Usted está aquí: martes 16 de octubre de 2007 Política Madres de niños violados por el cura Aguilar piden justicia

“En México nunca lo van a detener”, lamentan

Madres de niños violados por el cura Aguilar piden justicia

Demandan que se le juzque en EU, junto con Rivera Carrera

Sanjuana Martínez

Ampliar la imagen Catalina Cortez Yáñez, madre de una de las víctimas Catalina Cortez Yáñez, madre de una de las víctimas Foto: Sanjuana Martínez

Son muchas las víctimas del sacerdote Nicolás Aguilar Rivera que aún esperan justicia. “En México nunca lo van a detener”, lamenta María de Jesús Dalia González Hernández, madre de Joaquín Rodríguez, niño violado hace diez años por el cura.

El juez Elihu Berle anunciará hoy su decisión sobre la jurisdicción del juicio contra el presunto sacerdote pederasta y el cardenal Norberto Rivera Carrera. “Pedimos que lo manden a Estados Unidos, que los juzguen allá a él y al arzobispo. Aquí el padre está protegido por Rivera Carrera y por las autoridades de Puebla. Ellos saben dónde está escondido, pero no lo quieren detener”, señala doña Dalia.

El sacerdote Nicolás Aguilar Rivera, acusado de violar a más de 90 niños en México y Estados Unidos, ya prófugo de la justicia estadunidense fue reinstalado por el obispo Rosendo Huesca y destinado a distintas parroquias del estado de Puebla, como la de San Vicente Ferrer, que daba servicio a las colonias más pobres de la zona, como la Aviación, Aeropuerto, Viveros y La Huizachera.

En apenas 18 meses, el cura abusó de aproximadamente 60 niños, aunque el número exacto es difícil determinarlo, ya que muchos por miedo o por vergüenza prefirieron no denunciarlo. Nicolás Aguilar Rivera se fue ganando la confianza de la gente para acercarse a los niños. Estaba encargado de la preparación de la primera comunión y daba clases de catecismo en el patio de su casa, bajo el argumento de que el lugar era más amplio que la parroquia.

Al término de cada sesión pedía a un niño que pasara a su vivienda para “hacerle la prueba”. Incluso solicitaba permiso a los padres de familia a fin de que los pequeños pernoctaran en su casa. Así fue violando uno por uno, hasta que la población intentó lincharlo y salió huyendo protegido nuevamente por sus superiores eclesiásticos y por las autoridades de Puebla y de Morelos.

De aquellos hechos se interpusieron cuatro demandas penales en los juzgados primero y segundo de Tehuacán. En tres de los procesos se le acusó de corrupción de menores, ya que en México no existe el delito de pederastia, y se le condenó a un año de prisión, pero pagó la fianza impuesta y nunca pisó la cárcel. En el cuarto proceso, el de Joaquín, se le condenó a tres años de prisión por “violación equiparada”. La orden de aprehensión, girada en enero de 1998, continúa sin ejecutarse.

Doña Dalia y las madres de otros tres niños, Felipe, Efrén y Sergio, fueron testigos de la protección que el juez Carlos Guillermo Ramírez le brindó al sacerdote pederasta: “Él mismo le avisó cuando se giró la orden de aprehensión para que huyera”, dice la mujer, quien ha dejado la religión católica porque afirma que ya no cree en los sacerdotes y prefiere profesar con los testigos de Jehová.

Su mayor desengaño fue cuando se logró entrevistar con el sacerdote Teodoro Lima, interino de la Arquidiócesis de Puebla, en 1997: “Me comentó que la Iglesia no tenía para tanto. De plano me dijo que no había dinero para pagar un tratamiento sicológico a 60 niños. ‘¡No, no, no. Olvídese. No hay reparación, simplemente no!’ Nos dijo que perdonáramos al padre Nicolás porque estaba enfermo”.

Catalina Cortez Yáñez, madre de Efrén Alva, es vecina de la colonia Aviación. Tiene seis hijos y un marido con problemas de alcoholismo. Su hijo fue objeto de abuso sexual por el padre Nicolás cuando tenía 11 años. Efrén, al igual que sus compañeros sodomizados por el sacerdote, abandonó la secundaria debido al escarnio social. Efrén tiene ahora 20 años, está casado y a punto de ser padre; prefiere olvidar ese capítulo de su vida: “Nadie nos hizo caso. Lo protegieron. Yo les dije que de dónde iba a sacar para estar yendo al juzgado. Les dije que tenía más criaturas. Y allí quedo todo”, narra Catalina.

Frente a un altar religioso, Cortez Yáñez dice que a su hijo le ha marcado irremediablemente lo sucedido y pide justicia, aunque está segura de que aquí será muy difícil conseguirla; por eso se muestra interesada en que avance el proceso legal que se sigue en la corte superior de California: “Que lo manden para allá. Aquí ni quieren mover nada. Yo lo que quiero es que lo detengan. Debía estar detrás de las rejas, no debería estar suelto, como ahorita anda”.

La madre de familia sigue teniendo un profundo respeto por lo sacerdotes, aunque ya no confía en ellos, sobre todo cuando comprobó cómo la jerarquía católica encubre a los curas que abusan de los niños: “También el cardenal Norberto debe ser juzgado, porque él lo protegió”.

Las madres de esos menores sienten una profunda culpabilidad, pero Catalina Cortez intenta encontrar una explicación coherente para cicatrizar uno de los episodios más dolorosos de su vida: “El padre Nico llegaba a la casa y me decía: ‘Doña Catita, quiero llevarme a Efrén’. Yo le preguntaba a mi hijo: ¿te quieres ir?, y Efrén decía que sí. Así pasaron los días y las semanas. Yo tengo mi conciencia tranquila, porque le digo a mi hijo: yo jamás te obligué a que te fueras. Tú te querías ir. Yo confiaba en el padre, pues es padre, ¿no? Él sabe mucho, yo no sé leer ni escribir. Para mí los sacerdotess tienen su respeto”.

En la misma colonia, a unas cuantas casas, vive Guillermo Valladares Carrera, padre de Felipe, el otro menor atacado por el padre Nicolás. Son originarios de Huautla de Jiménez, Oaxaca, y hablan mazateco, por lo cual se expresan con dificultad en español. Tienen diez hijos y nueve nietos. Explican que su hijo tiene 21 años y sigue soltero. Abandonó la religión católica y actualmente es evangelista y le ayuda a un pastor en la sierra oaxaqueña.

Don Guillermo, de 58 años, es jardinero; comenta que nunca tuvo la oportunidad de ir a la escuela y repite en tono de resignación: “Lo que pasó ya pasó, ya qué podemos hacer”. Cuenta que entre todos los padres de familia hicieron un esfuerzo para comprar la campana de la parroquia: “Los chamacos tenían entre 10 y 13 años. Nadie sabe cómo pudo pasar una cosa de ésas. Todos sacaron los chamacos de la iglesia. No hay derecho que el padre que les enseñara una cosa mala a nuestros hijos. No hay derecho”.

Su vivienda son dos cuartos construidos a base de adobe con techo de lámina y dice que siguen siendo tan pobres como hace diez años. Recuerda los delitos cometidos por el cura: “Fue una pinche pendejada lo que les hizo. No se vale. Debe respetar a las personas. Manchan a la gente. El padre solo hizo esas chingaderas. Él es cosa mala. Que lo detengan”.

 
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