Usted está aquí: jueves 6 de septiembre de 2007 Gastronomía Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba
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Calle 26 esquina Quinta avenida

Ampliar la imagen Nueva York, 1992 Nueva York, 1992 Foto: Fabrizio León Diez

I

A estas alturas Delmonico’s ha pasado ya por varias calles neoyorquinas: el número 23 de la William era un café con seis mesas de pino y sus sillas; un mostrador a lo largo, cubierto con servilletas y los pasteles del día, preparados por Peter Delmonico y servidos por su hermano John; también había chocolate, bombones, orgeat (bueno, horchata: le véritable orgeat est une très ancienne et délicate boisson à base d’orge dont on usait surtout en été), vino, licores, helados; le agregaron el local de junto (el número 25) en marzo de 1830 y la sección amarilla de Nueva York en 1931 trajo este anuncio: Delmonico & Brother, confectioners and Restaurant Français, 23 and 25 William Street: era el primer restaurante (o restorator) de veras, no saloon, no taberna, no inn, que abría en Estados Unidos; el número 76 de la calle Board; el 2 de la William (South); el 25 de la Broadway; el 1 de la Catorce (East); el 22 de la Broad, un brownstone que acaso fue el más humilde de los Delmonico’s, adorado por los espesos del Wall Street de los viejos tiempos. Ahora, en 1896, está en la esquina de la 26 y la Quinta: una fachada enorme; carpetas profundísimas; paredes de madera oscura: huele a flores y a puro; hay que abrirse paso casi a empujones y esperar que, con suerte, Charles Delmonico, bisnieto o algo así, te reconozca para que te dé una mesa en el salón, brillante de lámparas de gas incesantemente repetidas en los espejos. Delmonico’s no es ya el único gran restaurante de Nueva York, ahí andan el Sherry’s y el Rector’s –a éste, de repente, lo rebajan a “lobster palace”–, pero su espíritu está sólo en la ciudad: es casi un club, como el Knickerbocker y el Union; al mismo tiempo está abierto a quien pueda pagarlo (la carta dice: terrine de foie-gras 1.00, pavo 1.00, vol-au-vent financière 1.75); el Sherry’s y el Rector’s son más desmadrosos: la semana pasada la policía fue a sacar a Ashea Wabe (Little Egypt de cariño) del Sherry’s: estaba bailando sobre una mesa, hasta la madre, con las puras medias puestas; el Rector’s se llena de nuevos ricos con chavitas jovencísimas, bailarinas de Broadway, que luego se meten a los privados a fajar o a coger...

II

Este es el invierno de nuestros excesos. En las casas de la Quinta –las únicas que importan– desayunamos cereales, huevos à la turque con hígados de pollo, gravy oscura y trufas, sirloin con berros y papas château salteadas en mantequilla; en el almuerzo: lenguado à la Joinville con trompetas de la muerte, vino blanco, crema y langostinos, sofrito de pollo, macarrones au gratin, mousse de crema; a las cinco de la tarde: té y pasteles; a las siete cenamos: hay ostiones, consomé resplandeciente, apio con sardinas, caballa española, venado con salsa colbert de vino, jugo de carne, echalotes, estragón y limón, jitomates estofados, mollejas de ternera à la Pompadour, pato al horno, ensalada de lechugas y chícharos y de postre omelettes souflées. Si cenamos fuera queremos teatro, fuegos artificiales, malabarismos. Cuando llegamos a Delmonico’s Jim Brady está sentado donde siempre, con Lillian Russell: él gordísimo y ella ágil, nerviosa, blanca, delgada, media de seda bien restirada, gola de encaje, corsé de crac, nariz pequeña, garbosa, cuca, y palpitantes sobre la nuca rizos tan rubios como el coñac; el mesero pasa y rellena el vaso de Brady con jugo de naranja: el glotón más glotón que hay no bebe vino (pobre diablo) pero se sienta con la panza a cinco centímetros de la mesa y no deja de comer hasta que las dos superficies se rozan. Todo está en Manhattan y Delmonico’s es la cifra de ese todo: en los bosques de enfrente hay cervatos, jabalíes, osos, pavo salvaje y el delicioso porrón de lomo cruzado (o canvasback duck; precio en Delmonico’s: $3.75); en el Hudson nadan salmones, esturiones, sábalos; diario llegan langostas gigantes de Maine y de Long Island; y de más lejos: gallinitas pintadas, perdices, urogallos, pájaros carpinteros, pichones salvajes, chorlitos grises, antílopes; y todo está en la carta: hoy pedimos consomé de pichón con timbales de pollo temblorosos, salmón à la Victoria, frío, con cola de bogavante; jitomates à la reine rellenos de hongos y pechuga de pollo, velouté de espinacas en hojaldre con salsa de huevo (¿por qué llaman a esta deliciosa untuosidad velouté, alguien alguna vez ha pasado la lengua por un terciopelo?); porrón de lomo cruzado al horno, con salsa de vino de Madeira y trufas, lechugas braseadas y coles de Bruselas, savarin maraschino con jarabe de moras silvestres, y lo hacemos porque eso fue lo que comió Dickens aquí en 1868 (pobre Dickens, también, tan frugal), cuando prometió enmendar sus tristes opiniones culinarias en las American notes (no alcanzó a hacerlo, se murió un par de años después; no importa: él cenó aquí, como nosotros ahora)... Todo sabe a fin de siglo.

III

No voy a fingir que me da tristeza lo que pasó después. Brady se murió a los 56, con el estómago seis veces más grande de lo normal; el Sherry’s empeoró: en 1903 el New York Riding Club tuvo su fiesta arriba, cada miembro sentado en su caballo: la decadencia estaba a unos metros nada más; la prohibición llegó en 1920: ¿a qué venir a Delmonico’s si no podías beber sus claretes, sus madeiras, sus jereces?; en 1923 lo cerraron por fin. Después de la prohibición y de la guerra, cuando alguien volvió a querer comer en grande, Le Pavillon, La Côte Basque, La Grenouille estuvieron ahí para atenderlos. ¿Qué más da? Asediados por el tiempo, todos estábamos muertos.

 
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