Usted está aquí: jueves 26 de julio de 2007 Opinión ¿Qué le pasó a Juliette Greco?

Soledad Loaeza

¿Qué le pasó a Juliette Greco?

En su libro sobre el arte de la conversación, la historiadora Benedetta Craveri explica cómo desde principios del siglo XVI empezó a desarrollarse en Francia una nueva civilización mundana que cobró forma en un estilo de vida que sería un modelo para las elites europeas del Antiguo Régimen. La conversación se volvió un medio privilegiado para dominar la violencia de los instintos e instalar la cotidianeidad de una aristocracia que perdía muchos de sus rasgos originales de identidad, y que supo renovarse con la incorporación de dramaturgos, poetas y escritores, o de hombres y mujeres cuyo único capital era el ingenio. Gradualmente el mérito se impuso al origen social, y lo que para algunos puede parecer una banalidad -por ejemplo, los juegos de salón- se convirtió en un poderoso factor de transformación cultural. La tradición se generalizó a otros países europeos y más allá, y se impuso como forma dominante de vida civilizada durante tres siglos. Hoy en día la conversación lucha por sobrevivir a los ataques de una tecnología que propicia el ensimismamiento.

No fue ésta la única ocasión en que los franceses hicieron de la civilización una misión nacional de largo plazo, desde entonces se convirtieron en una especificidad que buscaba universalizarse. La Revolución de 1789 también fue un modelo para otras revoluciones y el origen de una transformación cultural que atravesó fronteras nacionales, para cristalizar en corrientes de pensamiento, instituciones políticas y formas de protesta. La misión civilizadora de Francia era la justificación ética del colonialismo francés; todavía después de la Segunda Guerra Mundial los franceses creían, con el general De Gaulle a la cabeza, que podían ayudar a enfrentar el desafío de hegemonía cultural que lanzó Estados Unidos a todo el mundo. Sin embargo, a principios del siglo XXI no hay más que mirar alrededor para apreciar la magnitud de la derrota de esa empresa.

Pocos recuerdan a Juliette Greco, pero para las generaciones de la segunda posguerra encarnaba la bohemia del mundo intelectual parisino. Vestida siempre y completamente de negro, de ser posible con un suéter cuello de tortuga, parecía una sirena egipcia, que entornaba los párpados cuyas líneas prolongaba el lápiz también negro, para rematar el final del ojo con una colita que miraba discretamente hacia arriba, mientras ella bajaba los ojos para platicar -casi susurrar- canciones cuyo tema era la naturalidad de la pasión y del desengaño amoroso, la ternura de las prostitutas o burdeles entrañables; cada uno de sus gestos y de sus movimientos estaba impreso de una intensidad cargada de significados, incomprensibles casi todos.

En los años cincuenta Greco era parte de la Vulgata del existencialismo sartriano que en su momento atrajo por lo menos tantos turistas como la Tour Eiffel. La cantante era una expresión específicamente francesa, de una identidad que fue reconocible hasta los años ochenta en otros ámbitos como las películas sin diálogo, o con mucho diálogo, pero filosófico, las alambicadas explicaciones sociológicas, los adoquines revolucionarios del Barrio Latino o la militancia católica de la provincia.

En México vivimos aterrados por la amenaza cultural que viene del norte, pero hoy en día Juliette Greco es inencontrable en Francia. En cambio, la cultura popular de Estados Unidos domina la programación en la televisión, el cuadrante del radio, los estantes de venta de películas y de música; MacDonald's no ha desplazado por completo al bistró, pero su presencia en toda Francia es notable, como la de los anuncios de vacaciones en el Disneyworld local, y raros -o muy viejos- son los franceses que no hablan inglés, además quienes lo hablan no tienen el pesado acento que antes imponía tanta oscuridad a sus propósitos en ese idioma. Peor todavía, en París las tiendas y el metro huelen a bosque noruego.

La influencia cultural de Estados Unidos ha alcanzado a la política: es de aplaudir la decisión del presidente Sarkozy de formar un gabinete que incorpora a numerosas mujeres, algunas de ellas además pertenecen a minorías étnicas; pero si se trata de una política de cuotas, entonces estamos frente a un giro decididamente antirrepublicano -uno de cuyos principios es la igualdad de los individuos sin distinción de sexo ni de raza. La insistente presencia de Sarkozy en la televisión sugiere que utilizará el medio para afianzar su poder, en contraste con la ingenua desconfianza que, en cambio, le tuvo siempre el general De Gaulle. Los comentaristas discuten el papel de la first ledi, y se muestran tentados a mezclarse en la vida privada de sus políticos, a los que empiezan a tratar como celebridades (que la prensa francesa denomina gente people de la misma forma en que se refiere a la peopolización de la política) pese al riesgo de transformar la vida pública en el carrusel en el que danzan por igual las congojas de Michael Jackson y los pecados de Dick Cheney, o a la inversa. Inesperadamente, frente a esta avalancha han podido más Los Tigres del Norte y Pepe Aguilar que Juliette Greco.

 
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