Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de octubre de 2007 Num: 658

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

En una tierra extraña
SOMERSET MAUGHAM

El señor sabelotodo
SOMERSET MAUGHAM

Somerset Maugham:
la infeliz honestidad

GRAHAM GREENE

Vigencia de Marx
V CONGRESO "MARX INTERNACIONAL"

El telele de la tele
BOB DYLAN

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

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Somerset Maugham

En una tierra extraña

Soy de naturaleza nómada, pero no viajo para ver monumentos impresionantes, que de hecho me aburren en cierto modo, ni hermosos paisajes, de los que también me canso pronto; viajo para ver gente. Y evito a los grandes. No cruzaría la calle para conocer a un presidente o a un rey. Me contento con conocer al escritor en las páginas de su libro y al pintor en su pintura, pero he viajado cien leguas para ver a un misionero del que había escuchado una historia extraña y he pasado quince días en un hotel desagradable con tal de mejorar mi conocimiento de un fabricante de mesas de billar.


Somerset Maugham. Foto: Stan Meagher

Estaría tentado a decir que no me sorprende encontrar a cualquier tipo de persona si no fuera porque existe una especie que nunca deja de proporcionarme una divertida sorpresa. Esta es la mujer inglesa de edad, generalmente con medios adecuados, a la que se encuentra viviendo sola en los lugares más inesperados. Usted no se sorprende cuando escucha que vive en una villa sobre una colina en las afueras de un pequeño pueblo italiano, la única inglesa en el vecindario, y usted casi está preparado para ello cuando le señalan una hacienda solitaria en Andalucía y le dicen que está habitada por una dama inglesa desde hace muchos años. Pero es aún más sorprendente cuando usted escucha que la única persona occidental que habita en una ciudad china es una dama inglesa, no un misionero, que vive ahí quién sabe por qué, y usted es incapaz de explicar por qué otra debe habitar una isla en los Mares del Sur, y una tercera en un bungalow en las afueras de un gran poblado en Java.

Viven vidas solitarias, sin amigos, y no dan la bienvenida a los extraños. Aunque no hayan visto a nadie de su propia raza, pasarán de largo en el camino como si no lo hubieran visto a usted, y si, suponiendo su nacionalidad usted le hablara, lo más probable es que se niegue a recibirlo, pero, si lo reciben, le darán una taza de té servida de una tetera de plata y en un plato de antiguo Worcester usted encontrará galletas escocesas. Hablarán con usted amablemente, como si lo estuvieran atendiendo en una vicaría de Kent, pero cuando usted se disponga a partir no mostrarán ningún deseo particular de continuar el trato. Uno busca en vano qué extraño instinto las ha llevado a separarse de sus allegados y así vivir aparte de sus intereses naturales en una tierra extraña.

Pero de todas esas mujeres inglesas que he encontrado o tal vez sólo escuchado, la que permanece más vívida en mi memoria es una persona de edad que vivía en Asia Menor. Yo había llegado después de una tediosa jornada a un pequeño pueblo desde el que me disponía a ascender a una montaña célebre, y fui conducido a un hotel del camino que estaba a sus pies. Llegué tarde en la noche y puse mi firma en el libro. Fui a mi cuarto. Hacía frío y temblaba al desvestirme, pero al momento tocaron a la puerta y el traductor entró.

–De parte de la signora Niccolini –para mi sorpresa me entregó una botella de agua caliente. La tomé con gratitud.

–¿Quién es la signora Niccolini? –pregunté.

–Es la propietaria de este hotel –me respondió.

Le envié mi agradecimiento y se retiró. Lo último que esperaba en un hotel campestre del Asia Menor atendido por una vieja italiana era una hermosa botella de agua caliente. No hay nada que me guste más, y a la mañana siguiente, con el fin de darle las gracias en persona, pregunté si podía ver a la signora Niccolini. Vino al momento. Era una pequeña mujer robusta, no sin dignidad, y portaba un delantal rematado en hilo y un pequeño gorro de hilo. Se plantó ante mí con las manos cruzadas. Yo estaba asombrado de su aspecto, porque se veía exactamente como el ama de llaves de una gran casa inglesa.

–¿Deseaba usted hablarme, señor ? –preguntó. ¡Era una mujer inglesa con acento cockney !

–Quería agradecerle por la botella de agua caliente –respondí confundido.

–Vi en el libro de visitantes que usted era inglés, señor, y siempre envío una botella de agua caliente a los visitantes ingleses. ¿Algo más, señor?

–No por el momento, gracias.

Hizo un gentil movimiento de cabeza y se retiró. No era fácil entablar trato con ella, porque sabía su lugar, como lo hubiera dicho ella misma, y me mantuvo a distancia. Pero fui persistente y la induje a que me invitara una última taza de té en su propia sala.

Supe que había sido dama de compañía de una tal lady Ormskirk, y el signor Niccolini –porque nunca aludió a su difunto marido en otra forma– había sido chef del lord. El signor Niccolini era un hombre muy apuesto y por algunos años había habido un “entendimiento” entre ellos. Cuando ambos habían ahorrado cierta cantidad de dinero, se casaron, se retiraron del servicio y buscaron un hotel. En un anuncio vieron éste y lo compraron, porque el signor Niccolini pensó que le gustaría ver el mundo. De eso hacía treinta años y el signor Niccolini había muerto hacía quince. Su viuda nunca había regresado a Inglaterra. Le pregunté si no tenía nostalgia.

–No digo que no me gustaría regresar de visita, aunque espero encontrar muchos cambios. Pero a mi familia no le gustó la idea de que me casara con un extranjero y no les he hablado desde entonces. Claro que hay muchas cosas aquí que no son como en casa, pero es sorprendente a lo que uno se acostumbra. Veo mucha vida. No sé cómo viviría el barullo de vida que se lleva en lugares como Londres.

Era extraordinario que hubiera vivido en este salvaje y casi bárbaro país sin que la hubiera tocado. A pesar de que yo no hablaba turco y ella lo hacía con facilidad, estaba convencido de que lo hablaba incorrectamente y con acento cockney . Supongo que había seguido siendo la exacta dama de compañía remilgada, sabiendo su lugar, a través de todas estas vicisitudes, porque no tenía la facultad de sorprenderse. Tomaba todo como venía. Tomaba a cualquiera que no fuera inglés por un extranjero y por lo tanto como casi un imbécil, con el que había que ser tolerante. Manejaba a su gente con despotismo (¿acaso no sabía cómo debe ejercer su autoridad en una gran casa un sirviente de alto rango sobre la servidumbre inferior?) y todo en el hotel estaba en su sitio y limpio.

–Hago lo mejor que puedo –dijo, cuando la felicité por ello.

–Claro, uno no puede esperar que los extranjeros tengan las mismas ideas que tenemos nosotros, pero como su señoría solía decirme, “Lo que tenemos que hacer, Parker”, me dijo “lo que tenemos que hacer en esta vida es trabajar lo mejor que podamos con nuestra materia prima”.

Pero guardó su mayor sorpresa para la víspera de mi partida.

–Me agrada que no se vaya antes de ver a mis dos hijos. Han estado fuera atendiendo negocios, pero acaban de regresar. Se sorprenderá al verlos. Los he entrenado con mis propias manos, por decirlo así, y cuando yo me vaya manejarán el hotel entre los dos.

En un momento entraron dos jóvenes altos, morenos y robustos. Los ojos de ella se encendieron de placer. La abrazaron y le dieron resonantes besos.

Estreché las manos de los dos y entonces la signora Niccolini les dijo algo y ellos se fueron.

–Son jóvenes apuestos, signora –dije yo–. Usted debe estar muy orgullosa de ellos.

–Lo estoy, señor, y son buenos muchachos, los dos. Nunca me han dado un minuto de problema desde que nacieron y son la misma imagen del signor Niccolini.

–Debo decir que nadie pensaría que habían tenido una madre inglesa.

–No soy exactamente su madre, señor. Ahora los envíe para que le dijeran a ella “cómo estás”.

Debo decir que quedé un tanto confundido.

–Son los hijos que el signor Niccolini tuvo con una muchacha griega que trabajó en el hotel y al no tener hijos los adopté yo.

Traté de hacer algún comentario.

–Espero que no piense en ninguna culpa del signor Niccolini –dijo, irguiéndose un poco–. No me gustaría que usted pensara eso, señor.

Se apretó las manos otra vez y con una mezcla de orgullo y satisfacción añadió la última palabra:

–El signor Niccolini era un hombre de temperamento cabal.

Traducción de Rubén Moheno