Usted está aquí: domingo 29 de julio de 2007 Opinión Veloz y fatigada

Bárbara Jacobs

Veloz y fatigada

La razón por la que la viuda Adela se fue del país, medio inválida según la dejaron las ex alumnas y nacientes biógrafas de su esposo, Pablo Lunas, profesor de literatura de preparatoria, escritor frustrado y suicida, no la conoceremos nunca, pues, aunque encapsulable en el "no me hallo" mexicano, fue íntima y sin duda compleja. En cambio, la sucesión de sinrazones que la ocuparon el día de su partida bien podría ser documentada.

Antes de que a primera hora la mudanza recogiera sus pertenencias, movida por un impulso hurgó en baúles y bultos determinada pulsera de plata hindú que quería ponerse, un talismán en honor de su sobrina Elisa, que se la había regalado y que le había prometido despedirla esa noche en la estación de trenes. Pero no la encontró. Y, al ver a los cargadores vaciar su casa y empaquetada acomodarla en el interior del camión, sintió que, a pesar de la maleta que llevaría personalmente consigo, no le quedaba ni suerte con que enfrentar los últimos quehaceres que se proponía cumplir para partir lo menos intranquila posible.

Desanimada, se frotó la muñeca derecha desnuda y cerró la puerta de su cabaña. En taxi, tras una escala en una tienda, se dirigió a la notaría. Entre otros clientes, esperó turno, tanto rumiando que en su testamento dejaría de herederos a sus dos sobrinos como acallando los sollozos que se le escapaban al pensar en su propio hijo, su esposo y su hermana, muertos. Pero la llamada de la secretaria interrumpió su melancolía y la regresó a la realidad. Igual que cualquiera que llegara a esas oficinas, Adela debía dejar con la recepcionista una identificación para poder pasar con los notarios, Doce o Sencillo, con quienes no debía demorarse. A ella no necesitaban apurarla. Firmó, recuperó la credencial y el taxista la ayudó a acomodarse en el asiento del coche, que de inmediato puso en marcha.

El sicoanalista la recibió sonriente, pero ella no jugó a preguntarle si la inusual jocosidad se debía precisamente a que ésa era la última sesión. En vez de esto, le contó un sueño. En él, por azar ella oía a su maestro de acuarela referirse en calidad de "pura porquería" a los trabajos que sus alumnas habían sometido a un concurso del que él era jurado. "Qué mal me sentí", comentó Adela; "me taché a mí misma como si hubiera sido una de mis propias acuarelas." Y acto seguido comunicó al doctor que de recuerdo de lo que había sido su vida quería empacar un látigo. "O fuete. ¿Cuál es la diferencia? ¿O será un silicio lo que quiero? ¿Con qué se torturaban los santos? ¡Qué ocurrencia, distinguir con la santidad a alguien que se autoflagela! Pero yo me arrepiento tanto de mi pasado, de lo complaciente que fui con tal de ser querida que, sin que aspire a santificación ninguna, querría castigarme."

-No ha hecho otra cosa -interpuso el médico-; lleva un buen rato azotándose a latigazos. ¿Cree que el día llegará en que su búsqueda de afecto se satisfaga?

Al acabar los minutos de tratamiento prescritos el abrazo que se dieron fue tan fugaz que a Adela no llegó a parecerle ni siquiera formal; la dejó en suspenso, en el mismo impasse en que la había dejado cada diferente etapa de su vida. "Sin conclusión", pronunció ya al salir, pero con voz lo suficientemente alta para que el analista oyera. "Por una vez me atrevo a decir lo que pienso a riesgo de todo y sin procurar la aprobación de nadie."

Al reacomodar el contenido de la maleta por la que regresó a su casa, encontró la pulsera y suspiró de alivio al abrochársela. Al cruzar la carretera para entregar las llaves al viejo vecino y nuevo propietario, recordó que Pablo contaba a su niño que en el sótano había un tesoro enterrado, y vacilaba entre sorprender al desde ahora dueño con la frase, "Derrumbe la casa y busque el oro", cuando la interceptó un barrendero que por un precio que él mismo iba disminuyendo le ofreció una cadena de oro encontrada en la basura. Incrédula, ella le dio un billete, y asqueada guardó la cadena entre los cosméticos específicos contra los efectos de la vejez por los que había pagado 20 veces más.

En camino a la estación, el estallido de una pipa de gas prácticamente a su lado fue un obstáculo que amenazó con imposibilitarle viajar; otro fue que la credencial con la que pretendió recoger su billete no era la suya. No consideró mal augurio que su sobrina no apareciera a despedirla; pero le dolió que hubiera sido así.

 
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