Usted está aquí: domingo 19 de agosto de 2007 Opinión Durmiendo junto al enemigo

Morris Berman

Durmiendo junto al enemigo

La editorial Sexto Piso pondrá en circulación en breve una tercera edición de un clásico contemporáneo: El crepúsculo de la cultura americana, que incluye el ensayo Localizando al enemigo y del cual presentamos, a manera de adelanto, un fragmento con autorización de los editores, quienes apuntan: “Desde las entrañas mismas del imperio yanqui surge una voz que arremete sin piedad contra la autocomplacencia y la estupidez que, día a día, se apoderan inexorablemente de los ciudadanos estadunidenses. Morris Berman es quien profiere esta devastadora crítica. Sin embargo, representa también un lamento por los buenos tiempos pasados, cuando Estados Unidos mantenía una cultura de calidad, que hoy en día es una atroz caricatura de lo que fue. Berman hace la analogía con el imperio romano del pan y circo, sólo que en el caso de Estados Unidos la estulticia se encarna en la glorificación de los valores corporativos, en el consumismo y entretenimiento masivos, en pocas palabras, en todo lo que proyecta la llamada cultura McWorld”

Desde el punto de vista temático, hay varias formas de mirar la historia estadunidense. Quisiera examinar aquí una vertiente en particular, que quizá pueda resultar extraña para un historiador, puesto que es tan espiritual o metafísica como social o política.

El sicólogo Ralph White, hace muchos años, describió la historia como “lecciones de sicología mediante ejemplos” y es algo de esa naturaleza lo que me gustaría desarrollar aquí.

La cuestión fundamental de la revolución estadunidense fue el rechazo de Inglaterra y del resto de Europa, del mundo feudal de jerarquía, privilegio y, en general, intolerancia religiosa. La nuestra sería una sociedad igualitaria en la que las oportunidades de progreso estarían al alcance de todos (desde luego, exceptuando esclavos, mujeres y nativos americanos, pero cuando se produjeron sus movimientos de emancipación, fue en nombre de este principio).

El Viejo Mundo representaba todo lo que el nuevo rechazaba y así la república se basó, desde el principio, en la premisa del rechazo de otra cosa, lo que el filósofo alemán Hegel definiría más tarde como “identidad negativa”. La identidad negativa es un fenómeno mediante el cual te defines a partir de lo que no eres.

Esto tiene grandes ventajas, especialmente en cuanto al endurecimiento de las fronteras sicológicas y la fortificación del ego; se puede movilizar una gran cantidad de energía apoyándose en este principio, y la nueva nación ciertamente lo hizo. De hecho, 100 años después de firmar la Declaración de Independencia, Estados Unidos producía 50 por ciento del total de manufacturas mundiales; estoy seguro de que todos estaríamos de acuerdo en que es algo muy impresionante. Sin embargo, el lado negativo, como advirtió Hegel, es que esta forma de producir una identidad para uno mismo nunca te dice quién eres en realidad, en el sentido afirmativo. En resumen, deja un vacío en el centro, de forma que siempre tienes que estar en oposición a algo, o incluso en guerra contra alguien o algo, para sentirte real. Así que algunas preguntas que nos podemos hacer sobre la historia estadunidense son ¿cómo se llenó ese vacío, durante los pasados 230 años (o más)?, ¿qué tanto eran en realidad una amenaza las naciones o ideologías a las que decidimos oponernos?, y ¿cuál es, en última instancia, el resultado final de todo esto?

1. Una de las cuestiones más curiosas de Estados Unidos es que las voces genuinamente alternativas sólo son escuchadas muy de vez en cuando. Casi nunca se formulan preguntas realmente fundamentales, y desde luego, no lo hacen las cadenas de televisión o la prensa mainstream. Piensen en los debates presidenciales de 2004. Los dos candidatos parecían estar en extremos opuestos del espectro político, y los medios de comunicación estaban sin duda de acuerdo con esta percepción, al presentar la alternativa como si fuera algo radical, relacionada con dos visiones del futuro estadunidense esencialmente distintas. Sin embargo, aunque John Kerry y Bush se batían enérgicamente ante los ojos de todos, a la hora de la verdad los enfoques de política exterior de ambos eran diferentes en cuanto a forma, pero no en contenido; y, en general, fue sorprendente lo poco que se trataron los asuntos fundamentales.

Nadie –incluyendo a los que hacían las preguntas– utilizó las palabras “imperio” o “colonialismo” o hizo alusión al apoyo estadunidense a la ocupación israelí del territorio palestino, o siquiera mencionó Abu Ghraib o las Convenciones de Ginebra.

Nunca se presentó ante los electores estadunidenses la decisión de si Estados Unidos debía seguir una política imperial o rechazarla; tampoco se hizo mención de la “realidad” fundamentada en la fe contra la evidencia empírica como el criterio más adecuado para el discernimiento de la verdad. Kerry evitó de manera escrupulosa cualquier referencia a nuestra estrecha relación con el régimen represor y corrupto de Arabia Saudita o al Project for the New American Century, que abordaré más adelante, conformado por un grupo de neoconservadores que planearon la guerra en Irak desde 1990. Ningún candidato habló sobre fuentes de energía alternativas o del hecho de que no podemos esperar tener un suministro indefinido de petróleo. Si se analiza bien, en realidad no hubo mucho debate.

Consideren también el hecho de que el New York Times, típicamente considerado como el bastión del llamado establishment liberal, en realidad nos condujo hacia la guerra de Irak de 2003 al publicar casi a diario reportajes de primera plana dudosos (es decir, sin verificación alguna) sobre armas de destrucción masiva justo antes de la guerra, como varios académicos y analistas de noticias, incluyendo el propio columnista del Times, Frank Rich, demostraron posteriormente. En la fase previa a la guerra, la única revista de noticias importante que argumentaba que todo era un gran engaño, “precocinado”, como dijo posteriormente Patrick Buchanan, era The Nation, que llega a aproximadamente cien mil lectores. En American Exceptionalism, el sociólogo Seymour Martin Lipset señala que mientras que tanto en Estados Unidos como en Europa occidental eres libre de criticar al gobierno por sus políticas, sólo en Estados Unidos te tachan de “no estadunidense” por hacerlo y se cuestiona abiertamente tu lealtad. Advierte que un crítico europeo nunca sería etiquetado por sus oponentes como “no sueco” o “no italiano”, por ejemplo; pero en Estados Unidos este vilipendio de los disidentes es muy común, y se remonta mucho tiempo atrás. “Los que se quejan de la vida estadunidense”, escribió Ralph Waldo Emerson, “no son estadunidenses”. En otras palabras, decimos que disentir es patriótico, que es crucial para una sociedad democrática, pero en buena medida es pura hipocresía. Cuando alguien en verdad lo pone en práctica e intenta ventilar una crítica fundamental, lo etiquetamos como deslealtad o traición, o simplemente lo ignoramos.

Los años de Vietnam fueron un ejemplo perfecto de esto (en especial los primeros), cuando las multitudes gritaban “love it or leave it” a los manifestantes antibélicos quienes, en retrospectiva, demostraron tener toda la razón en su acusación de que el gobierno mentía al pueblo estadunidense y de que en realidad no tenía la menor idea de lo que hacía en el sureste de Asia.

Nunca me di cuenta de que ésta era una reacción religiosa, que es en realidad a lo que voy aquí. Recuerdo una ocasión, en la primavera de 2004, en que paseaba por Connecticut Avenue, en Washington, DC, con una amiga, una mujer de treinta y pocos años que trabajaba como editora para un instituto científico, y que es muy inteligente. Hablábamos sobre la próxima elección presidencial y le dije que dada la naturaleza de la administración Bush-Cheney, no me sorprendería que estuvieran pensando en cómo utilizar la posibilidad de un ataque terrorista para cancelar o posponer esa elección; y añadí que dada la absoluta falta de reacción del pueblo estadunidense ante las recientes revelaciones sobre Abu Ghraib, dudaba que al electorado le importara mucho. En ese momento se puso como loca y empezó a gritarme, en la calle, que estaba loco y que si pensaba tan mal de Estados Unidos por qué no me iba del país. Ese fue, lamento decirlo, el fin de nuestra amistad. Jamás volví a saber de ella. Desde luego, como la mayoría de ustedes probablemente saben, el 19 de julio de ese año, la edición internacional de Newsweek publicó la historia de que durante varios meses la Casa Blanca había discutido la posibilidad de suspender la elección con el Departamento de Justicia; y la reacción ante esa revelación fue –como en el caso de Abu Ghraib– de absoluto silencio. Pensé en enviarle por correo electrónico el artículo a Sara, pero me di cuenta de que no tenía caso: lo que operaba aquí era una especie de religión y, como siempre sucede, la razón no puede competir con ella. Algo muy similar me sucedió el año pasado cuando me entrevistaron estaciones de radio conservadoras debido a la publicación de mi libro Edad oscura estadunidense. En una ocasión, cuando mencioné que la guerra en Vietnam nos había costado dos tercios de billón de dólares, en dólares de 1967 , el conductor del programa empezó a insultarme al aire gritando que habíamos perdido la guerra por “los hippies y los comunistas”. Me detuve un instante, respiré profundo y después le dije que no conocía a ningún gran historiador estadunidense que estaría de acuerdo con ese juicio; ante esto, mi “entrevistador” colgó el teléfono. Como documenta el historiador Loren Baritz en su triste y brillante estudio sobre Vietnam (Backfire): “Los mitos no ceden ante los hechos”. Más bien, prosigue, “yacen debajo de la superficie, alojados en el torrente sanguíneo más que en la mente, en la atmósfera nacional antes que en políticas específicas”. Para ser más precisos anatómicamente, se alojan en el cerebro límbico, no en los lóbulos frontales; pero esta metáfora, de pensar con la sangre, es muy buena.

 
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