Usted está aquí: domingo 29 de julio de 2007 Opinión Navegaciones

Navegaciones

Pedro Miguel

Del reality y sus alrededores

El poeta Césaire y el jesuita Mifsud

Una confesión de infancia

Esto empieza y termina con la foto de una escena muy triste: una docena de muchachas trastabillean mientras corren, o se van de boca al duro suelo, o están a punto de, con caras de angustia y dolor, afanadas por llegar a un listón rosado que representa la meta de una carrera. La información detrás de la imagen es simple: "Más de 100 mujeres participaron en una carrera de alto riesgo en las calles de San Petersburgo. Calzadas con tacones de nueve centímetros como mínimo -única condición para participar en el singular evento-, arriesgaron sus piernas y sus tobillos para intentar ser las primeras en cruzar la meta. ¿El premio? Un vale de compra de unos 2 mil dólares".

De seguro fue emocionante. A juzgar por la sucesión de gráficas, las participantes iniciaron la competencia con ánimo festivo. Los rostros radiantes fueron desdibujándose conforme se sucedían los accidentes, hasta llegar a la última foto, la que describí al principio. No hallé información sobre cómo acabó el concurso, una crónica posterior sobre la afortunada ganadora y su sesión de compras en el establecimiento que organizó la carrera, ni un recuento de moretones, raspones, luxaciones y fracturas. El asunto me hizo pensar en los chavitos que se acuestan sobre un charco de vidrios rotos en los cruceros de mi ciudad para concitar la lástima de los conductores o el morbo que vale un peso y, en general, en la abundancia de espectáculos en los que el principal valor de producción es el sufrimiento humano. Gugleé "reality show" y desemboqué en un texto del sacerdote jesuita Tony Mifsud, doctor en teología de la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y quien escribe cosas contra la legalización del aborto, las uniones entre personas del mismo sexo y la educación reproductiva laica y abierta. Me es difícil pensar en una pluma que me provoque desacuerdos más radicales que la suya; sin embargo, lo que cito a continuación me resultó esclarecedor:

"Curiosamente, el término reality show es contradictorio porque se juntan dos palabras que de por sí se excluyen. La realidad no es un espectáculo, salvo que la reduzcamos a una realidad virtual y hagamos de la vida un enorme teatro donde deambulan puros actores sin identidad propia. El espectáculo entretiene pero la realidad se vive, y a veces se sufre también. Reducir la vida a un mero espectáculo, donde te sientes mirado con indiferencia para que te aplaudan o te pifien, puede llegar a ser una enorme falta de respeto a las personas. [...] Ciertamente, hoy existe la tendencia a la cultura del espectáculo. Hemos mirado la Guerra de Golfo sentados frente al televisor; hemos visto la caída de las dos torres en Nueva York comentando con el vecino telespectador lo horrible que era; hemos visto con consternación la cantidad de bombas que cayeron sobre Afganistán. Hemos sido espectadores de tantas muertes, pero el día siguiente volvemos a nuestro trabajo como si hubiéramos visto una película. Parece que hoy por hoy todo es un show porque uno se siente juzgado por su apariencia, por lo que tiene y no por lo que es. [...] Los jóvenes públicamente enjaulados hacen de todo para tener éxito (aparecer y ganar plata). Y si se requiere hacer de la propia vida un espectáculo, bueno, igual que en la guerra, no hay reglas salvo la de ganar. Seguramente habrá otras opiniones favorables al programa, más bien subrayando el elemento del entretenimiento. Pero, ¿se puede negar que este tipo de programas reflejen y promueven de alguna manera una cultura del éxito y del espectáculo? Pero, ¿es la vida un espectáculo? ¿El dinero y los aplausos definen la propia vida?"

Mucho antes de llegar hasta el final de esa lectura, tenía ya instalado en la cabeza un fragmento del portentoso Cahier d'un retour au pays natal (Cuaderno de un retorno al país natal) de Aimé Césaire, el gran poeta martinico de la negritud:

Et surtout mon corps aussi bien que mon âme, gardez-vous de vous croiser les bras en l'attitude stérile du spectateur, car la vie n'est pas un spectacle, car une mer de douleurs n'est pas un proscenium, car un homme qui crie n'est pas un ours qui danse...

("Y sobre todo, cuerpo mío, y también alma mía, cuídense de cruzarse de brazos en la actitud estéril del espectador, porque la vida no es un espectáculo, porque un mar de dolores no es un escenario, porque un hombre que grita no es un oso que baila...")

Mi querida Françoise Pérus me regaló hace tres lustros la venerable edición bilingüe del Cahier... publicada por Ediciones Era en 1969, con prólogo y traducción de Agustí Bartra. Muchos años antes me ocurrió una anécdota que los tripulantes del blog (navegaciones.blogspot.com, donde están los links de esta entrega) ya leyeron allá; me disculpo por repetirla, pero a veces, malpensados, uno pone los huevos en el papel y es en el blog donde nacen los pollos; ésta vez fue a la inversa. Se llama "La caída", y aquí va:

Uno de los actos de sadismo que cometí en la infancia fue poner a uno que era más mi amigo que mi primo ante una disyuntiva desgarradora: "Si te comes un pedacito de caca te regalo mi radio portátil", le dije, llevado por un afán precoz de observar a un ser humano en una circunstancia límite, cómica y angustiosa; en una encrucijada entre la ambición y el asco, y ante la frontera de un terreno prohibido, todo eso a un tiempo. Para mi desdicha y la suya, y tras varios minutos de regateo por los términos del pacto (deglución o mera masticación, dimensiones y procedencia de la ingesta, tiempo de la degustación), mi compinche aceptó el desafío.

Pagué mi morbo con un aparato que para los niños de entonces era valiosísimo, algo así, supongo, como una consola de videojuegos en la actualidad. El permaneció varios días en un peculiar estado de zozobra, asaltado por náuseas súbitas y terribles ramalazos de memoria olfativa.

Ambos andábamos por los nueve años y en poco tiempo nos perdimos el uno al otro. De algún modo intuitivo nos dimos cuenta que habíamos estirado demasiado la liga de complicidad que nos unía y que habíamos traspasado los límites de la dignidad humana. De seguro él empezó a verme como un testigo indeseable de su humillación y tal vez yo lo percibí, desde entonces, como un recordatorio viviente de mi despotismo. El distanciamiento resultó inevitable y ya no supe si alguna vez escuchó música o transmisiones futboleras en aquel aparato de transistores.

Ahora me pregunto qué de bueno pueden sacar los que organizan, los que observan y los que protagonizan ceremoniales de degradación y daño como esos que la idiotez televisiva ha puesto muy de moda, precisamente en la línea de la carrera de San Petersburgo, en la que un centenar de muchachas se afanaron en pasar por un rompedero de huesos y por un reventadero de cartílagos para que una de ellas recibiera 2 mil dólares de vales de una tienda cualquiera.

Por eso, cuando me entero de estas actividades, evoco el día en que un amigo de la infancia y yo comimos mierda (no llegué a probar la física, pero no podía saber mucho peor que la espiritual, de la cual consumí una ración muy generosa) y siento una gran piedad por ambos, y una enorme vergüenza.

[email protected] * http://navegaciones.blogspot.com

 
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