Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de septiembre de 2007 Num: 655

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Michelangelo Antonioni: Blow Up de ida y vuelta
RICARDO BADA

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Antonioni-Hancock. ’66 Blowup Jazz
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Michelangelo Antonioni: Blow Up de ida y vuelta

Ricardo Bada

Nadie que haya leído “Las babas del diablo”, el cuento de Julio Cortázar que inspiró Blow Up , la película de Antonioni, podrá olvidar jamás el gancho a la mandíbula que el autor nos asestó en el primer párrafo:

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.

[¿Se habrá dicho, escrito alguna vez que tanto “Las babas del diablo” como Blow Up son dos sofisticados desarrollos, sobre distintos soportes, de un proverbio de don Antonio Machado?:

“El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas:/ es ojo porque te ve.”]

Sea como fuere, lo que queda claro es que quien lea el cuento y vea la película, y a menos de que disponga de un iq digno del Guinness Book de Records , difícil es que los relacione, a no ser alertado por los títulos de crédito. Pocas veces voló tan alto la fantasía cinematográfica a partir de un texto literario, y en casi ninguna se lograron unas obras tan asimétricamente perfectas: La muerte en Venecia , El gatopardo ; los Galdós recreados por Buñuel serían las excepciones.

Además, Antonioni no engaña. En las palabras introductorias al guión (Alianza Editorial, Madrid 1970) lo dice de un modo expreso: “La idea de Blow-up [ sic ] me vino al leer un breve relato de Julio Cortázar. No me interesaba tanto el argumento como el mecanismo de las fotografías. Descarté aquél y escribí uno nuevo, en el que el mecanismo asumía un peso y un significado diversos.” Más claro, el agua.

Pero en 2003 se vuelven las tornas. Del cine regresamos a la literatura. Un escritor español, César Antonio Molina, documenta la reversión en su libro Regresar a donde no estuvimos (Memorias de ficción) .

La cosa se inicia de manera que no parece lo que va a ser. El narrador, Molina pues, llega a Ferrara, la ciudad natal de Michelangelo Antonioni, y nos habla de “Quel Bowling Sul Tevere” (“Aquella bolera junto al Tíber”), que es el cuento del ferrarense de donde sale su última película, Al di là delle nuvole ( Más allá de las nubes ), dirigida al alimón con Wim Wenders.

[Y a propósito: ¿se habrá registrado alguna vez la importancia esencial, casi como de Deus ex machina , que tienen las nubes en “Las babas del diablo”? Pero volvamos al cuento].

Un amigo le relata a Antonioni: “Un joven se enamora de una muchacha. Su instinto le dice que debe rechazarlo, pero, con la insistencia, cede un día. A punto de consumar el acto del amor, él opta sin embargo por no realizarlo. Se viste y se marcha sin dar explicaciones. Desde entonces, sólo volvieron a encontrarse al azar por la calle. Tuvieron otros amores aunque no se casaron, manteniendo con ello de este modo una forma de ?abstracta fidelidad.'”

Antonioni compara la historia del amigo con otra que leyó en un libro de Giuseppe Raimondi, Notizie dall'Emilia : “Los protagonistas se llaman Carmen y Silvano. Coinciden muchos años después en un cine, y allí entrecruzan las miradas. Carmen le mira y se deja mirar, como si preguntase: ?¿No te acuerdas?' Van a casa de ella, pero él de nuevo la abandona. Apenas hablan para evitar el remordimiento, la resignación, el desengaño, la vergüenza, el rencor. Este ir y venir se prolonga en el tiempo. Se separan, se encuentran, viven otras vidas infructuosas con personas diversas. Vuelven siempre a cruzarse, y el cariño e inquietud se sobreponen a los celos y el aburrimiento a donde hubieran sido conducidos por la dura vida cotidiana.”

Finalmente, Antonioni, por interpósita persona (Wenders), filma la película. Carmen va en bici por las calles de Ferrara cuando un automóvil se detiene a su lado y Silvano, el conductor, baja para preguntarle por una pensión. La pensión es una casa familiar, junto al río, donde Carmen, que es maestra y también se aloja allí, se encuentra luego con Silvano. Él la corteja, e incluso intenta besarla, desde el primer momento. Salen a pasear. Regresan. Carmen lo invita a su cuarto. Él no acepta, se va, y ella –decepcionada– se desnuda y se acuesta. Y al día siguiente, cuando él la busca, ella ha desaparecido.

Durante años dejan de verse. Al cabo, coinciden en el cine del segundo relato. Vuelven a pasear, esta vez por el centro de la ciudad. Ella vive ahora acá, en un pequeño apartamento en un palacio antiguo, invita a Silvano, suben, toman café, ella menciona una carta de un amante, él siente celos, se va. Nos lo cuenta Molina: “Baja las escaleras y atraviesa el jardín y, a punto de poner los pies en la calle, da media vuelta y rehace su camino, sube los peldaños y llama a la puerta. Ya sobre la cama recorre con las yemas de los dedos el cuerpo de Carmen.


Escenas de Blow Up

Lo sobrevuela casi sin apenas tocarlo, lo palpa suavemente. La pureza está representada por su braga blanca, que él no osa quitar. Cuando todo parece dispuesto, Silvano se levanta y se marcha de nuevo, mientras Carmen se queda desolada. No ha vuelto a pasar nada.”

Molina sigue contando que en Ferrara se apoderó de él “la repentina pasión por visitar los lugares del desencuentro amoroso de los personajes de Antonioni”. Y los recorre todos, pero “ningún recepcionista sabía de aquel hotel de carretera, al borde del río”. Desesperado, al no encontrarlo, alquila un auto y se marcha de la ciudad, mas esa niebla otoñal del valle del Po (“tan espesa niebla que no se ve a un metro de distancia”) le obliga a volver y encuentra un hotel donde pasa la noche. Y al levantarse por la mañana puede ver, a través de la ventana, el paisaje en cuyo centro se encontraba: “la carretera estrepitosa a un lado y al otro del río”.

Y no sólo eso. Al pagar la factura, el conserje le entrega un sobre: “No sabía quién lo había dejado, pues acababa de incorporarse a su turno y el sobre había sido depositado antes.”

Es una carta: “La abrí. Era una letra fina, en tinta azul: ‘Me gustaría verlo hoy a la una, en el café de las arcadas, frente al castillo de los Este. Carmen.'”

¿Debo continuar? ¡Estamos en el mundo de Antonioni, no en el de Clouzot! Pero sí, continúo. Porque Molina acude a la cita.

“Sabía que vendrías”, me dijo saludándome. Luego de pedir mi consumición, le pregunté por Silvano. “Apenas lo he visto en estos últimos meses, siempre aparece y desaparece. Recibo cartas y llamadas telefónicas encendidas de amor, pero estoy segura de que él no las escribe, esas frases no son suyas sino de Michelangelo.” “¿De Michelangelo?” pregunté incauto. “Sí, de Antonioni, él es el culpable de mi incierto destino. Me convenció para ser la protagonista de esta historia que se convirtió en inacabada. Silvano es muy mal actor, un aficionado, un personaje vacío. Llega inesperadamente y se va tras rozarse nuestros cuerpos. Escribí una carta a Michelangelo para renunciar a mi papel, dando el rodaje al fin por concluido. Pero él me respondió cínicamente que ya no había película, que éramos libres.”

Luego de argüir que incluso le ha escrito a Wenders, quien andaba rodando en Madagascar y no le contestó, Carmen le dice a Molina: “Estoy decidida a ser al fin yo misma. Por eso ayer, al descubrir tu condición de lector, y que eras el más fiel espectador de mi historia, que incluso hasta podrías enamorarte de mí, pensé que me comprenderías y me ayudarías a huir.”

Espero que los lectores hayan advertido que desde hace largo rato estamos viviendo en la misma atmósfera del Augusto Pérez de Niebla , la nivola de Unamuno, que se rebela contra el destino al que le condena su creador; y en la misma también de aquellos seis personajes de Pirandello, a su vez condenados a encontrar un autor. O quizás más bien, desde el punto de vista de la carpintería narrativa, en la de otra obra esencial del siciliano: Così è (se vi pare) , ( Así es (si así os parece.))

Espero también que entiendan que, a esta altura del partido, es irrelevante hablar de la obra de un creador al que se deben títulos poco menos que canónicos ( Crónica de un amor ,

Las amigas , La aventura , La noche , El eclipse , Zabriskie Point ), o algunos como Más allá de las nubes , cuyo reparto se lee casi como un Almanaque Gotha del séptimo arte: Fanny Ardant, Jeanne Moreau, Sophie Marceau, Marcelo Mastroianni, John Malkovich, Jean Reno...

Pero puesto que hemos acompañado hasta aquí el encuentro de Carmen y Molina, justo será que sigamos acompañándolos hasta que en la pantalla de este comentario aparezca la palabra fin . Pues que el fin justifica los medios.

Sostiene Molina: “Carmen me acarició la mano y noté que la gente de nuestro entorno estaba sobrecogida. Como las miradas arreciaban, llamé al camarero, le pagué y salimos a la calle. Entonces deseé que hubiera niebla, como el día anterior, para ocultarnos en ella, besarla y cogerla de la mano. La jornada brillaba a plena luz y Carmen no hacía más que saludar a la gente con la que nos cruzábamos. Bajo la ventana del palacio de los Diamantes dije que sí a todas sus propuestas, y quedamos de acuerdo para partir en ese mismo instante. Recogimos el coche y nos encaminamos al hotel. Carmen me dijo que apenas tenía cosas que recoger:

su ropa, algunos libros y otros pocos objetos. Al llegar le propuse que subiese a la habitación mientras la esperaba en el coche revisando un mapa de carreteras. Carmen iba contenta; la vi correr subiendo los escalones de entrada. A los pocos minutos oí gritar mi nombre arriba en un balcón. Me hacía señal de que subiese, dándome el número de la habitación. Pensé que tendría más bultos de los esperados y por ello debía ayudarla a bajarlos. Para no esperar al ascensor, subí por las escaleras y toqué con los nudillos en la puerta. Entonces Carmen me abrió. Lo tenía todo preparado, pero estaba esperando una llamada para comunicarse con la secretaría del colegio y anunciar su baja temporal. Me pareció tan bella como en el filme, tanto como me la imaginé al leer el texto, y no pude más tiempo reprimir mi deseo. Carmen cedió en todo menos en el favor definitivo. Aquella prenda blanca que escondía su sexo la defendía aún de mi ansiedad. Me conformé con acercar mi rostro y reposarlo sobre su secreto. Pasaron varias horas y no sonó el teléfono. Nos quedamos dormidos encima de la cama. Al despertar la tapé con una sábana, me levanté y fui hacia la ventana. La contemplé dormida, reposando confiada. Entonces, me puse a pelear con el duende. Yo, que pretendía encontrar consuelo leyendo aquel libro y viendo aquel filme, visitando por fin este lugar, allí la tenía. Era toda mía. ¿Qué podía hacer?” se pregunta Molina.

No tengo respuesta, ni creo que tampoco él mismo la tuviera, pero esta me parece una bella historia de restitución, del cine a la literatura.

Quién sabe... Tal vez algún día el protagonista del cuento de Cortázar logrará encontrar en Londres el estudio del fotógrafo donde filmó Antonioni (¿Borehamwood, Notting Hill, Peckham, Soho, South Kensington?), y entrará en él a buscar ¡qué sé yo!... ¡el leotardo verde de Jane Birkin!... y luego, al salir, descubrirá que no está en Londres, ni ese río es el Támesis, sino que está en París, y ese río es el Sena, e irá como imantado hacia los Quais de la Isla de Saint-Louis (primero el de Bourbon, después el d'Anjou, no te me desorientés, Roberto Michel), y en la íntima placita de su proa vislumbrará a una pareja que no es una pareja, y esperará todo el tiempo del mundo para hacer la foto de la seducción perfecta, mientras en el auto semioculto acecha agazapado el nauseabundo fin de la seducción, y habrá un momento en que creeré que ya, y harás ¡clic!, y nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron sonreír a Julio, o: nos me mira cómplice Antonioni, y sobre todo así: tú Carmen eran las nubes que siguen corriendo más allá de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.