Usted está aquí: miércoles 10 de octubre de 2007 Opinión Isocronías

Isocronías

Ricardo Yáñez

Una magia menor

La mitad del cerebro completamente controlada y la otra, o algo así, enloquecida, experimentaba María Callas cuando cantaba. No imagino muy distinto lo que ocurre con los poetas cuando escriben.

Recurro a varias definiciones de poesía: 1) Lenguaje el más cargado de significado sensible. 2) Amor de lenguaje (no al, ni del, conste). 3) Humildad del Verbo.

Había oído que es de mala suerte cantar (pero creí que en el escenario, ante público) Caminante del Mayab. Como me gusta mucho la canción, una noche propuse, en algún lugar de la península de Yucatán, cantarla. Esa noche, inesperadamente, caminé por la carretera toda la noche.

Creo en la capacidad adivinatoria de la poesía (lo he vivido pienso que más de una vez, de modo contundente), pero no la considero un método de adivinación, sino de afinación del tiempo en el tiempo. Una vez afinada la voz de la poesía de alguna manera todo el tiempo resuena en ella, en el poema.

La ensoñación que el poema requiere conecta con lo trascendente. Pero lo trascendente no es sino la concentración (por convocación, casi siempre) de lo simbólico en un lugar determinado, que de esa manera se convierte, como en el teatro, en lugar de lugares.

La verdad sensible del poema no es, cierto, sino esa y no otra verdad, pero al oírla se diría que es toda la verdad.

Alguna vez, invitado por Carmen Villoro a un taller para sicólogos, propuse un trabajo poético con posibilidades –de eso se trataba la invitación– terapéuticas. Se trabajaron varias cosas (una inducción al estado poético, por ejemplo), pero en lo que hace a la escritura un ejercicio que duraría (eran como 25 personas) alrededor de hora y media. Se trataba de escribir un texto a partir de plantear un problema mediano (ni desmesurado ni insignificante). No cuento aquí el proceso, que es largo y habría que referir con detenimiento. Al final se preguntó a los asistentes qué pasó con el problema. Pasó a) que desapareció, b) que perdió importancia. Carmen (me autorizó a decirlo) trató un problema que había atacado desde diversos ángulos, sin solución. Con el ejercicio –hasta donde me entero, pero le pregunté bastante tiempo después– se fue. Ah, los sicólogos lo aplicaron a sus pacientes, le dieron seguimiento. Funcionó.

Durante un tiempo impartí un taller (de sensibilización a la creatividad, nacido del de poesía) en siete u ocho ciudades cada mes. Grupos diferentes, estratos sociales diferentes, idiosincrasias diferentes. Resultaba “increíble” –no lo es, por eso las comillas– cómo los temas que concentraban nuestra atención en una ciudad parecían saltar de una sede a otra, de un grupo a otro; cómo todos los grupos traían o atraían el mismo tema cada vez, cada mes.

Un instrumento musical, tocado o no, concentra siempre la atención. Y si en silencio la concentra es porque sabemos que tocado –y claro, qué mejor si bien, si excelentemente tocado– concentra efectivamente la atención. Digo que no la atención, sino el espacio-tiempo. Densifica el espacio-tiempo. Eso pasa con un poema, ya en silencio, ya pronunciado.

 
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