Usted está aquí: lunes 6 de agosto de 2007 Cultura De ratones y hombres

Hermann Bellinghausen

De ratones y hombres

La sospecha de que fueran ratas, aún con la atenuante de ser campestres y no de coladera, me desazonó bastante. Las conozco, sé de lo que son capaces; anidan a lo grande, y rinconeras como son, y rápidas, se creen invulnerables. Llegan a parecerlo. Combatirlas conduce tarde o temprano a un desagradable cara a cara donde gana la escoba que tenga más cerdas las cerdas.

Por eso no me fío de las filosofías que se traen ahora los estudios Disney, por más que Ratatouille sea una película sensacional y simpática que pone a las ratas a nivel gourmet con su ingeniosa adaptación para niños de El perfume, de Patrick Süskind, como ya señaló el crítico Carlos Bonfil en estas mismas páginas.

La señora estaba convencida de que eran ratas. Comían calcetines, madera y jabón, perforaban las bolsas de pasta y azúcar, y por todas partes orinaban. De manera unilateral la señora decidió un día poner veneno, como es lo habitual e higiénico, aunque va contra mis principios de corte ambientalista. Cadáveres nunca vi, pero las invasiones cesaron.

-¿No serán ratones nada más? -aventuré con cierta esperanza.

-Qué va. Se lo digo, son ratas.

Pasaron algunas semanas.

He compartido el techo con un tlacuache. Con las arañas, que abundan, mantengo un pacto desde hace años (lo malo que la señora no, y viola la tregua cada ocho días, aunque admito que gracias a esa traición no vivo entre telarañas, que al menor descuido generalizarían su trama en la atmósfera doméstica; en esto reacciono como los políticos cuando fingen que la represión son los otros y se hacen patos). Los saltapared empollan en las cornisas sin molestar ni ser molestados. He combatido cuerpo a cuerpo con las avispas y las hormigas coloradas. Las pequeñas bestias no me espantan.

Bueno, eso creía. Cuando reaparecieron los saqueos y las pepitas de caca negra desaté yo mismo la guerra químico-biológica. Y fui encontrando con satisfacción las primeras víctimas. Puro ratón. Una noche, como tantas veces, caí dormido sin darme cuenta, los zapatos puestos y la luz prendida. Algo en el brazo me despertó, suéter de por medio. Abrí los ojos y por un microsegundo vi unos ojitos negros, tan aterrados como los míos, que luego volaron por los aires al yo manotear frenéticamente. Con una chingada.

Esas cosas suceden muy deprisa, se escapan los detalles. Me senté en el catre. El ratón fue a chocar contra la cortina chorreada, y se prendió a ella con agilidad de gato. Qué paradoja, ¿no? Aún en vilo recobró la compostura antes que yo y dijo:

-Qué pedote me sacaste.

-Mira quién habla -repliqué ante su descaro.

Descendió por los pliegues de la cortina, corrió hasta la mesa de libros en proceso de lectura, la escaló y se sentó frente a mí sobre un ejemplar de Elogios, de Saint-John Perse, en la nueva traducción de José Luis Rivas. ¿Dije se sentó? Cálmate, Walt Disney. Pero sí, tomó asiento, y sus patitas traseras colgaron un poco (no es un libro grueso). Se puso cómodo. El incómodo era yo. Se trataba de un animal pequeño, y debo reconocer que tierno, de un gris intenso y limpio. Nacido en la milpa de seguro. Es de allí que llegan a la casa. Sus ojos eran azabache, y sus bigotes, elegantes.

-Qué gacho tu veneno. Ya eliminaste a varios parientes míos.

-También ustedes. Se pasan. Tuve que tirar las sopas en polvo y el pan transgénico del osito blanco.

-Tenemos hambre -dijo en tono chantajista y cínico. Se burlaba de mí. Decidí contratacar.

-¿Qué tienes contra John Ashbery?

No se la esperaba. Humedeció su naricita, titubeó. Aproveché la ventaja:

-En cuanto ustedes, los roedores, reanudaron las incursiones (y aquí entre nos no negaré mi alivio de ver que se trataba de ratones y no de ratas), revisé los libreros, y el único volumen que encontré significativamente roído fue Your name here, de Ashbery. Ya habías avanzado sobre la foto de la contraportada. ¿No sabes que Harold Bloom lo compara con Yeats y Wallace Stevens? En mi opinión exagera, pero aún así.

-¿Cómo crees? Debió ser alguien más -se defendió. No le creí. En todo caso, ¿cuál era la diferencia? "Todos los ratones son iguales", pensé como policía racista, pero me arrepentí.

-¿Entonces qué? -solté.

-¿Qué de qué?

-¿Nos arreglamos, o seguimos a raticidas y ratoneras, y hasta me traigo los gatos del vecindario?

El sabía tan bien como yo que nadie podía ganar el combate. Ríete de Irak. Fue entonces que platicamos. Largo. Quedamos que el entretecho y las cornisas eran de ellos. Podían usar las vigas como puentes. Y nada de merodear la cocina (la condición más difícil). Para sellar el acuerdo le serví una copita de vino, chiquita, que le soltó la lengua, confesó secretos de las estrategias de infiltración ratonil y acabó recitando la mitad de Memorias del imperialismo, de Ashbery. Precisamente las líneas que se había comido, el muy cabrón. Se delató pues, pero ya entre cuates esa la dejé pasar.

 
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