Usted está aquí: domingo 12 de agosto de 2007 Cultura Autor en busca de empleo

Bárbara Jacobs

Autor en busca de empleo

Por más feliz que esté en un jardín no sería jardinera. Me dan horror los insectos y ensuciarme las manos. No soporto la tierra debajo de la punta de las uñas y no he encontrado botas de hule que, aparte de quedarme, me parecieran bonitas. Estoy dominada por la idea de que el Sol daña y ponerme un sombrero me causa problemas. Se me aplasta el pelo y me siento fea, y al encasquetármelo tampoco he dado con la forma de ladeármelo para evitar verme espantosa. Hay gente que, póngase lo que se ponga sobre la cabeza, sombrero, gorra, pañoleta o lo que fuera, se ve atractiva y graciosa, pero no soy una de ellas. Las envidio y sueño con juntar un libro de las fotografías de aficionada que les he tomado, porque el tema me divierte y me interesa. Mojarme los pies me da terror, aunque de niña, a propósito, me los mojaba para provocarme gripa y no ir al colegio.

Sin embargo, cuando más nerviosa he estado, la imagen de mí que más me calma es verme regando las plantas, oliendo la tierra mojada, viendo el brillo que da el agua a las hojas y los troncos de los árboles, a las ramas, las flores, las plantas, la hierba y el pasto. En idea, me encanta regar. Me gustan las mangueras y los diferentes regadores, y me encanta imaginar lo que se siente al clavar el tenedor de jardín en la tierra y empujarlo más adentro con la suela del zapato. De hecho, todas las herramientas que usan los jardineros me atraen y no vislumbro una casa sin ellas, incluso la vestimenta de un jardinero, las largas capas de hule, los guantes gruesos. La variedad de podadoras, el diferente sonido que hacen al estar en marcha. No hay como este conjunto en movimiento para lanzarme a recordar y a soñar. Todo atractivo y emocionante, saber cuándo dan fruto los árboles frutales o flores las plantas que dan flor; saber que es mejor regar antes de que salga el sol o después de que se hubiera puesto. Arrancar las frutas maduras, estirándote o usando ganchos especiales. O trepado en alguna escalera y amontonándolas en canastos. O agachándote en cuclillas y arrancando zanahorias. Pero aquí empiezo a flaquear, porque aunque hubo huerto en el jardín de mi infancia, no recuerdo haber visto nunca al jardinero arrancando las zanahorias y ni siquiera sé si lo que asoma es hoja o la punta de la zanahoria, es más, ni siquiera sé qué es la zanahoria, si tubérculo, fruta o verdura, ni por qué hay verduras que de verde no tienen sino el nombre. Sé que el cultivo de los jitomates es muy difícil, pero también sé que hay jardineros intuitivos que, por ignorar lo difícil que es que se les dé un jitomate, se les da. De ellos se dice que tienen buena mano.

Nunca se sabe. A pesar de que a mí me dijeron que tenía manos de pianista, cuando estudié piano no logré pasar de las escalas, si bien soñaba con dominarlas y convertirme en concertista. Eso sí, desde que empecé sola a escribir a máquina, y luego incluso con aprendizaje formal de mecanografía, ante el teclado me sentía pianista, aplicaba sobre las teclas lo que había aprendido al estudiar piano, desde la posición de los dedos hasta esa manera de relajar las manos antes de empezar. Levantarlas con no sé qué impulso para suavemente luego dejarlas caer en su lugar. O cuando terminas la parte o la pieza y de nuevo las levantas, o las manos como que levitan, a donde las dejas caer, otra vez con suavidad, es sobre los muslos, y las haces descansar una sobre otra. Llega a ser fascinante, misterioso, un asunto como de iniciados al que no cualquiera puede acceder.

Escribir a máquina es igual a tocar el piano, sin duda, pero para un escritor es mejor, sobre todo si frente a las teclas blancas y negras de un piano no logró pasar de la primera lección. En estos días llegué a extrañar tanto la primera máquina de escribir que tuve, que no descansé hasta dar con ella. Estaba arrinconada en la repisa inferior de la barra de la cantina en la vieja casa de mi infancia, oscura, su estuche pegajoso por el polvo acumulado. Fue un regalo a mis 10 u 11 años. En ella hice tareas escolares y en ella escribí el primer cuento que escribí, cuando ni siquiera sabía que eso era un cuento ni imaginaba que la conciencia de que quería ser escritora pronto iba a despertar en mí. Antes, en síntesis, de enterarme de que esta vocación corría pareja con una que otra polémica, como la que plantea si se debe vivir de escribir o no, o en qué es mejor emplearse para preservar tu arte, inmemoriales todas, y sin respuesta.

 
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