Usted está aquí: sábado 15 de septiembre de 2007 Opinión Criticar desde el púlpito

Marcos Roitman Rosenmann

Criticar desde el púlpito

Si la Iglesia católica es contraria al uso del preservativo, la libertad sexual o el matrimonio homosexual y no lo practica, otros exigen a terceros lo que no hacen. Hablamos de la corrupción del carácter. Bajo el color púrpura de las sotanas se esconden escándalos de pederastas y violadores. Pero la institución los ampara e incluso exculpa. Asimismo, más allá de la creación inteligente, nosotros pecadores caímos en la tentación de querer saber y fuimos expulsados del paraíso. El árbol del conocimiento fue la perdición. Pensar sobre el mundo, manifestar nuestro asombro ante lo desconocido, ir más allá de lo establecido, transformar y modificar la realidad es una herejía. Lo dicho es válido para todo saber y conocimiento. Así, ejercer la crítica no consiste en criticar, se debe ser propositivo. He aquí el problema, ya que muchos prefieren el camino corto: derribar al neoliberalismo desde la definición. El imperialismo se combate y no se estudia. Viva la acción directa.

Nuevos procesos políticos en América latina, como el triunfo del MAS en Bolivia o la otra campaña, sufren la descalificación de los justos. Emergen “los grandes hermanos”, especies de sacerdotes o pitonisos. Desde el reino de las ideologías y las izquierdas inmaculadas mandan al infierno, salvan y deciden. La hoguera está dispuesta para sindicalistas, políticos y luchadores díscolos ajenos a los manuales. Presentados como traidores, comparsas del imperialismo, lacayos de sus burguesías y cobardes al servicio de las trasnacionales, deben sufrir el castigo de los impolutos. La historia es remplazada por el folletín de Corín Tellado. Para el gran hermano, diseñar estrategias de cambio social y modificar las estructuras de poder requiere una respuesta: lucha de acción directa. Horca al hereje. Juez y parte. Unos sufren y ponen los muertos. Otros dan conferencias y viven del dolor ajeno. Su mayor preocupación es no llegar tarde al avión y publicar su siguiente artículo en varios idiomas, ser colaboradores de varias publicaciones y dar muchas entrevistas.

Estos gurús de la izquierda poseen la verdad, excomulgan, y con su vara de medir asignan el apelativo de populista, revolucionario, nacionalista, reformista o neoliberal. Quitan o dan apoyo a procesos sin explicar los porqués ni los cómos. No facilitan categorías para comprender los conceptos utilizados, aunque nadie discute su inteligencia. Se parapetan en una credibilidad académica que ameritan por ser del primer mundo. Critican y vuelven a criticar haciendo creíbles argumentos falaces. Urden historias personales a las cuales unen posiciones políticas para, a continuación, extraer consecuencias teóricas sobre cómo actuaran presidentes, ministros y sindicalistas. Si se equivocan, no importa, no tienen responsabilidad. Donde dije digo, digo Diego. Están libres de polvo y paja. Todo queda en el limbo. Elaboran una crítica bastarda. Son partícipes de la política-espectáculo que tanto dicen aborrecer.

Estamos en un escenario donde no hay discusión posible, salvo contraponer agendas, bitácoras de viaje y gustos culinarios. La superficialidad y los factores menos relevantes son esgrimidos para construir un discurso fantasmagórico del cual se obtienen conclusiones catastrofistas. Cuanto peor, mejor. No se salva nadie. Desde hace décadas, los calificativos más horrendos han marcado época en América Latina. Velazco Alvarado, Torrijos o Torres fueron considerados unos gorilas. Salvador Allende, un reformista. Por no decir de Hugo Chávez en la República Bolivariana de Venezuela y ahora Evo Morales en Bolivia. Sin olvidar los apelativos a otros apelativos a dirigentes políticos, independientemente de su posición política. La cosa es adjetivar. A juicios correctos sobre procesos le siguen conclusiones sin sentido. La conclusión conmigo o contra mí. Mientras sea bien recibido, cuentas con mis artículos. La varita mágica del gran hermano decide dónde ubicar el proceso según su propia condición. Construir esta descalificación es una estafa. Aunque hierre o acierte. La lotería toca si se juega.

Sin embargo, lo preocupante es el número de adeptos con que cuenta. Muchos bien intencionados se dejan seducir. Impresiona una construcción lingüística llena de adjetivos. Un amasijo de palabras cuya virtud consiste en configurar un vacío teórico con base en datos estadísticos de población, pobreza, deuda externa, mezclados con el pasado personal, político y hechos históricos del país en cuestión que dan un manto de rigor matemático y fiabilidad investigadora propia del empirismo más vulgar. Pedestre explicación, cuyo objetivo es descalificar. Se abruma al lector dando la impresión de saber. Se sustituye la formación por información y la retórica por demagogia.

Así, emerge un ideólogo enquistado en la izquierda que facilita tópicos y adjetivos políticos fáciles de digerir. Las consecuencias son graves. No se fomenta el debate y se aumenta exponencialmente el dogmatismo. Tienen un público que los idolatra. Son los referentes en las tertulias y conferencias de muchos militantes afincados en Internet. Es la otra cara de la moneda. Saben tocar la fibra sensible y plantean problemas donde hurgan la herida. Proponen casos como Cuba, Venezuela, Bolivia o movimientos como el MST o el EZLN. Siempre obtienen el objetivo: el estrellato.

Esto debe hacernos reflexionar. El valor de la crítica no es criticar, tiene necesariamente que abrir espacios para evitar caer nuevamente en los mismos errores. El juicio crítico es propositivo. Parece ser que unos quieren seguir poseyendo la verdad desde la receta y el manual del buen revolucionario. Ni gran hermano ni descalificaciones. Argumentos y debate teórico, así se construye la izquierda. Lo demás es doble moral y debate estéril. No debemos perder el tiempo, tinta, ni abrir discusiones. ¿Alguien recuerda revolución en la revolución? La agenda es otra.

 
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