Usted está aquí: jueves 18 de octubre de 2007 Opinión Sursum corda

Olga Harmony

Sursum corda

Alguien me dijo que esta nueva comedia de Héctor Mendoza era algo muy diferente a lo que suele hacer y yo pensé que el maestro siempre hace algo diferente a lo que ha hecho, de allí la vitalidad de su teatro. Esto es verdad y no, porque Mendoza se hace preguntas importantes y las resuelve en textos bajo cuya ligereza se esconde algo más profundo, la reflexión acerca de las posibilidades no lógicas ni cartesianas de la realidad. Así ha sido con sus textos acerca del tiempo y el espacio que culminaron, hasta ahora, con Amacalone y con Sursum corda se pregunta sobre la posibilidad de los milagros –al tiempo que se discute la existencia o inexistencia de Dios–, con una ambigüedad que impide toda certeza, hasta el cómico e inesperado final que deja abiertos tanto el tema como la anécdota de amores imposibles de Mariana, Eduviges y Rodolfo.

Para hacer más nítida su propuesta, el autor sitúa la acción en una ciudad de provincia hacia finales de los años 20, cuando se iniciaba la revuelta cristera, con lo que los dos bandos familiares, la de los creyentes y la de los agnósticos se acentuaron en sus posiciones poniendo en peligro a Mariana, hasta entonces tenida por santa. Los milagros que se le atribuyen –un eclipse fuera de las leyes astronómicas y la curación de un paralítico los más notables– en realidad son realizados por ese “guardaespaldas”, Teófano Neri (nombre derivado sin duda de Teofanía, la presencia de Dios ante el hombre) al que nadie más que ella ve ni oye y que puede o no ser su ángel de la guarda, aparecido apenas cuando la joven retorna de Europa a su ciudad natal, en la que lo religioso está más presente que nunca. Ella, la agnóstica, recita a Santa Teresa maravillada por la fuerza de su poesía, a la que no le ve trasuntos místicos e incluso Eduviges hace una cita, a sabiendas o no, de la santa poeta.

Mendoza, como director, devuelve al Teatro Granero-Xavier Rojas su vocación de teatro círculo utilizando como escenografía –debida a Alejandro Luna– un único espacio, una alta plataforma rectangular de negro brillante con tenues líneas metálicas que la cruzan. Los lugares requeridos por el texto son enunciados por el texto mismo y los actores se desplazan por el escenario mientras dicen sus chispeantes diálogos con una intencionalidad contrastante. Así Eduviges se enfrenta a los demás con un decir rápido rayano casi en la histeria, mientras un calmo Rodolfo trata de hacerla entrar en razón. Cuando está presente y están en escena los demás personajes, Teófano Neri se traslada a algún rincón aunque no deja de reaccionar a lo que ocurre, y la curación de Alfredo es uno de los momentos de mayor plasticidad de la escenificación. Sus otros milagros, sobre todo los malvados que realiza en la persona de la odiosa Hilda son muy cómicos y, por cierto, privan de toda idea de misericordia al misterioso personaje que alienta –de allí el título de la obra– a Mariana a realizarlos por sí misma. Decir más de la trama sería quitar al lector que vaya a alguna función las posibilidades de irla disfrutando y descubriendo por sí mismo.

La música de Rodrigo Mendoza apoya en gran medida la escenificación y el vestuario de María y Tolita Figueroa es muy cuidado, por ejemplo en el momento en que Mariana ya está en casa y viste también de gris como Eduviges e Hilda, pero con una elegancia que las otras no poseen, o la transformación de Rodolfo, mediante la ropa, de hacendado con que llega al arquitecto citadino que es. Dora Cordero es una ansiosa Eduviges con todas las transiciones de los celos a la casi adoración de su hermana santa. Laura Padilla, graciosísima como la rencorosa Hilda, sobre todo después de que Teófano utiliza en ella sus malas artes, tuvo en el estreno un mutis de aplauso, lo que ya casi no se observa en estos tiempos. Junto a ellas, que tienen una trayectoria larga y destacada, la joven Georgina Rábago, como Mariana, refrenda sus buenas dotes de actriz en su cada vez más consolidada carrera en esta escenificación en que lleva el peso casi todo el tiempo. Roberto Soto es el buen actor de siempre como el enamorado y lleno de sentimientos culpables Rodolfo. El guardaespaldas, vestido de chinaco –lo que es un guiño que contradice lo que suponemos que es su personaje– es encarnado con malicia e intencionalidad hasta en sus momentos mudos por Fernando Escalona. Francisco Cardoso está también muy bien en el piadoso Alfredo y, como el resto del elenco, refrenda la línea de Héctor Mendoza de cuidar a los actores como creadores en un espacio neutro libre de otros apoyos.

 
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