Usted está aquí: sábado 25 de agosto de 2007 Opinión La torre Eiffel de Carmen Parra

Vilma Fuentes
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La torre Eiffel de Carmen Parra

Aprender a mirar con los ojos del otro es quizá una incitación al conocimiento de ese extranjero a uno mismo. Es también el principio de esa identificación al prójimo que es acaso el amor. El niño, ¿no aprende a amar a su madre cuando mira con los ojos de ella? Recuerdo que le preguntaba a la mía, hacia mis cinco o seis años de edad, viendo en la televisión el concurso Miss México: ¿es bonita o es fea? Equivocadas o no, para bien o para mal, sus respuestas iban formando mi idea de la belleza.

Durante nuestras caminatas por París, en 1975, Sergio Pitol me enseñó a ver calles, vitrinas y fachadas insípidas con interiores lujosos; muros leprosos que escondían obras de arte arquitectónico; paredes impersonales donde vivían Becket, Ionesco, Sartre; callejuelas caminadas tarde tras tarde por Anïs Nin, entre edificios siniestros con corredores invadidos por clochards. Pero los ojos de Sergio veían, superpuestas a la imágenes que me mostraba, las imágenes de lugares lejanos y tiempos remotos, dejándome así andar hasta el extravío por las encrucijadas de sus recuerdos.

Ese mismo año, Carmen Parra me permitió descubrir, con la perspicacia de su mirada, perspectivas que me parecían ignotas. Me invitaba a acompañarla en sus exploraciones parisienses en busca de esculturas y monumentos. Misión delirante –diría cualquier persona más o menos sensata– en una ciudad donde las obras de los tamaños más diversos, en piedra, madera, yeso, bronce, metales de todo tipo y materias insospechadas, se multiplican a medida que uno aprende a mirar a su alrededor.

Rinocerontes, Luises XIV, reinas de Francia, hipopótamos, caballos encabrestados o al trote, con alas o con caballeros, Carlos Magnos, centauros, muros romanos, catacumbas, vírgenes medievales, gárgolas con cabezas de serpientes, generales del imperio, ángeles, Balzacs, Dantes, Voltaires, niñas bailarinas, arcos triunfantes, estatuas de la libertad, torres...

Cuando en el otoño de de 1975 pude verla trabajar en el volumen de litografías –que incluía un texto mío– sobre la Paulina Bonaparte, en Venus triunfante, de Antonio Canova, aprendí que a Carmen no le basta la simple contemplación de la obra solitaria, aislada en el lugar donde yace como un eterno durmiente. Necesita disponerla en su perspectiva real, agregarle los objetos que la rodean, rescatar espacios y tiempos que se animan entre su mirada y la visión.

Recrear el calidoscopio propio a la “inteligencia onírica”, como señaló Salvador Elizondo, siguiendo las meditaciones de Paul Valéry, al escribir sobre las torres Eiffel de Carmen Parra expuestas en la ciudad de Sarcelles, en 1976. Inteligencia que imbrica “las categorías del ser y del conocimiento, por la que en los sueños se produce una confusión entre la identidad y la forma: vemos a Juan, pero sabemos que es Pedro”. En efecto, el tríptico de espejos, en cuya superficie lisa contempla su belleza congelada en el tiempo la Paulina de mármol, le renvía un rostro que no es el suyo, sino el de la escritora o artista, la mano que escribe o pinta, una esfumada silueta de su espalda desnuda.

Seguí a Carmen en su peregrinación y pude ver cómo iba revelando espacios y tiempos hasta el momento guardados por estatuas y monumentos. La observé mirar la torre Eiffel en silencio, con los ojos muy abiertos por el asombro. La vi situarse frente a la estatua de un rinoceronte para ver desde ahí la torre. La vi colocar una pecera con un pececillo rojo y mirarla a través del cristal y el agua. Las telas se fueron multiplicando. Rinoceronte, pez, pecera, agua eran la torre y la torre era rinoceronte, pez, pecera y agua. La exposición de 1976, en Sarcelles, al norte de París, de estas telas que, unidas, comenzaban a alcanzar las dimensiones de la verdadera torre Eiffel, terminó en inundación. Como si el agua de la pecera se hubiese derramado como el mar en la playa.

Una reconstitución de aquella exposición acaba de tener lugar en el cuadro de Visión del extranjero de los mexicanos, en México y, en París, los sobrevivientes a la inundación y a la travesía marina en el barco casi fantasma conducido por Peter Bransem, el capitán Nemo del taller de litografías, esperamos que retorne a su lugar de origen.

 
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