Usted está aquí: miércoles 24 de octubre de 2007 Opinión La libido de Napoleón III

Vilma Fuentes
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La libido de Napoleón III

Tres exposiciones retrospectivas dominarán durante los próximos meses de otoño e invierno en París. Cada una es única a pesar de los vasos comunicantes que pueden encontrarse entre los tres artistas expuestos: Gustave Courbet (en el Grand Palais), Pablo Picasso (en el museo que lleva su nombre) y Alberto Giacometti (en el Museo de Arte Moderno Georges Pompidou, conocido como Centro Beaubourg). Cada uno dio un giro al compás creativo revolucionando, descubriendo, destruyendo, para recrear, las formas artísticas de la pintura y la escultura. De las exposiciones de Picasso y Giacometti escribiré más tarde.

De Courbet (1819-1877), llamado “el padre del realismo”, tuve oportunidad de admirar una primera retrospectiva (1977) en el mismo suntuoso Grand Palais. Exposición truncada, faltaba la pieza maestra de la obra de este provocador: El origen del mundo. Sin embargo, su ausencia parecía tener más fuerza que todos los cuadros expuestos. El murmullo de un escándalo en sordina apagaba el ruido que hubiese podido causar el arte de Courbet, rebasado así por su propia provocación.

Esta tela, después de más de un siglo de censura y ocultamientos, al fin exhibida en el Museo d’Orsay desde 1995, y hoy expuesta en la rotonda central del Grand Palais, tiene una historia singular. Fue realizada por Courbet a pedido, en 1866, de Khalil Bey, diplomático turco, representante del Imperio Otomano en San Petersburgo, heredero de una gran fortuna y propietario de una colección especializada en pinturas eróticas. El origen del mundo, una tela de 46 por 55 centímetros, considerada como el “más desnudo de los desnudos”, representa de la manera más realista el vientre y el sexo de una mujer recostada con los muslos bien separados. Khalil Bey va a conservar durante algún tiempo la tela en su residencia, cubierta por una cortina verde. Para su desdicha, a causa de una quiebra causada por sus enormes pérdidas en el juego, su colección es vendida y la tela de Courbet pasa de propietario en propietario hasta que Jacques Lacan la adquiere en 1955. El sicoanalista la colocó en su consultorio, oculta tras una obra realizada por su cuñado, el pintor de inspiración surrealista André Masson.

En su pintura, próximo del realismo literario de los naturalistas estilo Zolá, Gustave Courbet se ufanaba de no pintar sino lo que sus ojos miraban: “Nunca he visto ángeles ni diosas. Por eso no los pinto”. En su obra no existen vírgenes o niños Jesús, tampoco Dianas, Venus, emperadores romanos o reyes franceses. Ninguno de los temas tratados por otros pintores desde cinco siglos antes. Courbet pintaba lo que veía: una campesina al borde de un río, un entierro en el pequeño pueblo de Ornans (tela que causa escándalo durante el Salón de 1850), una pareja de enamorados en el campo. Temas triviales, familiares, cotidianos, los cuales, paradójicamente, se vuelven el acontecimiento por su capacidad para tratar un episodio en apariencia anodino como si fuese un momento crucial, y mítico, de la antigüedad.

Para una parte de la crítica, Gustave Courbet es el primer pintor por completo dedicado al realismo más radical. Pero este realismo tiene a la vez efectos previsibles e inesperados, como se puede esperar cuando la provocación es llevada a sus límites. Durante la exposicion del Salón de París de 1853, al emperador Napoleón III, en el colmo del furor (¿o del deseo?), no se le ocurrió nada mejor que azotar con su fusca el sensual trasero de la más bella de las mujeres desnudas representadas en la tela Les baigneuses, pintada por Courbet, quien no podía prever tal reacción. Inclusive si todas sus convicciones lo impulsaban a provocarla y a vanagloriarse.

Cabe recordar que fue Courbet quien, durante la Comuna de París, en 1870, hizo caer en pedazos la columna a la gloria de las guerras napoleónicas de la plaza Vendôme, símbolo que su ideal pacifista no podía sino hacerle insoportable. Este asunto le costó seis meses de prisión y el precio de los trabajos de la restauración de la columna. Para Courbet, esto significaba la ruina. Se exilió en Suiza, donde murió en la miseria. El realismo, cuando se practica con la audacia y el genio de un Gustave Courbet, no es un arte para descansar.

 
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