Usted está aquí: sábado 22 de septiembre de 2007 Cultura Una orgía divina

Una orgía divina

Pablo Espinosa

Placer: masificado sea tu nombre.

El nuevo álbum de los Rolling Stones es cuádruple, orgiástico y monumental. Retrata la parte luminosa de nuestra existencia.

The Biggest Bang (juego de palabras con la teoría científica del origen del universo, el Big Bang) documenta la reciente gira de Sus Satanísimas Majestades por el planeta con 116 conciertos 116 en dos años: 2005-2006, iniciada en Toronto (donde me ataranto) y coronada en Vancouver, con una parada en México, donde tuvimos el placer de gastarnos nuestros ahorros para disfrutar en masa de una de las experiencias más impactantes, placenteras y orgiásticas de los cortos periodos de nuestras existencias.

Este álbum sucede a Four Flicks, crónica de la gira mundial anterior, Licks (Lamidas) y es que el placer (se) viene ahora por partida cuádruple, pues se trata de cuatro lamidas, cunnilingus y fellatios sonoros cuadriplicados aunque 69 no tenga submúltiplos de cuatro, pero son cuatro discos cuatro cuyo contenido, kilométrico, se puede resumir en una palabra: placer.

The Biggest Bang reparte así sus cuatro capítulos: el primero es el concierto realizado en Austin, Texas, el 22 de octubre de 2006; el segundo revive esa linda locura de llenar los cuatro kilómetros de playa de Copacabana, con millón y medio de cuerpos y rocanrol; el tercero reúne las tocadas en Japón, Argentina, China y otros lares (México no figura en este filme ni en ninguno de los cuatro), y el último es un documental, The Salt of the Earth (La sal de la tierra), además de los consabidos bonus tracks y demás linduras para hacer estallar las bocinas caseras.

La numeralia contenida en estos cuatro volúmenes es interminable. Para hacer contraste a la era de la saturación informativa, echemos lápiz a la aritmética simple: ¿ya se dio cuenta, bluserísima lectora, rocanrolísimo lector, cuántos años cumplen los Rolling Stones de ser los mismísimos Rolling Stones? Asombraos los unos a los otros: 45 años 45, ¡45 años! ¡Caracho! ¡Casi medio siglo de puritito placer! ¡Cuánta vitalidad, cuánta vida! Y entonces basta voltear a ver a Papacito Jagger correr como mariposa macho los pinche mil metros del proscenio a galope loco y sin dejar de cantar y sin zacate y recordar que hace apenas dos meses, el 26 de julio, cumplió 64 años; extasiarse en el rostro de gárgola, esfinge, homúnculo divino, criatura prehistórica que es Keith Richards y cantarle Las Mañanitas por adelantado, porque el 18 de diciembre también cumplirá 64; clavarse en las arrugas milenarias, en los meandros dinosaúricos del rostro de Ronnie Wood, el más joven de estos jóvenes del alma a sus recién cumplidos 60 añitos; alivianarse con el gesto apacible, siempre cool, del maestrísimo Charlie Watts, cuyo wattaje contiene ya 66 años luz 66; constatar, por vez enésima, que viejas sus chanclas y también reverdecen si las convierten en pantuflas de ante azul y que la cultura rock ya está güevoncita, madurita y siempre a punto de turrón, y entonces, al terminar los cuatro discos cuatro de la reciente gira de Susata (apócope ¿a poco? de Sus Satanísimas) que ahí está el secreto de su eterna juventud: en el constante contacto con los jóvenes.

Estas gárgolas vivientes, estos homúnculos divinos, estos semidioses terrenales se alimentan de purititita adrenalina, del contacto con los jóvenes sin necesidad de vampirizarlos sino al contrario, compartir con ellos los elíxires vitales. Estos cuatro minotauros se vuelven todavía más poderosos en cuanto empieza a rugir la mole humana que colma cada uno de sus conciertos y empieza a chisporrotear esa energía cuántica y megatónica que se desprende de los cuerpos y de las guitarras que gimen en pleno orgasmo gentilmente con la más profunda piel del blues, blús, blúúúúússs.

De estos cuatro discos hay instantes que quedan para siempre, como el lenguaje sin palabras de Papacito Jagger, cuando en medio de la apoteosis distingue a una bella damita entre la masa, le muestra sus tetillas para que ella le responda con sus aureolas rosadas y frescas. Además de ese sueño húmedo que ocurrió en Copacabana, con el sudor acidulado del mar con arena y blues, el mejor concierto de la gira fue sin duda el que ocurrió en el estadio River Plate, de Buenos Aires, donde el tremar de la multitud, tremor de una manada de bisontes en celo, pone la piel chinita mientras las guitarras entonan arias de ópera en riffs bajo la lluvia hasta llegar a una epifanía de placer carnal multitudinario mientras suena un blues sublime. ¿Algo más sublime que eso? Helo aquí: en el momento del máximo placer, la cámara de Micky Jagger, con el grano reventado y los tonos casi sepia, enfoca a una bellísima madona que sonríe a la cámara y le muestra sus inmensos ojos verdes y sus pechos también privilegiados.

¡Ah, el blues de Sus Satanísimas! ¡Privilegio de esta corta estancia nuestra sobre la Tierra!

 
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