Usted está aquí: domingo 29 de julio de 2007 Opinión La normatividad de la política

Arnaldo Córdova

La normatividad de la política

Enrique Dussel, como suele decirse, me agarró en curva. Publicó su artículo La ética y la normatividad de la política, en su primera entrega, el 23 de junio, justo el día en que yo emprendía un viaje a Europa. Antes de partir ya tenía definida una agenda de temas, de modo que ya no pude atender a mi amigo.

Dejemos de lado todas aquellas tonterías sobre la política como cloaca (si se ve a la política como es en los hechos, en todas partes del mundo, no habrá dudas al respecto). Vamos a lo que Dussel quiere: que veamos a la política como debe ser. Pues bien, para él hay un argumento clave para determinar los nexos de la ética con la política: ésta necesita de una normatividad para que no sea una cloaca, y esa normatividad la debe dar la ética. Es evidente que para Dussel la política es, ante todo, la política de la acción. También yo me refería a ella así en mi diálogo con José Agustín Ortiz Pinchetti, porque respondía a cuestiones concretas que él me había planteado, como lo hice notar en mi artículo.

Que la política necesita una normatividad y que, además, tiene sus reglas técnicas, es indudable. Pero no es la ética, como cree Dussel, la que las proporciona. Estas vienen de otro lado. En su gran conjunto, la política se integra por tres partes: el ámbito de la acción y la lucha política, un entramado constitucional y jurídico, y finalmente un complejo institucional organizativo. En todo ello, la ética no tiene nada qué ver. La ética, Dussel lo sabe, es una disciplina teórico-filosófica, y también un modo de vida del que aquella se ocupa, que mira a la determinación de lo que es el bien y el mal en la conducta de los hombres. En el mundo moderno, individualista y celular, se trata de algo que sólo concierne al individuo y, desde Kant, a su vida interior y no a su conducta exterior, como, en cambio, ocurría entre los griegos. Para Aristóteles, el fin de la ética es formar buenos ciudadanos. Eso ya no va con nosotros, porque la nuestra ya no es una sociedad comunitaria, como la antigua, sino, justamente, individualista y de privados.

Todos los filósofos, incluso los antiguos, nos dicen que definir el bien (y también el mal) es imposible, y ni Dussel podría decirnos lo que es (a menos que sea sólo lo que él cree que es para él). Por eso la política (como ciencia, como acción y como institucionalidad) no puede partir de una idea del bien que es inaferrable. Volviendo al tema de la normatividad, ésta la dan, en primer término, la Constitución y su derecho. Y si se le ve en el terreno de la práctica política, no puede por más de reducirse a mera técnica, y eso tampoco tiene nada que ver con la ética, y creo, más bien, que es la que menos tiene que ver con ella. Si Enrique sabe que el moderno es un Estado de derecho no tendrá objeción en reconocer que la política es también de derecho. Un Estado ético sólo lo pudo concebir Hegel (aunque también se le atribuye, injustamente, desde mi punto de vista, a Rousseau), pero ni él habló de una política ética.

Ya en ocasión de la presentación de un libro suyo, a la que amablemente me invitó (fue, precisamente, Etica de la liberación), hice notar a Dussel (tal vez ya no lo recuerda) que transformaba los valores de la política en valores éticos, sin partir de una adecuada y clara definición de la ética y sin mediación teórica alguna. Y en su artículo vuelve a hacer lo mismo. El espacio es breve, así que sólo quiero citar el más emblemático. Dice, en efecto: "¡En política debemos todos luchar por producir, reproducir y desarrollar institucionalmente (por la ecología, la economía y los diversos niveles culturales) la vida de los ciudadanos, superando el nacionalismo y teniendo a toda la humanidad como última instancia!" Mi querido Enrique, eso no tiene nada de ético y no es más que un buen deseo presentado como un deber ser. Si queremos ser generosos, podríamos decir que tras ese pronunciamiento se escondería muy a la distancia el más alto valor de la política, el consenso popular, que no dice que todos debamos ser buenos sino, simplemente, que todos debemos ponernos de acuerdo.

La política también tiene sus valores, y son muchísimos, aparte del ya mencionado del consenso popular, y ninguno proviene de la ética, sino de la práctica histórica de la política: libertad, igualdad, justicia social, respeto de los pactos, defensa del trabajo, patriotismo nacional, cosmopolitismo ilustrado, igualación de la mujer con el hombre, protección a la juventud, derechos humanos, derechos de la minorías y tantos y tantos más, a cuya lista Enrique Dussel podría agregar muchos otros. Si algo norma la ética eso es la vida interior de los individuos, incluida la de los políticos, en la que, por lo que podemos ver, la ética no resulta muy eficaz que digamos.

Si para Enrique Dussel la ética representa el deber ser en todos los aspectos de la vida social y de los individuos, como pregona en su artículo y en algunos de sus libros, me parece que está siendo arbitrario en exceso. En su artículo no menciona ni una sola vez el derecho. Eso es muy grave. Si hay una disciplina y una práctica normativas por excelencia son las del derecho. Como Kant nos enseñó y no me ha convencido ninguno de los que en ese sentido se le han opuesto, el mundo de la política y del derecho está en la vida social exterior, en el mundo de las relaciones humanas; el de la ética está en la vida espiritual de los hombres, en su vida interior, y tiene siempre que ver con su deber de ser buenos, dejando a su criterio, como también lo enseñó Kant, decidir lo que es bueno o malo. Por eso decía el gran filósofo que todos debían convertirse en legisladores de sus actos.

Terminaría tratando de poner en claro lo que tal vez no lo fue mucho en mi diálogo con José Agustín: no es que los políticos puedan hacer todo lo que les venga en gana, ser sucios, corruptos y cometer toda clase de crímenes. Lo pueden hacer mientras no se les descubra. El derecho existe para castigar precisamente ese tipo de actos reprobables. Pero no porque sean malos, sino porque violan la ley del derecho, no las leyes de la ética. Todo está, precisamente, en vigilar a nuestros políticos y no dejarlos hacer de las suyas, impedirles que cometan fechorías y, en todo caso, como suele decirse, aplicarles todo el rigor de la ley y conducirlos ante los tribunales para que paguen por sus delitos. Con la ética no los vamos a reformar ni a cambiar. Con el derecho, por lo menos, los podemos obligar a actuar de acuerdo con el interés general. A la ética, como le dije a José Agustín, hay que dejarla en casa. Con toda mi amistad, mi querido Enrique.

 
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