Usted está aquí: martes 4 de septiembre de 2007 Opinión Redondeo

Pedro Miguel
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Redondeo

La Constitución dice que todo individuo tiene derecho a recibir educación, que el Estado tiene la responsabilidad de impartirla, de manera gratuita, en todos los niveles de escolaridad, y que esa educación se basará en los resultados del progreso científico. Dice también que “los niños y las niñas tienen derecho a la satisfacción de sus necesidades de alimentación, salud, educación y sano esparcimiento” y que el Estado “proveerá lo necesario para propiciar el respeto a la dignidad de la niñez y el ejercicio pleno de sus derechos”. Pero, al parecer, a la opinión pública empieza a resultarle natural que el cumplimiento de algunos artículos constitucionales se realice vía coperacha y que las responsabilidades del Estado queden sujetas a un conjunto de pequeños diálogos entre la cajera y el cliente:

–¿Gusta redondear 27 centavos?

–Sí, cómo no.

En teoría –tal vez sólo en teoría– esos 27 centavos van a parar a las arcas del establecimiento comercial, que los administra en forma por demás discrecional, luego los entrega (¿beneficiándose, a costillas de sus clientes, de la deducibilidad de donativos?) a instituciones privadas de lavado de conciencias –responsabilidad social es el nombre de moda en la jerga gerencial– como ANTAD, Fundación Televisa y Unete; esta última “se encarga de coordinar el equipamiento de aulas de medios de forma transparente y confiable en la operación”, dicen, aunque con una sintaxis opaca y corrupta. Esos 27 centavos constituyen una aportación adicional del cliente a los impuestos que paga de manera inexorable –IVA, ISR o ambos– y que se usan, en teoría, a equipar escuelas públicas con los bártulos necesarios para una educación basada “en los resultados del progreso científico”, pero que en la práctica sirven para que Felipe Calderón se regale ceremonias de autoexaltación como la del domingo pasado en Palacio Nacional, ajenas al mandato constitucional, o para que Marta Sahagún se compre ropa, o para que la Policía Federal Preventiva pueda violentar a discreción el derecho al libre tránsito, o para que el gobierno transfiera a las mafias sindicales cientos o miles de millones de pesos que todo mundo sabe a dónde van a parar.

En teoría, el sector privado ayuda a la autoridad política a cumplir con una tarea constitucional tan engorrosa e incómoda como la educación. Pero de alguna manera incierta la distorsión acaba mordiéndose la cola y en su anuncio de resultados El Redondeo se vanagloria: “Se reunieron $92,886,509.96 y gracias a la Secretaría de Educación Pública se alcanzó la cifra final de ¡100 millones de pesos!” Qué hermoso: la SEP le entró al redondeo para que los empresarios le hicieran su trabajo.

Más infame es el añejo “Un kilo de ayuda”, que reduce la obligación nacional de garantizar el derecho de los niños a la alimentación a una misericordia de último minuto en las filas del supermercado, entre la goma de mascar y las pilas alcalinas. Ahí uno puede adquirir una tarjetita que representa un litro de aceite o un paquete de galletas o dos piezas de mazapán que serán entregados –en teoría– en alguna de las zonas más pobres del país para ayudar a combatir la desnutrición infantil. Como refuerzo motivacional, la filósofa Lolita Ayala nos recuerda, impresa en la tarjetita, que “ayudar es retribuir algo de lo que la vida nos da”, o algo así, por más que su rostro evoque algo de lo que Televisa nos quita (lucidez, tiempo, pluralidad, información veraz y no sé cuántos etcéteras).

El país está de cabeza. En algún momento habrá que reconocer el orden correcto de las prioridades, asumir que la educación y la salud públicas son, en su totalidad, obligaciones irrenunciables del Estado y que el presupuesto público tiene que alcanzar para cubrirlas. Y si alguien quiere redondear con limosnas voluntarias las percepciones de Ugalde, las fiestas facciosas de la Presidencia o las camionetotas de los funcionarios, estará en su derecho. Pero es exasperante que mediante el redondeo, el kilo de ayuda y demás mecanismos de caridad, se establezca, en nombre de los más necesitados, un margen de tolerancia y complacencia a la ineptitud, la corrupción, la insensibilidad y la frivolidad gubernamentales.

 
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