Usted está aquí: domingo 2 de septiembre de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Los invasores

El timbre de la casa y el teléfono suenan al mismo tiempo. Ligia no los atiende: permanece ante la copiadora que toda la mañana ha estado arrojando páginas borrosas y sucias. Guiada por la superstición, piensa que si se aleja la máquina volverá a fallar. Los timbres siguen sonando. Una vecina le informa que va a salir y en cuanto regrese pasará a recoger las copias que le urgen a su marido. Irritada por los repiqueteos, de paso a la puerta, Ligia descuelga el teléfono y habla sin saber a quién se dirige:

–Un momentito por favor, están tocando.

Abre la puerta y ve a una muchacha de cabello tricolor que enarbola un catálogo de cosméticos:

–Soy agente de Bella-Yur. Acaba de salir nuestra línea de otoño. ¿Me permitiría mostrársela?

–Discúlpeme, no me interesa–. Por amabilidad, Ligia señala hacia el teléfono descolgado: –Además, tengo que contestar.

–Pues vaya. Yo la espero y de una vez saco las muestras que voy a regalarle sin compromiso.

–No las desperdicie: no uso maquillaje porque me irrita la piel.

–Qué bueno que me lo dijo: nuestros productos son completamente naturales y además tienen colágeno: reafirman, sobre todo, el cuello y la papada. ¿Quiere que le haga una demostración?

Ligia niega con la cabeza y cierra la puerta, pero alcanza a oír el insulto de la muchacha: “Pinche vieja sangrona”. Si no fuera porque tiene la copiadora encendida y el teléfono descolgado…

II

–Bueno ¿quién habla?

–Leonel Martínez, servidor.

Ligia no reconoce el nombre y apenas puede contener su impaciencia:

–Está equivocado.

–No. Sé que estoy llamando al… –el hombre repite el número telefónico de Ligia. –¿Es correcto?

–Sí, pero ¿a quién busca?

–A usted. Quiero comunicarle que nuestro banco ha decidido ampliarle su crédito en un 20 por ciento.

–¿Cuál crédito?

–El de su tarjeta. A partir de ahora usted podrá disponer de una cantidad adicional que le permitirá hacer mayores adquisiciones–. Suelta una risita: –Y como ya se acerca la Navidad…

–Oiga, perdone ¿quién le dio mi número?

–En nuestra institución disponemos de una cartera con los nombres de clientes que nunca han sido boletinados y por lo tanto merecen nuevos beneficios.

–Mire, señor…

–Leonel Martínez, a sus órdenes.

–Le agradezco su oferta pero no pienso aprovecharla.

–¿Podría explicarme la razón?

–Lo siento, ahora no tengo tiempo. Déjeme su teléfono y en cuanto me desocupe lo llamo.

–Nuestra política prohíbe que los clientes se comuniquen con los ejecutivos.

–¿Dónde están sus oficinas?

–Nosotros trabajamos con una central inteligente para la institución en su conjunto; es decir, para las mil trescientas sucursales que tenemos en toda la República, y estamos por abrir otras nueve.

–Los felicito. Y ahora me disculpa: tengo que trabajar.

–Yo también, y es lo que estoy haciendo, así que por favor déjeme hablar.

–Pero si no ha hecho otra cosa.

–No se burle: en eso consiste mi tarea y quiero hacerla lo mejor posible.

–Pues hágala con otra persona porque a mí su oferta no me interesa.

–Ya me lo dijo, pero no me ha explicado por qué.

–Usted parece que no oye. Voy a colgar.

–Volveré a marcarle.

–Entonces llamaré a la policía, se lo advierto.

–Oiga ¿por qué se pone tan nerviosa?

–Porque no me gusta que un desconocido llame a mi casa y quiera obligarme a contratar servicios bancarios que no me interesan.

–Lo entiendo, pero si me permite desglosarle nuestro programa verá que le conviene. Sin ir más lejos: mañana mismo ya no tendrá que limitarse a un crédito de ocho mil pesos.

–Ahórrese sus explicaciones. A nosotros no nos gusta usar la tarjeta de crédito porque luego gastamos de más.

–Todo el mundo lo hace.

–Que lo hagan es cosa suya. Y ya no puedo seguir atendiéndolo: mi copiadora se calienta y además estoy gastando luz inútilmente.

–¿Tiene negocio de papelería?

III

Ligia no responde. Teme que el supuesto agente bancario pueda ser un empleado del fisco y ella aún no se registra en Hacienda. Tampoco lo han hecho sus vecinas, que para compensarse del desempleo establecieron talleres o misceláneas en sus casas. No resiste más, cuelga el teléfono y se dispone a trabajar. Lleva toda la mañana luchando con la copiadora y sus ganancias no pasarán de 35 pesos. El timbre del teléfono la sobresalta otra vez.

–Mejor no contesto –murmura–. Puede ser el fulano del banco. Ay, Dios Santo, ¿y si de veras es, como pienso, un inspector de Hacienda? Sabe mi número y a lo mejor también mi dirección. Qué tal que se me aparece y ve mi copiadora. Está grandísima y no hay dónde esconderla. Podría subirla al cuartito de la azotea, pero lo tengo lleno de tiliches y a lo mejor no cabe.

Al fondo de su murmullo sigue sonando el timbre del teléfono. Exasperada se lanza a contestar en actitud violenta:

–Mire, Leonel: no vuelva a molestarme con sus llamadas. No quiero tener compromisos con nadie y menos a espaldas de mi marido, así que por favor…

–Estuviste ocupando el teléfono veinte minutos. ¿Quién es Leonel? –Ligia no puede contestarle a su marido porque el sigue presionándola: –¿Por qué le dijiste que no quieres tener compromisos y menos a mis espaldas?

–Sólo me faltaba que te pusieras celoso.

–Sabes que no lo soy, pero imagínate lo que siento al saber que mientras me chingo en el trabajo tú te la pasas hablando horas con Leonel.

–Pero si no lo conozco.

–¿Y cómo sabes su nombre?

–Pues porque me lo dijo.

–Entonces sí lo conoces.

–Por teléfono. Él me llamó.

–¿Cómo supo tu número?

–Se lo dieron en el banco. Allá tienen un directorio con los nombres de los clientes cumplidos y entre ellos está el mío.

–¿Y qué chingaos tiene que ver eso con que se queden platicando veinte minutos en el teléfono?

–Ay Federico, no seas ridículo. No estuvimos platicando. Nada más él hablaba: a fuerza quería que aceptáramos una ampliación de nuestro crédito.

–¿Aceptáramos? Te lo ofreció a ti, no a mí.

–Pues porque no estás en la casa y yo contesté. Además, cancelaste tu tarjeta.

–Deberíamos hacer lo mismo. Ya te conozco: en Navidad te pones espléndida, les regalas a tus hijos cuanta porquería encuentras y luego vienen los problemas.

–Para que discutimos eso ahora: faltan siglos para la Navidad.

–Ni tanto: después de las Fiestas Patrias las semanas se van como agua.

–Olvídalo y dime, ¿qué hago si el tipo vuelve a llamarme?

–Pues no le contestas o de plano dejas descolgado un rato.

–¿Y si eres tú?

–Llamo y cuelgo tres veces seguidas. –A la cuarta, si oyes que te digo “Chata”, pues ya respondes.

–No exageres, pareces espía. ¿A qué hora vienes? Ay, están tocando. Tengo miedo de que sea el fulano ese, Leonel, y de que no trabaje en el banco sino en Hacienda.

–No te muevas, no hagas nada. Voy para allá.

Ligia cuelga. Mantiene contenida la respiración hasta que escucha la voz de su vecina. Abre la puerta y se disculpa:

–¿Qué cree? Todavía no le tengo sus copias. Me atrasé porque primero vino una vendedora y después me llamó un tipo del banco ofreciéndome quién sabe qué tanto. ¿Me espera? Ya nada más me faltan cuarenta páginas.

–No. Devuélvame mi libro para que se lo lleve a Nico: el me hará las copias en un minuto; si se las pedí a usted fue por ayudarla.

Ligia cierra la puerta pero alcanza a escuchar el comentario de su vecina: “Esta es de las que buscan trabajo pidiéndole a Dios no hallarlo. Y luego se andan quejando de estar pobres”.

 
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