Usted está aquí: sábado 22 de septiembre de 2007 Cultura Pavarotti y la jauría

Juan Arturo Brennan

Pavarotti y la jauría

“¡Qué bueno que se murió Pavarotti!” En medio de los aciagos días que vivimos en el ámbito de lo político, lo económico, lo cultural, lo legislativo, lo social, lo educativo y hasta lo deportivo, hacía falta, con urgencia, un cadáver rendidor.

Y el gran tenor de Módena le hizo a los infames mercachifles de nuestros impresentables medios de comunicación el enorme favor de morirse. Hasta acá se oyó la efusiva exclamación arriba citada, proferida con algarabía singular por una numerosa parvada de buitres carroñeros (López Dóriga, Alatorre, Loret de Mola, Micha, Fregoso y un largo etcétera), quienes de dientes para afuera derramaron los infaltables lagrimones de cocodrilo por el robusto cantante italiano.

Mientras, en lo profundo de sus respectivas cloacas, festinaban la oportunidad de darse un productivo atracón con el cuerpo aún caliente de Luciano Pavarotti. ¿Qué mejor que un muerto fresco y famoso en momentos en que el estiércol mediático ha llegado a un nivel insuperable de hediondez?

¡Cuánto más productiva es la transmisión en vivo del funeral de Pavarotti, que la cobertura imparcial de los asuntos que de verdad nos atañen! Nada pudo caer mejor en ese ámbito de relatores de nota roja y traficantes de amarillismo que la oportuna desaparición de un artista que, más allá de sus virtudes y defectos, se había convertido desde tiempo atrás en un bocado más de los paparazzi.

Incluso en el contexto de la enorme frivolidad y estupidez que caracterizan a una parte sustancial de los medios en nuestro país, la avalancha de sandeces incontables alrededor del muerto que solía cantar resultó asombrosa.

No acababa de detenerse del todo el agotado corazón de Pavarotti, cuando buena parte de la jauría comenzó, de manera por demás terca y empecinada, con la inútil y ociosa comparación: “Y dígame, maestro, ¿quién cree usted que fue mejor, Caruso o Pavarotti?” Claro, como no tienen nada que decir sobre Pavarotti, optaron por recurrir al más trillado lugar común, como si el valor de Pavarotti sólo pudiera medirse en función de Caruso. Y la rabiosa insistencia: “Pero, díganos: si se presentaran juntos Caruso y Pavarotti, ¿a quién cree usted que aplaudiría más el público?” Ahí está otra de las claves de la estulticia: ¿cuántos gacetilleros se rasgaron las sucias vestiduras mientras nos contaban que Pavarotti tenía el récord Guinness del aplauso más largo de la historia? Ahora resulta que el valor musical de Pavarotti se mide con el rasero del aplausómetro. Si le aplauden a Emmanuel y a Mijares.

Tampoco faltó quien, en un exceso de hipérbole delirante, afirmara que con la muerte de Pavarotti moría también el bel canto clásico. Es decir, señores Villazón, Vargas, Flórez, Álvarez, Domingo, Carreras, Licitra, Calleja, Alagna, Kaufmann y similares, favor de abstenerse de cantar. La tesitura de tenor se da por abolida oficialmente. ¡Qué barbaridad insondable! Otros, igual de imprudentes y desconocedores, se colgaron de la manida anécdota propalada por las agencias de noticias, y se dedicaron a pontificar, con fingida e ignorante admiración, sobre los famosos nueve do de pecho que alcanzó Pavarotti en La hija del regimiento.

¿Nadie les dijo que dar nueve do de pecho es, en todo caso, una proeza técnica que nada dice de la musicalidad que hay (o no) detrás de la hazaña? “¡Miren, miren, el saltimbanqui dio nueve maromas!” Y claro, cuando de acrobacias se trata, lo que la chusma espera es que el saltimbanqui se rompa el cráneo... o que al tenor se le quiebre la voz. ¡Qué manera tan zafia de aquilatar la capacidad musical de este gran tenor!

Porque el hecho central en medio de toda esta delirante rapiña es que Luciano Pavarotti fue un tenor excelente, poseedor de un timbre fuera de serie, con un poder y una transparencia inigualables y una emisión vocal de una sólida homogeneidad a lo largo de todo su registro, con unos agudos de notable estabilidad.

Por desgracia, en nuestro medio fueron pocas (aunque elocuentes) las voces que se apartaron de la idiotez generalizada para hablar de lo que realmente importa: las cualidades estrictamente musicales de Pavarotti.

Sólo unos cuantos señalaron, correctamente, los estrechos límites de su repertorio, como fueron pocos los que se atrevieron (no fueran a ofender al muerto y a sus fans) a mencionar el hecho de que Pavarotti fue un actor mediocre, lo cual lo convertía, de hecho, en la mitad de un gran intérprete operístico.

Lo que cuenta, finalmente, es que Luciano Pavarotti fue un cantante enorme. The rest is noise.

 
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