Usted está aquí: lunes 8 de octubre de 2007 Cultura Pez gordo

Hermann Bellinghausen

Pez gordo

No esperaba una respuesta tan rápida. Y menos por una vía tan, dados los tiempos, convencional: un correo electrónico. Voltaire se tomó la molestia de encriptarlo. Yo antes me había tomado la molestia de acordar un código con ella, aunque de entrada me dijo, displicente, un poco agresiva a su manera: “Ni creas que lo voy a usar”.

Apenas una semana le bastó para realizar hallazgos sorprendentes, mientras a mí fue casi un año lo que me tomó juntar unas cuantas pistas, que no merecían mejor nombre que el de indicios, más un par de intuiciones que ya ves que luego sirven. El resto eran chismes.

La dirección electrónica que empleó me resultó desconocida, pero identificable (zadig-arroba-etcétera), y adiviné de inmediato que el envío era suyo. Muy formal, comenzaba: “De: Voltaire. Para: ti”. Fecha, pero no lugar. Y su habla característica:

“Las ciudades del mundo tienen toda clase de días. Aún aquí, que nunca llueve y a las nubes las conocen por el nombre, como a los huracanes en temporada. Encontré un café tranquilo, con Internet y sin turistas en la mañana. Tiene esa orientación que coloca el lugar al sol desde temprano, pero con suficientes canceles, biombos y parasoles, estilo cubano; distribuye la sombra y hace llevadera la parte más despierta de los ojos diarios.”

Y sin más preámbulo: “Tu pez se cae de gordo. Mira que te gusta meterte en problemas. Si destapas esto, capaz que te exilan a Canadá o al otro lado del charco. Trabaja para el ex candidato a gobernador que decías. Son primos. Ya hizo otros trabajitos igual de grandes. Lo que no sabes es quién los protege realmente. A tu hombre, a tu ex candidato, y hasta tu fuente allá en México.

“Tu hombre, en adelante X, tiene limpia la fachada de empresario del espectáculo, y es por ahí que arma todo. Ríete de los chinos de Las Lomas. Este sí es impecable. Y el jefe del grupo es uno de tus millonarios favoritos: banca, empresas, radiodifusoras, casas de préstamo, tráfico legal de divisas. Poco visible, muy trasnacional, amigo de presidentes y sin vida que parezca de interés, salvo su inalienable y sospechoso celibato.”

Adiviné de inmediato de quién se trataba. Adjunto a la carta venía un archivo con datos precisos, embarques y desembarques, transferencias de fondos, montos y destinatarios. Y expedientes policiacos truncos, esbozados. Recortes de prensa de diarios locales, algunos de Tampico, de Veracruz la mayoría: secuestros de niños campesinos, todos impunes, sin sospechosos ni investigación en forma. Esta parte no la esperaba tan precisa. Voltaire realmente habló con alguien. Surgieron otros nombres, diputados, empresarios, y especialmente un alto funcionario de la policía que llevaba cuatro sexenios en cargos federales y estatales, lo que le permitía siempre “atraer” las investigaciones que pudieran involucrarlo. “La punta del iceberg”, apostillaba Voltaire al calce. Y tras puntos suspensivos: “La puntita. ¿Sabes? Tienes que venir”.

Estoy acostumbrado a creerle. Así que sentí un escalofrío. ¿Qué haríamos con esa información y para dónde luego? Apresuré mis dos o tres pendientes de banco, dentista y de la vida personal que aún conservaba en aquel entonces, y volé a la península sin mayor demora, masticando la posdata de Voltaire:

“Primero hubo indios, los degollaron. Hubo entonces españoles, Más tarde llegaron campesinos y pescadores. Con el tiempo, la zona se pobló de mexicanos. Hicieron la ciudad y los pueblos. Ahora todo pertenece al turismo. Si quedan mexicanos, son tan invisibles como en los condominios que trapean en Los Ángeles. Los actuales dueños del suelo no le tienen apego a nada, ni le ven futuro. El presente lo tienen congelado en un fondo revolvente, una inversión a plazo, que administran X y sus iguales. Porque todos ellos son iguales. Tierra y mar son desechables. Aterrador. Cuando estos capitalistas bandidos, y para colmo pederastas, hablan del ‘fin de la historia’, hay que creerles, querido.”

 
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