Usted está aquí: miércoles 31 de octubre de 2007 Opinión Sergio Méndez Arceo, patriarca de la solidaridad

Bernardo Barranco V.

Sergio Méndez Arceo, patriarca de la solidaridad

Es importante recordar a personajes como don Sergio en el centenario de su nacimiento, porque su paso ha dejado huellas en nuestra historia que con justeza deben ser aquilatadas como una trayectoria pastoralmente paradigmática en estos tiempos de sequía carismática.

En el Evangelio se narra que Jesús, al despedirse de sus discípulos, sentenció de manera imperativa: “Serán mis testigos, en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la Tierra” (Hch 1,8). Independientemente de las interpretaciones sobre su trayectoria, don Sergio fue un verdadero discípulo de Jesús y un testigo de la fe; un cristiano que supo transmitir contundentemente sus convicciones religiosas. Era poseedor de un carisma que impresionaba: un hombre alto, robusto, voz grave, mirada serena y penetrante, un sentido del humor que desarmaba. Un protagonismo involuntariamente escénico, su sola presencia focalizaba la atención: su calva, túnica blanca y su puro lo confirmaban como un personaje extraído de la literatura del romanticismo épico del siglo XIX.

Méndez Arceo poseía una formación teológica e histórica sólida: en Roma terminó su licenciatura en sagrada escritura y el doctorado en filosofía y en historia de la Iglesia en la Universidad Gregoriana. Tuvo la gran virtud de abrirse a los cambios y a las nuevas circunstancias de su época; así, transitó del viejo catolicismo de conquista y de la restauración decimonónica a las grandes aperturas y reposicionamientos del Concilio Vaticano II, y fue más allá, trabajando con energía posturas libertarias y de solidaridad latinoamericana.

Sergio Méndez Arceo nació en Tlalpan en 1907, fue ordenado en Roma en 1934 y obispo de Cuernavaca en 1952. Ahí pocos imaginaron el espíritu innovador y su atrevimiento pastoral. En efecto, inició la renovación de la fachada e interiores de la catedral e introdujo transformaciones durante la liturgia, como el acompañamiento de mariachis. Testigo de la fe, actor entusiasta y perseverante, estuvo presente en la primera reunión del CELAM en Río de Janeiro en1955; fue padre conciliar al participar en las asambleas del Concilio en los años 60; protagonista indiscutible de la segunda Conferencia de Medellín en 1968 y asistente al primer encuentro de cristianos por el socialismo, realizado en Santiago de Chile, en 1972. Su apertura pastoral y su audacia social lo convierten en el obispo que opta por los pobres que cuestionan la injusticia. Sus posturas eclesiales evidentemente lo convierten en personaje polémico, en unos momentos calumniado y cuestionado, y en otros señalado tanto por los poderes fácticos como por sectores conservadores eclesiásticos que se escandalizaban ante sus posiciones de defensa de los desheredados, por sus renovaciones litúrgicas y sus vigorosas homilías, mismas que tuvieron que transcribirse para evitar ser tergiversadas, y posteriormente publicadas, los lunes, en el Excélsior de Julio Scherer.

Enrique Maza, jesuita cercano al obispo de Cuernavaca, expresa: “Él sabía que nunca hay un cambio milagroso de los corazones y que cada generación puede dar solamente un paso. En un México sordo y ciego al sufrimiento de sus pobres, alimentó la espiritualidad de la libertad, de la personalización, de la socialización, de la lucha contra todo conato de opresión por parte de los grupos oligárquicos y poderosos… Jamás abandonó a su pueblo. Al contrario, fue la conciencia de su pueblo cuando los demás callaban. Incluso, alguna vez, abandonó la reunión de la Conferencia Episcopal, cuando no estuvo de acuerdo con algún juicio o alguna decisión. Los profetas, como don Sergio, no piensan sólo en términos de salvación individual, sino de salvación de la sociedad”.

Durante las movilizaciones estudiantiles de 1968 fue una de las pocas figuras eclesiales en levantar su voz para cuestionar los abusos de un régimen autoritario. Ante la represión del 2 de octubre, Elena Poniatowska nos recuerda así su estremecimiento: “Las palabras del obispo de Cuernavaca adquirirían gran fuerza en el México del 68. Dijo en su sermón dominical: ‘Me hace hervir la sangre la mentira, la deformación de la verdad, la ocultación de los hechos, la autocensura cobarde, la venalidad, la miopía de casi todos los medios de comunicación. Me indigna el aferramiento a sus riquezas, el ansia de poder, la ceguera afectada, el olvido de la historia, los pretextos de la salvaguardia del orden, la pantalla del progreso y del auge económico, la ostentación de sus fiestas religiosas y profanas, el abuso de la religión que hacen los privilegiados’” (La Jornada, 7/10/07).

Fue un personaje emblemático del progresismo católico del primer posconcilio. Su actuación condensa toda una época de búsquedas y de ensayos, en la que a los actores religiosos se les permitía probar terrenos novedosos. En muchos casos sufrió la suerte de los pioneros: la incomprensión y la crítica despiadada.

Don Sergio no sólo hace suyo el movimiento eclesial y social de la teología de la liberación, sino que va más allá. En los años 60 prueba la introducción del sicoanálisis en el mundo religioso y apoya los osados proyectos del abad benedictino Lemercier. Y apuesta por las investigaciones sistemáticas, las reflexiones de punta de intelectuales latinoamericanos y la circulación de ideas mediante publicaciones a través del Centro de Información y Documentación Católica (CIDOC), encabezado por el legendario Ivan Ilich. En ambos casos, el obispo de Cuernavaca da la cara y los apoya ante las impugnaciones de Roma, que decía detectar amenazas a la ortodoxia y a la disciplina.

Aunque toda su trayectoria estuvo fuertemente ligada a Latinoamérica, al final de su ruta incrementa su posición internacional mediante el ejercicio de la solidaridad, especialmente con los pueblos centroamericanos. Obtuvo reconocimientos y el respeto internacional por su congruencia y convicción. A 100 años de su nacimiento, don Sergio es un personaje a explorar.

 
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