Usted está aquí: martes 21 de agosto de 2007 Política El Plan México: militarización, daños colaterales y soberanía

Carlos Fazio

El Plan México: militarización, daños colaterales y soberanía

Tras varios meses de incertidumbre, el procurador general de la República, Eduardo Medina Mora, confirmó a mediados de agosto, que en el marco de la “guerra” a las drogas, el crimen organizado y el terrorismo, México y Estados Unidos vienen negociando un multimillonario paquete de seguridad similar al Plan Colombia. Sin revelar mayores datos, dijo que “algo tarde o temprano se aplicará” en México y que la asistencia estadunidense superará los alcances del Plan Colombia. Admitió, también, que el acuerdo contempla cursos de capacitación y el suministro de equipo y tecnología militar.

Las declaraciones del funcionario se produjeron un día después de que el Departamento de Estado estadunidense confirmó al diario The Washington Post que el plan de ayuda, estimado entre 700 y mil 200 millones de dólares para los dos primeros años de ejecución, incluiría tecnología para espionaje y vigilancia –entre la cual destacan equipos para intercepciones telefónicas y radares para rastrear envíos de traficantes por aire–, aeronaves para transportar grupos de elite, así como “diversos tipos” de entrenamiento militar y policial. Incluso, algunas fuentes mencionaron que se estaría negociando la “donación” de siete helicópteros Black Hawk artillados, ideales para el transporte de las tropas, y un incremento de recursos para el desarrollo de centrales de inteligencia.

Medina Mora, quien eludió referirse al contenido del plan –mismo que ha sido manejado por el gobierno mexicano en medio del mayor sigilo–, aseguró que “no habrá, bajo ninguna circunstancia, una injerencia externa” y que “la conducción operacional” estará a cargo de efectivos mexicanos. Los señalamientos del procurador general de México fueron una respuesta implícita a la información proporcionada por The Washington Post, según la cual quedan por definir algunos “puntos delicados”, en particular lo que tiene que ver con la presencia de instructores militares estadunidenses en territorio mexicano.

Rodeada de gran secreto, la negociación de lo que ha dado en llamarse Plan México se inició en enero pasado e involucra a distintas instancias del gobierno estadunidense (los departamentos de Estado y de Justicia, la Secretaría de Seguridad Interna, el Pentágono, la CIA, la FBI, la agencia antidrogas DEA) y al Congreso, y a la Secretaría de la Defensa Nacional, la Marina de Guerra, la Secretaría de Seguridad Pública, la Procuraduría General de la República y el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) por la parte mexicana. El plan fue afinado en marzo pasado, durante la visita del presidente Bush a Mérida, y en mayo funcionarios mexicanos del área de seguridad se reunieron en Washington con la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, y fijaron los términos de un memorando de entendimiento, que contendría objetivos, metas, mecanismos y recursos.

Desde un principio quedó establecido que los costos de la “colaboración” correrán por cuenta de Washington y, pese a los desmentidos de Medina Mora y de la canciller de México, Patricia Espinosa, se trata de asistencia militar y policial condicionada. Dados los elevados montos de la subvención, que podría ascender a mil 200 millones de dólares en los primeros dos años –cifra varias veces superior a los 45.67 millones de dólares de la ayuda antinarcóticos y antiterrorista de los acuerdos bilaterales vigentes–, el presidente Bush se verá obligado a llevar la aprobación de los fondos a votación del Congreso, en el corto periodo que se abre en septiembre. El mecanismo extraordinario para asignar recursos por fuera del presupuesto regular, conocido como “suplemento de emergencia”, sería similar al utilizado por el presidente Bill Clinton en 2000, cuando solicitó mil 300 millones para dar inicio al Plan Colombia. En función de ello, el Plan México, igual que ocurre en Colombia, quedaría sujeto al escrutinio de los legisladores de Estados Unidos.

Asistencia militar: mitos y realidades

En total sintonía con Medina Mora y la canciller Espinosa, analistas mexicanos con acceso a fuentes de inteligencia han puesto énfasis en que, a diferencia del Plan Colombia, el mecanismo de colaboración bilateral entre México y Estados Unidos no prevé la operación directa en el territorio nacional de técnicos, instructores y asesores del Pentágono –y de las otras agencias que intervienen en el proyecto de manera pública o encubierta– en las tareas de capacitación y entrenamiento de soldados y policías mexicanos. Sin embargo, de hecho eso ya ocurre y está documentado en los casos de la DEA y la FBI, y las otras instancias lo hacen mediante asesores de las empresas privadas de seguridad subcontratadas por la Secretaría de Defensa o el Departamento de Estado y/o de las compañías de armamento que proveen los equipos y tienen estrechos vínculos con el Pentágono y la comunidad de inteligencia estadunidense.

La estrategia del Plan Colombia, donde 80 por ciento de los 4 mil 800 millones de dólares canalizados en los pasados siete años se ha destinado a las fuerzas armadas, incluyendo la capacitación y dotación de recursos (armamento y helicópteros Black Hawk) para la creación de brigadas de aproximadamente 2 mil 600 soldados, permite que 500 militares estadunidenses estén estacionados en distintas bases castrenses del país y capaciten efectivos locales en el territorio colombiano, a lo que se suman unos 4 mil “contratistas privados” (mercenarios) subcontratados por el Pentágono para realizar tareas de espionaje y entrenamiento de personal militar.

Más allá de los señalamientos oficiales de que no se permitirá una injerencia militar y policial estadunidense en México, es bien conocido que el abastecimiento de tecnología represiva a los regímenes autoritarios en el extranjero es un producto intencional y coherente, y no periférico o accidental, de la diplomacia de guerra de Washington. En los años 60 del siglo pasado, los llamados Documentos del Pentágono y otros informes desclasificados confirmaron que Vietnam del Sur había sido elegida como “campo de prueba” para ensayar la efectividad de la naciente estrategia de contrainsurgencia de la administración Kennedy.

Desde entonces, como parte de una estrategia global pos-Vietnam y con el pretexto de fortalecer las defensas del “mundo libre” frente a la “amenaza comunista” –enemigo elusivo y a modo sustituido después por las “guerras” a las drogas y al terrorismo que llegan hasta nuestros días–, distintos inquilinos de la Casa Blanca, en colusión con grandes empresarios del complejo militar industrial, utilizaron el Programa de Ayuda Militar, el Programa de Ventas Militares al Extranjero y el Programa de Control de Narcóticos como mecanismos de penetración de los gobiernos, los ejércitos y las policías de los países del tercer mundo.

Junto a la relación de influencia política-dependencia que se establece entre el país vendedor y el país comprador de tecnología y equipo militar y de seguridad, el contacto entre las elites castrenses y policiales derivado de este tipo de convenios permite al proveedor (la mancuerna Pentágono/industria de defensa), a través de los programas de entrenamiento, contratos de servicios y mantenimiento y asistencia técnica, establecer relaciones interinstitucionales y personales duraderas con jefes militares y policiales de alto rango del país anfitrión o receptor de la ayuda, lo que en su larga historia de vínculos con América Latina llevó a Estados Unidos a instaurar relaciones de poder y a involucrarse de manera directa en procesos de desestabilización, golpes de Estado, operaciones encubiertas y guerras de baja intensidad.

La ventaja política que se deriva para el vendedor de armamento y tecnología castrense es de simple comprensión. La mayoría de los armamentos modernos necesitan partes de recambio y asistencia en el entrenamiento y mantenimiento que únicamente pueden obtenerse del productor. Cuando más complicada es el arma, más dependiente llega a ser el comprador de los servicios técnicos facilitados por el proveedor. Y como esos servicios se requieren a lo largo de toda la vida útil del producto (por ejemplo 15-20 años en materia de aviación), un convenio de armamento normalmente tiende a vincular políticamente al receptor con el donante durante ese tiempo, si se quiere mantener cierta continuidad en la efectividad militar.

William Perreault, ex vicepresidente de Lockheed –compañía que durante la guerra fría vendió decenas de Hercules C-130 a países latinoamericanos–, decía que “cuando se compra un avión, se compra también un proveedor y una línea de abastecimiento; en otras palabras, se compra un socio político”. A causa de la complejidad de la aviación moderna, explicó, “con sólo una pequeña pieza que no funcione, todo va mal” y el avión debe quedarse en tierra hasta que se sustituya. Eso fue lo que le ocurrió a México con la donación estadunidense de 73 helicópteros Huey al gobierno de Ernesto Zedillo en 1997; muy pronto la mayoría de los aparatos quedaron fuera de servicio e incluso varios se desplomaron, ocasionando la muerte de sus tripulantes. Eso es lo que podría pasar si, finalmente, de aprobarse el paquete, Estados Unidos provee a México helicópteros Black Hawk o Sikosky y aviones Citation, como ha solicitado la Sedena.

 
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