Usted está aquí: domingo 19 de agosto de 2007 Opinión El porqué del Informe presidencial

Arnaldo Córdova

El porqué del Informe presidencial

Los oropeles faraónicos del presidencialismo autoritario que nos gobernó durante más de 80 años hicieron que en este país se olvidara la naturaleza y la esencia constitucional del deber del Ejecutivo de informar a la nación, por medio del Congreso, sobre sus actos de gobierno. El Informe de gobierno devino simplemente un acto protocolario de lucimiento del presidente, un acto sin ningún valor institucional. En los años 50 se le calificaba como "la danza de los millones", cuando todavía no era fácil contar en miles de millones el gasto público.

Eso que ahora se suele llamar "rendición de cuentas", y que antes decíamos informar, por parte del Ejecutivo, es un acto institucional esencial en todo régimen estatal de división de poderes. Y no sólo es una rendición de cuentas. Es varias cosas a la vez, e implica muchas otras más: es, ante todo, una forma de control político de parte del Legislativo sobre todos los actos (y no sólo los que se refieren al ejercicio del presupuesto) del presidente y su administración. Muchas veces se olvida para qué el Congreso, en sus dos cámaras, debe aprobar una ley especial para el ejercicio del presupuesto. En su informe, el presidente debería hacer patente, en primer lugar, que cumplió con los mandatos de esa ley y, también, que usó como estuvo programado los dineros y los bienes que se pusieron a su disposición.

El presidencialismo, en todas sus formas, es responsable de que esa rendición de cuentas se haya convertido en un mero acto de lucimiento. En los regímenes parlamentarios es obligatorio informar cada vez que el Parlamento lo solicite. Los estadunidenses fueron los primeros en convertir el informe a la nación en un acto solemne, y de que perdiera las características que tiene en los regímenes parlamentarios. No hay discusión ni modo de que el Parlamento cuestione lo informado por el presidente. Para desempeñar su verdadera función de control político de los actos de la presidencia, los congresistas deben tener al presidente enfrente, cuestionarlo, e incluso rebatirlo. Se trata de saber, nada menos, si el Ejecutivo gobernó bien o no lo hizo.

Por supuesto que en estos tiempos hablamos de una administración gigantesca. Los congresistas no pueden escuchar y luego discutir y rebatir. Lo más cuerdo sería que el presidente, como lo manda la Constitución, entregue al Congreso su informe por escrito y luego se dé un plazo al Congreso para que lo analice y después lo pueda discutir con el titular del Ejecutivo. Por cierto, lo más absurdo que hemos podido ver en los últimos tiempos es poner a hablar a los congresistas antes de que el presidente se presente a rendir su informe. En la Constitución de 1917 (artículo 69) se estableció que el titular del Ejecutivo presentaría su informe por escrito. Pero luego no determinó qué seguía. En la Constitución de 1857 (artículo 63) se impuso que el presidente pronunciaría un discurso dando cuenta del estado que guardaban los asuntos públicos, como en el sistema estadunidense.

En el texto original de nuestra actual Carta Magna se estableció también que para atender su facultad de convocar al Congreso o a alguna de sus cámaras, el presidente debería asistir para exponer las razones de su convocación. Luego esta disposición se eliminó para dejar a cargo del presidente de la Comisión Permanente tal obligación. El artículo 93, de su lado, impuso la obligación de que, luego de abrirse el periodo ordinario de sesiones, los secretarios de Estado deberían informar al Congreso de la situación que guardaran sus respectivos asuntos. Se agregó la facultad de las cámaras de convocar a los mismos secretarios para que informaran cuando se discutiera una ley concerniente a los negocios de sus respectivas carteras. No hay otra relación entre el Ejecutivo y el Congreso o sus órganos. Siempre me he preguntado por qué los secretarios deben informar al Congreso o a una de sus cámaras si no son responsables ante ellas y son sólo empleados de su jefe. Eso debería corresponder al presidente, que sí es responsable ante el Congreso.

Tenemos la vía despejada: el presidente debe presentar su Informe por escrito y esperar a que el Congreso lo analice y, luego, establecer el método en el que los legisladores y el titular del Ejecutivo lo discuten (esto último no está establecido en la Constitución ni en ninguna ley, y deberá hacerse). Está bien, por lo demás, que el presidente informe periódicamente (cada año) de su gestión; pero debería obligársele también a acudir al Congreso cuando, de común acuerdo y siempre sobre la base de mayorías calificadas, las dos cámaras acordaran convocarlo para informar sobre asuntos de suma gravedad. También podría informar personalmente por escrito cuando el Congreso o una de sus cámaras se lo solicitara. Al presidente hay que dejarlo gobernar, pero hay que tenerlo sometido a un escrutinio razonable, para evitar los abusos del poder, que en ningún otro departamento son tan frecuentes como en los actos del Ejecutivo.

Informar por parte del Ejecutivo al poder encargado de vigilar y controlar sus actos, el Legislativo, tiene, además, otros significados de la mayor importancia. Aparte de su facultad constitucional de presentar iniciativas de ley, el Informe debería ser, por parte del presidente, si no llega sólo a adornarse y a justificarse, la oportunidad para plantear al Congreso proyectos de reforma institucional o reclamos de nuevas leyes que haya encontrado necesarias para cubrir o llenar lagunas o vacíos con que se ha topado en su gestión. Los presidentes están acostumbrados a proponer nuevas leyes sólo cuando el agua les llega al cuello. Sus informes deberían ser una evaluación que el presidente debe hacer de todo el sistema institucional que lo obliga y que él maneja. Son la ocasión perfecta para que el presidente diga qué funciona y qué no funciona bien de acuerdo con su experiencia de gobierno.

Para que el sistema de división de poderes funcione bien, debería, además, suprimirse la facultad de veto que el Ejecutivo tiene sobre los actos del Legislativo. Esa es una invención de los estadunidenses que, en los hechos, permite al presidente anular las facultades del Legislativo o, de plano, someterlo a su voluntad. Además, no hace falta. Hemos introducido un instrumento que, si se le perfecciona, puede servir para que el Ejecutivo no anule arbitrariamente las decisiones del Legislativo: la controversia constitucional, sobre la que el otro poder, el Judicial, decidiría. El Ejecutivo no debe controlar al Legislativo, porque anularía su función esencial, que es la de darnos leyes. Pero el Judicial ejerce lo que llamamos control constitucional sobre los actos del Legislativo. Sólo haría falta dar al Judicial términos perentorios para que decida.

 
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