Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de octubre de 2007 Num: 658

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

En una tierra extraña
SOMERSET MAUGHAM

El señor sabelotodo
SOMERSET MAUGHAM

Somerset Maugham:
la infeliz honestidad

GRAHAM GREENE

Vigencia de Marx
V CONGRESO "MARX INTERNACIONAL"

El telele de la tele
BOB DYLAN

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Ana García Bergua

Contar volkswágenes

Los niños de departamento y con balcón tienen grandes posibilidades, que los de las casas bajas no tienen, aunque sean más adinerados. Para un chamaco, asomarse al balcón de su calle, mirar el cogote de la gente que pasa, las calvas, los coches, los perros, los árboles, es una cosa privilegiada. Empezando por escupir y ver a qué distancia se desvía la escupitina del caballero, la dama o el niño a quien estaba destinada, la facilidad que da la altura para lanzar proyectiles de toda índole –de los contundentes, los líquidos o los pegajosos– les permite estudiar con detenimiento, de manera simultánea, la ley de Newton y la conducta humana. Especialmente cuando a los seres humanos les llueven cosas del cielo. Desde luego, asomarse desde el balcón es una de las mayores y más gratas sorpresas que el destino reserva a los niños guardados en departamentos.

Mirar a la calle desde un balcón también sirve para esperar a que llegue alguien (y ver por dónde aparece, en qué condiciones y con quién), a que terminen las vacaciones tediosas o las tardes de lluvia en que no se puede salir. También sirve para administrar el tiempo de esas esperas de maneras más o menos ingeniosas. Nosotros de chicos esperábamos el rato en que algún invitado llegaría a comer practicando un ejercicio que mi propio padre tuvo a bien enseñarnos: contar volkswágenes. Junto con el futbol canica, otro deporte de su invención, contar volkswágenes era una manera muy eficaz de pasar el tiempo sin aburrirse demasiado. El conteo de volkswágenes era así: te apuesto a que llega después de cinco volkswágenes rojos. Y si no ocurría lo que debía ocurrir tras los cinco volkswágenes, pues se insistía: ahora sí, después de diez volkswágenes amarillos, aparece. Debo decir que el panorama de mi calle era postvelardiano: el tranvía que pasaba justo enfrente, en dos sentidos, con su ruido como de exabrupto estomacal; en la contraesquina, una lechería con sus botellas blancas y la bicicleta del lechero estacionada afuera. Enfrente un edificio rosa o amarillo, un poco tristón, y del otro lado, la alegre chimenea del Junior Club, en el que vimos alguna vez aterrizar –también desde ese balcón de barandal rojo– a una nave espacial plateada como en las películas del Santo (seguramente era un globo de Cantoya, pero bueno, en los sesenta todo lo plateado era moderno y por lo tanto espacial). La cosa es que quién sabe cuánto tiempo de la infancia pasamos en ese balcón contando volkswágenes. Todavía a veces me sorprendo diciéndome: en cuanto llegue al semáforo el volkswagen azul, se pone el alto.


Foto: cortesía de www.nextcar.com.au

Últimamente, cuando hojeo los periódicos en internet, tengo la sensación de estar contando volkswágenes de nuevo: será que todo lo que sucede, las cosas más indignantes y terribles, están ya teñidas de cierto “te lo dije”, o “ya me imaginaba que esto iba a pasar”, como un descolorido encadenamiento de consecuencias conocidas, como los cochecitos rojos –rojos por aquello de la alarma, porque de que dan susto, eso ni dudarlo. Es tal la sensación, que incluso muchos diarios ya presentan, revueltas en la primera plana, noticias de espectáculos y de nota roja, supongo que concursando por la atención del respetable que, como su servidora, sólo mira pasar volkswágenes –o en muchos casos ambulancias. A veces, sin embargo, aparece una noticia verdaderamente extraña, como esas señoras gordas portentosas que aparecían dando vuelta a la esquina a mitad de una tarde. Así me pasó hace días cuando leí algo que nunca me había imaginado que llegaría a leer en un diario: que se había terminado el esperma de ojos azules y pelo rubio. Así, agotadas las existencias, parecía decir. Después, ya leída, la noticia perdía chiste: resulta que en Estados Unidos importan dicho esperma de Dinamarca, pues es el único que garantiza que el “producto” parecerá un pequeño vikingo, y no un chino, un mexicano, un puertorriqueño, que están muy coloreados. Así los descendientes del inmigrante inglés llamado Smith podrán seguir presumiendo de su blanca tez, sin que se cuelen los escarceos de su parentela con las razas autóctonas, africanas o latinas, a lo largo de dos siglos largos. Pues qué cosa, me dije. Había aparecido en el fondo, bastante feo, el asunto de lo previsible. No por terrible menos previsible. Y yo que pensaba que se trataba de un catálogo comercial del futuro. Eso sí, había una alusión lateral al mal de las vacas locas que le daba cierto tinte de ciencia ficción. Como la nave espacial que cayó en Junior Club. Eso sí que hubiera estado bien.