Usted está aquí: lunes 10 de septiembre de 2007 Opinión Guatemala: elecciones y deuda histórica

Editorial

Guatemala: elecciones y deuda histórica

Ayer, alrededor de 60 por ciento del padrón de votantes guatemaltecos asistió a las urnas en la jornada cúspide de unos comicios marcados por la violencia, en los que se elegirá al futuro presidente y al vicepresidente de Guatemala, al mismo tiempo que se renovarán 158 diputaciones y 332 alcaldías.

Todo parece confirmar el escenario previsto por las principales casas encuestadoras del país en la recta final de la campaña, respecto de que ninguno de los dos candidatos punteros –Álvaro Colom, de la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), y Otto Pérez Molina, del ultraderechista Partido Patriota (PP)– alcanzaría 51 por ciento del total de los sufragios, cantidad necesaria para proclamarse vencedor y, por tanto, habría necesidad de una segunda vuelta electoral a realizarse el próximo 4 de noviembre.

La calma que según fuentes oficiales imperó durante la jornada electoral de ayer contrasta con el ambiente de tensión y violencia constante durante los cuatro meses de la campaña, que se vio manchada, entre otros sucesos, por el asesinato de por lo menos medio centenar de candidatos y activistas políticos. En ese sentido, las declaraciones hechas ayer por el actual presidente guatemalteco Óscar Berger, quien tras emitir su sufragio afirmó que la democracia de su país “está madurando” y pronto será “un modelo para el mundo”, tampoco concuerdan con el marco de agitación que prevaleció durante la campaña.

El panorama no deja de ser preocupante, sobre todo a raíz de las denuncias de que la crispación que ha marcado los comicios se atribuye al accionar de organizaciones narcotraficantes y grupos armados que intentan infiltrarse e incidir en la vida política de la nación centroamericana.

Por otra parte, la brutalidad expresada durante las campañas es un botón de muestra del contexto de violencia que padece a diario la sociedad guatemalteca, y a causa de la cual ese país registró una de las tasas más altas de asesinatos per cápita el año pasado. Tal realidad puede explicarse, en buena medida, a partir de la sangría que recorrió al país durante la guerra civil del siglo pasado, entre el gobierno militar y las fuerzas guerrilleras opositoras.

Durante el periodo que abarcó la guerra civil guatemalteca (1960-1996) más de 200 mil personas fueron asesinadas o desaparecidas. La responsabilidad por la gran mayoría de estos delitos, y por otras graves violaciones a las garantías individuales, recae sobre las fuerzas gubernamentales de seguridad.

Sin embargo, hasta el momento no se han puesto en marcha los procesos judiciales que se ofrecieron durante los acuerdos de paz y que fueron condición fundamental para la reconciliación.

Todo parece indicar que los grupos militares y oligárquicos del país centroamericano no están interesados en que se sancione a los responsables de las matanzas y los atropellos cometidos durante el periodo de las conflagraciones. Por su parte, los procesos de paz que tuvieron lugar en Guatemala entre los gobiernos represores y las organizaciones guerrilleras soslayaron las condiciones imperantes de miseria, marginación y desigualdad en aquel país.

A la postre, esa situación configuró un caldo de cultivo idóneo para el escenario de violencia que ahora se presenta: por un lado, el surgimiento de instituciones políticas precarias e insustanciales y, por el otro, la desatención de grupos armados que subsecuentemente coincidieron con el narcotráfico y otras expresiones criminales.

Hoy, las instituciones guatemaltecas han dado muestra de su incapacidad para incidir en fenómenos globales tan complejos como el trasiego de drogas ilícitas, así como para controlar la crispación local puesta de manifiesto durante el proceso electoral.

La violencia es y ha sido una rémora fundamental para el desarrollo de la nación centroamericana. Quien quiera que resulte ganador de los comicios presidenciales tendría el compromiso impostergable de esclarecer los delitos cometidos durante casi cuatro décadas de agravio y barbarie, con el propósito de sancionar a los responsables, así como de combatir la pobreza y la desigualdad social lacerantes, fenómenos que tienen en la delincuencia una de sus más funestas expresiones.

 
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