al restaurante, y la capacidad de asombro al crítico muerto en vida. (Entre otras cosas que no tengo espacio para repetir.)

ES CIERTO QUE el animador Brad Bird ya había dado muestras de un conocimiento agudo del movimiento mamífero en su episodio Family dog (1987) de Amazing stories, y que en Ratatouille sus ratas alcanzan una complejidad visual verdaderamente orgánica (dice Richard Corliss que Rémy es un Shakespeare del encogimiento de hombros); que el diseño de este París manto-polícromo parece más hermoso que el del verdadero París; que la amistad entre Rémy y Linguini se da con una verosímil, conmovedora lentitud; que los platillos (asesor: el gran Thomas Keller, de The French Laundry) conocen un brillo y una fuerza genuinos; que se puede concordar con su vindicación del talento individual. Sí, pero más cierto aún es que en su gran clímax, aquel en que el viejo Anton Ego prueba un plato de ratatouille (una confección de vegetales campesina) y ese plato lo devuelve a un pasado vivo como un pájaro -el niño Anton, apapachado por una ratatouille maternal hace mil siglos-, para que él diga una olvidada verdad: "Sí, me gusta la comida", es por un instante larguísimo un espejo del que mira desde la butaca y recuerda una verdad que había perdido entre tanta mierda preempacada, entre tantas películas que vienen y mueren cada día: "Sí, aún me gusta el cine."

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