Usted está aquí: lunes 1 de octubre de 2007 Opinión Península

Hermann Bellinghausen

Península

Ubicar de vuelta a Voltaire me tomó más tiempo del normal, pero eso ocurre siempre ahí donde lo normal se abstiene. Necesitaba de sus oficios para algo sumamente delicado. Una investigación tan pestilente como secreta. Como las fuentes eran de cuidado, había que cuidarlas.

Voltaire no se deja dominar por los medios electrónicos de localización. En buena medida está libre de ellos. Prefiere los circuitos cerrados, la localización manual y los encuentros personales. Es su modo de protegerse. Motivos no le faltan. Además le permite llevar con libertad su vida loca, de la cual lo que sé es menos de lo que imagino. Las cosa es que ni correo electrónico ni mensaje en la contestadora ni recadito de celular.

Tuvo que ser la casualidad, en un vagón del Metro, en la ruta Taxqueña-Tacuba-Toreo-Tirurú. Esta vez no vestía de hombre sino de india guatemalteca, o algo así, pues debajo del semiabierto faldón de Atitlán llevaba unos blue jeans bastante rotos que la cubrían de mostrar de más las piernas.

Como los nuevos convoyes del Metro ya no tienen puertas intermedias y uno puede transitar de vagón en vagón como en los trenes europeos, hacía de mi viaje una caminata por momentos accidentada en los “compermiso” que demanda el atiborramiento. La vi entonces. Como aparición. Sentada, sumergida en una novela moderna de las que gusta leer. Me detuve a su lado. Dejé caer sobre las páginas que leía una plumita de canario que no recuerdo de dónde había sacado, pero traía metida en la libreta. No levantó la cara, aunque presentí que interrumpía la lectura y casi puedo jurar, sin que me conste, que entrecerró los ojos. Un minuto largo. Una estación más. Cerró el libro con la plumita dentro. Buen separador, digamos.

Una cosa era que no contestara mis mensajes, y otra que ignorara que la estaba buscando. Pero cuando uno entra en la frecuencia de alguien, acaba por encontrar el rastro.

Su saludo fue muy raro. Reclamó, como si la culpa fuera mía, como si fuera ella quien me buscaba.

–Te tardaste, flaco.

No levantó la cara. Hablaba hacia la tapa del libro. Agradecí su licencia de llamarme “flaco” pues sé que el realismo es su fuerte. Guardé silencio. Ella también. Tercos que somos los de nuestro signo zodiacal. Pasaron tres estaciones. O sea, un rato. Le seguía tocando a ella el siguiente paso. Pero lo di yo.

–En Tacuba bajo.

Me abrí camino hacia la puerta y me aferré al tubo. La oí a mis espaldas, casi sentí su aliento en el cuello.

–Estarás contento. Se te hizo localizarme.

Vi aparecer su mano en el mismo tubo donde tenía la mía. No me tocó.

Se detuvo el convoy. Bajamos. O fuimos expelidos, más bien. Camino a la salida me orillé del gentío, volteé atrás y al fin nos miramos cara a cara.

–Hola, aparecida.

Voltaire se esforzó en no sonreír. Casi lo consigue.

–Hola –dijo, y me rozó con un rápido beso en la mejilla.

Ya en la calle nos metimos a la primera fonda y pedimos dos cervezas.

–¿Extrañas tu gin and tonic? –dije. Y ella:

–Ahora no.

En esa fonda no había alternativa, por lo demás.

–¿De qué se trata? –dijo, como si no le interesara.

–Lo de siempre –mentí. No me creyó. Pero esa misma noche tomó un avión a la península.

 
Compartir la nota:

Puede compartir la nota con otros lectores usando los servicios de del.icio.us, Fresqui y menéame, o puede conocer si existe algún blog que esté haciendo referencia a la misma a través de Technorati.