Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 4 de noviembre de 2007 Num: 661

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El verdadero humor
es cosa seria

RODOLFO ALONSO

Sensación académica
KIKÍ DIMOULÁ

Max Aub: juegos narrativos en Juego de cartas
JOSÉ R. VALLES CALATRAVA

La flor de fuego: Leonora Carrington 90 aniversario
ELENA PONIATOWSKA

Entre Rembrandt
y Van Gogh

RICARDO BADAB

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Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA


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La flor de fuego:
Leonora Carrington 90 aniversario

Elena Poniatowska

– Leonora, no seas mala, dime algo de tu primera comunión – le pregunté a la gran pintora en una entrevista para el suplemento México en la Cultura que se publicó el 9 de junio de 1957.

–No me acuerdo de nada. ¿Por qué quieres que te hable de eso tan lejano y tan raro?

– Porque me interesa horriblemente la primera comunión de la gente, esa mañana inolvidable en que uno parece quedarse para siempre en ayunas del misterio que esperaba recibir.

–¿Para qué te fui a dar el retrato de mi primera comunión? Además, no es cierto que te lo di, tú te lo quieres llevar. Fui católica pero no me gustó.

– ¿Hiciste tu primera comunión en Londres?

–No, no. La hice en la zona de las minas de carbón donde unos hombres como diablos sacan de la tierra la luz y el calor para nosotros. No vayas a decir que no me gusta la Iglesia católica porque me mandan a Guatemala o algo peor.

– Entonces tienes que decirme a cambio las cosas más importantes que te han sucedido en la vida.

–¡Qué horror! Lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis dos hijos, pero esas cosas le pasan a cualquiera y las puede hacer todo el mundo.

“No, Leonora. Los hijos que tú has hecho no son como todos los niños del mundo. Pablo y Gabriel tienen los ojos ardientes, más negros que el carbón de las minas de Inglaterra y más luminosos que los diamantes del Transvaal con mil alfileres dentro... Y además esas tazas de chocolate que tú les das, hecho con miel de abejas y a razón de cinco barras por piocha, y que saben a puros balazos de plomo derretido, les ponen los ojos todavía más oscuros y resplandecientes, como si tú misma se los pintaras con el más espeso de los negros de humo...” Esto lo escribí en ese entonces, pero ahora escribo:

Leonora Carrington nació el 6 de abril de 1917 –este 2007 cumplió noventa años– en una pequeña ciudad llamada Chorley, Lancashire, en el norte de Inglaterra. Su padre era inglés e irlandés, su madre totalmente irlandesa. Su padre, industrial afortunado, tenía una fábrica de textiles; su madre, muy bella, era muy, muy católica. Leonora tuvo tres hermanos: Pat, Gerard y Arthur, y los cuatro vivieron en Westwood, luego en una mansión llamada Crookhey Hall que Leonora recuerda en sus cuadros y en Hazel Wood, hoy un retiro para ancianos.

La campiña inglesa impregnó la fantasía de la niña Leonora, porque una niña que vive en medio de árboles no es igual a una flor de asfalto. Muy pronto, sus padres se dieron cuenta de que habían dado a luz a una flor de fuego. Leonora corría en el húmedo verdor como un elfo más, un druida, una maga que habita un cuento de hadas. Su nana irlandesa, Mary Cavanaugh, alimentó su imaginación en esos senderos de ramas entrelazadas, en esos bosques cruzados por caballos cuyo galope blanco la hacía sentirse libre. Muy pronto habría de incendiarse al viajar a Irlanda para ver a su abuela que le reveló sus raíces celtas. Y su impermeable, porque Leonora siempre anda de abrigo y bufanda.

LEONORA MINERAL Y CELTA

Alguna vez, en su casa de la calle Chihuahua en la colonia Roma, Leonora Carrington me aconsejó echar los restos de las hojas de té, los asientos de café, las peladuras de papa o de zanahoria, las vainas de los chícharos, todo menos una salchicha –que además es antiestética–, en una maceta con tierra, ya que formarían un compost , un abono notable. Desde entonces los nomeolvides y las matas de lavanda florecen en mi jardín que es del tamaño de un pañuelo. Esta fórmula me ha llevado a pensar en Leonora incontables veces y a darme cuenta de que ella misma es un poderoso fertilizante. La tierra es su intimidad, crece y reverdece como ella, extiende sus ramas como brazos en el aire o se acuclilla en el suelo para ver mejor sus musgos, sus hongos, sus ríos de hormigas, sus orugas, catarinas de la buena suerte, todos esos organismos microscópicos que se reproducen al infinito. Desde niña, Leonora ha desentrañado secretos de la naturaleza e intuye mejor que nadie cómo complacerla. La tierra no es fácil, hay que saberle el modo, evitar su mal humor y sus castigos que resultan devastadores cuando tiembla o desata vientos huracanados y maremotos. Leonora sabe calmarla, darle su ramita de “tenme acá” como los campesinos, tranquilizarla para que no se sienta agraviada.

En alguna cena, en casa del mecenas Isaac Masri, al hablar de corrupción, mal gobierno, voracidad, el poder y el dinero, Leonora concluyó: “Sería bueno matar al pequeño Salinas de Gortari que todos tenemos dentro.”

No sólo en la pintura sino en la vida diaria de Leonora se hacen presentes los celtas. En ella hay mucho de dolmen y de menhir, de laja y de pilar de piedra, de roca y de naturaleza, de pastora y de sembradora. Leonora podría ser una diosa celta, la reina de los espectros, la dueña del inframundo, la que proporciona secretos y conoce la fórmula de las pócimas mágicas del año 1000 antes de Cristo, cuando los celtas se instalaron en las islas británicas.

Su madre le compró pinceles y acuarelas y más tarde le regaló óleos y la alentó, a pesar de la oposición de su padre, pero más que nadie, Leonora se alentó a sí misma y saltó uno a uno los obstáculos más difíciles, porque su

padre la envió a Newhall, un convento católico que antes fue uno de los palacios de Enrique viii . Nunca entendió a las monjas ni las reglas de educación impuestas a las niñas aristócratas y, desde entonces, año tras año, se sintió una desterrada, una oveja negra, una paria, proscrita por la sociedad. A los diecisiete años, su madre la presentó a la corte inglesa y una foto patentiza su belleza, pero también su rebeldía, porque al día siguiente decidió viajar a Florencia a estudiar arte. “No quiero ser una debutante, quiero pintar.” “La libertad de cada uno requiere romper el consenso de todos”, escribió Antonin Artaud.

Institutrices, campanadas, abluciones matutinas, rezos, la voz de los sueños, la ilusión, las buenas conciencias, los actos fortuitos, la domesticación, los bailes en la corte, los sistemas de poder y autosuficiencia, la prestidigitación, lo insólito, el jabalí, el diálogo con los animales y con los objetos, todo eso me une a Leonora y es también parte de mi infancia. Los seres que la habitan son la columna vertebral del cuerpo de su vida y también de la mía –la pila de agua bendita con la que me persigno–, aunque ahora en las iglesias las pilas no tengan agua. Recuerdo que una tarde quedé hipnotizada por su cuadro de monjitas que enfrentan las olas de Manzanillo en mágicas embarcaciones. Esas monjitas eran las de Eden Hall, convento del Sagrado Corazón, donde permanecí tres años, en Pennsylvania.

LEONORA SURREALISTA

Su padre, para variar, volvió a oponerse al viaje a Florencia y a la pintura, pero, después de Florencia, Leonora estudió en Londres en la Academia de Amédée Ozenfant y pintó en sus narices. (O a lo mejor le pintó la nariz.) De nuevo fue su madre quien resultó definitiva porque le regaló el libro de Herbert Read sobre surrealismo que tenía a Max Ernst en la cubierta: Deux enfants menacés par un rossignol . Lo conoció en Londres, volvió a verlo en París. Entonces descubrió el amor loco y el surrealismo. André Breton, Tanguy, Péret, Balmer, Arp, Salvador Dalí y muchos más discutían en el café de Deux Magots al que también iba Picasso. Ardían como fogatas y corrían riesgos, producían ideas y reían hasta las lágrimas de los burgueses, provocaban a los gendarmes que huelen a queso y el suyo era el triunfo de la imaginación.

El gobierno francés empezó a arrestar judíos y se llevó a Max Ernst. Para Leonora ese fue uno de los episodios más traumáticos de su vida y la hizo escapar de Saint-Martin D'Ardèche, atravesar Los Pirineos y llegar a España. Allí, en Santander, gritó su rebeldía y cumplió con lo que Tristan Tzara había postulado en su Manifiesto de 1918: “Que grite cada hombre: hay un gran trabajo destructivo, negativo por cumplir. Barrer, asear. La limpieza del individuo se afirma después del estado de locura: de locura opresiva, completa, de un mundo dejado en manos de bandidos que desgarran y destruyen los siglos.” Más tarde, Leonora escribió su libro En bas , (Abajo), Down Below , sobre su aterradora experiencia en el hospital. Si se llega hasta el fondo del pozo, se resurge porque allá abajo aguarda el resorte. Otros libros están marcados por ese maltrato: The Stone Door, ( La puerta de piedra ), Fear, (Miedo), La dama oval, La trompeta acústica , que debió encantarle a Buñuel porque era sordo.

La embajada de México en Portugal le dio asilo y Renato Leduc ofreció casarse con ella (la única forma de escapar) y así viajaron a Nueva York, en 1941, en uno de los últimos barcos en salir de Europa. Después de un año en Nueva York (volvió a ver a Max Ernst en 1942, ahora con Peggy Guggenheim), tomó el tren a México con Renato Leduc para luego separarse. Para nuestra fortuna, Leonora aquí se quedó. Renato contaba que a Leonora le daba miedo la soledad, y cuando él se iba a trabajar o a la cantina a escribir poesía, “la inglesa” hablaba más con su perro que con él. Leonora ilustró Las quince fabulillas , de Leduc. Patricia Leduc, la única hija de Renato, cuenta que Leonora los invitaba a cenar y ella y su madre se abrazaban con simpatía.

LEONORA MEXICANA

En México, Leonora encontró de nuevo a la gente con quien se sentía bien: Benjamín Péret, Alice Rahon y su marido Wolfgang Paalen, pero sobre todo Remedios Varo y Katy Horna, la fotógrafa, a través de quien conoció en 1946 al húngaro Chiqui Weisz, quien falleció en 2006, padre de sus dos hijos, Pablo y Gaby. Su círculo de intelectuales se amplió hasta llegar a Poesía en Voz Alta y hacer el vestuario y los decorados de La hija de Rapaccini , de Octavio Paz, basada en Nathaniel Hawthorne. Tanto Octavio Paz como María Félix le rindieron culto y ella retrató a la Doña , que también admiró Renato Leduc. Su actitud vanguardista la llevaría más tarde a donar un cuadro al Movimiento Estudiantil de 1968 para que se rifara y Carlos Monsiváis recuerda que lo ganó el poeta guatemalteco Raúl Leiva. ¡Qué padre sería que estuviera ahora en su “El estanquillo”!

La represión contra los estudiantes la hizo viajar a Nueva York, donde vivió con su perro filósofo Baskerville que sabía mucho de budismo.

VOLVAMOS A 1957. LEONORA es una mujer bellísima, su pelo negro es de obsidiana, ondula como un río, sus ojos sonríen y de sus manos salen flores y verduras como las de Arcimboldo. Me mira divertida:

–¿Qué se dice en las entrevistas, Elena? ¡Puras mentiras! ¿Verdad?

– Bueno, unas gentes dicen que dicen la verdad, otras de plano mienten como charlatanes de plazuela, pero al fin y al cabo todo viene siendo lo mismo.

–Pues empieza diciendo sencillamente: “Desde su más tierna infancia, la pintora Leonora Carrington se halló perpleja ante el dilema terriblemente psicológico de ser una cantante en la Scala de Milán, o de dedicarse a la agricultura metódica y racionalista que debía incluir forzosamente el diseño y la fabricación en serie de equipos agrícolas que mediante ciertos cambios podrían utilizarse en psiquiatría como prueba de eficiencia mental.”

– ¿De veras querías ser cantante de ópera?

–Lo de los aparatos es pura mentira, pero es cierto que quise cantar. Al fallarme la garganta, pues ni modo, no me quedó más remedio que ponerme a pintar. A propósito, Elenita, ¿no tienes hambre? ¿Quieres una torta?

– ¿Aquí hacen tortas?

–Sí. Tortas y tacos y todo lo que quieras.

– No, muchas gracias, mejor una limonada, pero que sea de deveras. (A lo mejor aquí las tortas y los tacos son de naturaleza muerta, y la cocinera es una bruja experta en lagartijas y colas de escorpión a la vinagreta, y los sándwiches están hechos con cartas del Tarot, esa baraja mágica que nos legaron los franceses, allá cuando Carlos IX se dedicaba a degollar protestantes y a decir misas negras.)

–Pediré dos limonadas para que escojas. Una sin limón y otra sin azúcar.

Leonora es una anfitriona excelente, para menores de edad. No hay cosa que haga más feliz a los niños que ofrecerles dos cosas iguales para que ellos perciban la diferencia.

–Como solamente podía cantar en fa menor y mi especialidad era cantar precisamente el fa sobreagudo, me dijeron que me hacía falta engordar ochenta kilos para llegar con éxito a las notas graves. Preferí quedarme flaca y pintora. (¡Pero qué chistes tan malos estoy haciendo!) Otra ambición mía era la de poner huevos, como gallina. Esto es verdad también, pero también me falló. Y como no pude cantar ni poner huevos aquí me tienes pinta que pinta.


Piezas de la exposición escultórica de Leonora Carrington, en la estación Indianilla, Ciudad de México, 19 de septiembre de 2007. Fotos: José Carlo González/La Jornada

Dicen que hay blanca, negra y roja. Lo cierto es que Leonora hace magia de todos los colores. Y es la bruja más bella que ha llegado en buen estado a nuestros días. En la Edad Media la quemaron tres veces los inquisidores de Francia, España e Inglaterra. Pero ella salió cada vez más limpia del fuego, hasta quedar convertida en delgada varilla de metal precioso. Porque Leonora Carrington es la pintora que más se parece a sus pinceles, y hasta hay quien dice que pinta con sus pestañas. Como estaba descontenta y Pisanello había pintado ya todos los pájaros del mundo, Leonora se puso a inventar otra vez la realidad. Hizo estudios de zoología fantástica y el Gavilán de Horus vuela por sus cuadros vestido de arlequín.

–Sí, sí, me acaban de regalar el libro de Jorge Luis Borges, pero en sus páginas no he hecho más que saludar a mis antiguos conocidos, Leviatán y Behemot, al Fénix, al ave de Roc, al Cancerbero, al Unicornio y al Ciervo Celestial, al pez Jasconio que San Brandan tomó por una isla y edificó en su lomo una catedral. Conozco a todos los animales metafísicos de Dante y de San Juan. En mis sueños de niña hacía espléndidas cosechas de cabezas de Hidra y de colas de Basilisco.

– Pero los seres de tus cuadros superan todas esas imaginaciones. Dime de dónde sacas esas mujeres que al mismo tiempo son ramas, nidos y pájaros, esas monjitas que se ahogan en el vaso de agua de su virtud, esos nigromantes y astrónomos de larguísimos sombreros, esos bosques de fantasmas, de larvas y de hongos venenosos con los que Octavio Paz saturó para siempre a la Hija de Rapaccini. ¡Pobre de Manolita Saavedra! Cómo se moría cada noche en el escenario asesinada por ustedes dos, retorciéndose y gritando como una cierva traspasada de saetas envenenadas.

–¿Qué quieres que te diga? A una la visitan los sueños que vienen no se sabe de dónde. Yo creo que mis cuadros son un poco cosas que soñé o pesadillas que tuve.

– Y yo que quería que me hablaras de puro surrealismo, de Max Ernst, que hizo tu retrato, y de tus amigos de París.

–Ay no, no quiero hablar de eso, pero bueno, pregúntame lo que quieras.

– Pero es que yo no sé nada del surrealismo y menos del francés, porque aquí en México suceden puras cosas fuera de lo común, ¿o no te parece? Déjame que te pregunte las tonterías de costumbre. Por ejemplo, ¿cuál es para ti el colmo de la felicidad?

–A una persona tonta, una respuesta tonta. Pues quién sabe. Hay que contestar una cosa chistosa. Estar acostada con un buen libro comiendo chocolates.

– ¿Cuál es el colmo de la infelicidad?

–Estar con gente aburrida y sin posibilidades de escapar.

– ¿Cuál es tu flor predilecta?

–Bueno, eso depende del país en que estés. Puedes decir que el girasol.

– ¿Quiénes son tus escritores favoritos?

– M. R. James, Robert Graves, James Stevens...

– ¿Tu heroína de ficción favorita?

–Tengo tantas. Espérame. Estoy pensando. Continúa tu cuestionario y me vuelves a hacer la pregunta después.

– ¿Cuál es el hecho histórico que más admiras?

–Casi ninguno, pero sí. Hay fechas históricas que admiro. Por ejemplo, la Caída del Patriarcado que ocurrirá en el siglo...

– ¿Cuál es la revolución que deseas?

–La revolución del hombre contra sí mismo. Esto no es claro. El individuo que hace la revolución contra sí mismo... Elena, tus preguntas no son nada tontas. Son muy difíciles. Yo soy muy iletrada. Leo muy poco.

– Pasemos entonces a la pintura. ¿Cuáles son tus pintores favoritos?

–Paolo Ucello, Breughel el Viejo y Jerónimo Bosco.

– ¡Qué bonito! ¿Cuál es el pintor mexicano que más admiras?

–José Luis Cuevas.

– ¿Por qué Cuevas?

–No sé. ¿No te gusta a ti?

– Sí, Leonora, lo bueno de José Luis Cuevas es que se interesa en todo y en muchas cosas además de su propia pintura. Le escriben una carta y la contesta. Le piden que haga una cosa y él la hace. Nada le aburre. No es como Françoise Sagan.

–¿Cómo es esa Sagan?

– Es la novelista de Bonjour Tristesse, (Buenos días tristeza) a quien ya nada le interesa ni le gusta. Está totalmente blasée.

–¡Qué horror! Ese es un estado de espíritu que para mí es la muerte. Qué horror, qué horror. ¿De verdad no le gusta nada? Para mí sería la pesadilla más espantosa que eso les pasara a mis hijos. Si quieres, Elena, podemos decir algunas cosas acerca del espíritu abstracto existencialista. A los que dicen que el surrealismo está muerto, hay que darles un buen palo.

– ¿Viste que había un reportaje de Cuevas en Life?
En ese momento se acerca un cachorrito, un animalito mitad conejo y mitad perro, todo dulce y tibio.

–Mira Elena, se llama Georgy Gómez. Porque es mitad escocés y mitad mexicano... ¡Georgy, Georgy!

El perro se acuesta y nos vigila. Huele a ajo.

–No, no vi el reportaje sobre Cuevas en Life ...

– ¿Y no has visto el de Mathieu?

–Es la plaga ese Mathieu. No lo conozco, así que es completamente un horror impersonal el que le tengo. Mathieu es el último espanto de la pintura. Es mucho peor que Bernard Buffet. Parece que pinta con pasta de dientes. Es un francés que se hace muchísima publicidad, y cuando lo entrevistan se sienta en un trono. ¿Sabes cómo pinta? Corriendo, corriendo. Es algo horrible. Estamos en una época de pintura dentífrica.

– ¿Cuál es tu color favorito?

–Un color para mí no existe sin otro color junto a él.

– ¿Cuál es el elemento terrenal que prefieres? ¿El agua, el fuego, el aire, la tierra?

–Esta pregunta es igual a la anterior. Un elemento no existe sin otro, todos me gustan.

– ¿Cómo quisieras morir?

–No me gustaría morir de ninguna manera, pero si debo hacerlo algún día, que sea a los quinientos años de edad y por evaporación lenta.

– ¿Cuál es tu música favorita?

–La que tocan los gaiteros de Escocia.

– ¿Por qué te gustan ésos?

–Me encantan, pero no te puedo decir por qué. ¿Quieres oírlos? Ahorita te pongo un disco.

– No, Leonora, gracias. Si no, nunca acabaríamos la entrevista. ¿Cuál es tu fruta favorita?

–La nectarina, una fruta que se come en Inglaterra entre ciruela y durazno. Sabes, estoy pensando acerca de esa pregunta que me hiciste sobre la revolución. Realmente me declaro por la revolución pero estoy muy en contra del comunismo. Estoy por el acuerdo final entre los seres, entre los hombres y las mujeres, entre los hombres y las mujeres y los animales y los pájaros.

– ¿Cuál es tu pájaro favorito?

–La garza. Pero también el ganso. Me gustan muchos los gansos salvajes. También me encantan los patos. ¿A ti cuáles?

– A mí los gorriones, esos pajaritos grises y cafés que se esconden en los techos de las casas. ¿Leonora, en dónde te gustaría vivir?

–Aquí en México, donde estoy.

– ¿Cuál es tu autor favorito?

–¿Eh?

– El escritor mexicano que más te ha impresionado.

–Tú.

– ¡No!

–Sí, ándale, ándale, pon Elena Poniatowska.

– Así como quien no quiere la cosa. ¿Cómo voy a poner semejante barbaridad?

–Sí, sí, para iniciar tu carrera de escritora, para lanzarte. Sí, ándale, ándale. Lo pones de una manera diferente, como si tú no fueras. He leído tus Viajes en Medio Oriente ¿No has escrito eso? Qué importa. Yo no sé lo que has escrito pero no importa. En realidad tengo una radical imposibilidad para leer en español.

– ¿Pero entonces no has leído a Octavio Paz? ¿Cómo es que hiciste los decorados para Poesía en Voz Alta?

–¡Ah, sí! Octavio Paz es el único que he leído.

–¿ Leíste su poesía o El laberinto de la soledad?

–Su poesía. A mí las teorías no me interesan.

– ¿Qué es lo que más te gusta comer?

–Chocolate, ajo, mucho ajo y papas. ¿Yo creo que ya, verdad?

– Sí, me voy antes de que llueva.

–Te podría caer encima una lluvia radiactiva. Dijeron en el periódico que estaba lloviendo radiactivísimamente.

LEONORA Y LA ESCULTURA


Foto: Cristina Rodríguez/
La Jornada

Ir a casa de Leonora siempre me hizo muchísima ilusión. Recuerdo una noche en que cenamos mole. Pablo y Gaby se habían ido a dormir. Leonora había cocinado el mole desde la noche anterior y siguió toda la mañana, toda la tarde y cada vez le echaba más cosas. Lo movía en una cazuela de barro con una inmensa cuchara. (Hay que aclarar que el lugar de encuentro en casa de Leonora es la cocina.) Cuando el mole quedó bastante espeso y sobre todo pe-sa-do, nos lo sirvió con el mismo cucharón en un plato sopero. Lo oía yo caer por mi garganta hasta el estómago, clonk, clonk, clonk, clonk (Leonora aún no escribía su texto acerca de cómo se había comido al arzobispo de Westminster en mole verde), y cuando terminamos y limpiamos el plato y nuestros labios, Leonora ordenó: Chiqui, get the desert y Chiqui subió a un ropero y bajó de lo alto unas tabletas de chocolate “Crunch, crunch” y unas barras de Hershey's de la época del pleistoceno, y así terminó una cena memorable, casi tanto como el cuento “La invención del mole” que publicó la Revista Mexicana de Literatura.

Hasta 1980, los dueños de galerías de Europa, Estados Unidos y México calculaban que Leonora había pintado más de mil cuadros, cientos de dibujos, acuarelas, temples, además de sus esculturas y tapices y del mural El mundo mágico de los mayas en el Museo Nacional de Antropología, hecho en 1964. ¡Nadie esperaba que a los noventa años sorprendiera al mundo con sus formidables esculturas!

Ahora, en el extraordinario museo de la Indianilla , de Isaac Masri, gritan sus esculturas como lo pedía Tristan Tzara. Once figuras en bronce se alzan hasta llegar al techo ya de por sí muy alto (y muy bello), porque a Leonora sus sueños la hacen levitar. Hasta el Horno de Simón Magus vuela, porque su manija es un pájaro, como vuela la notable Música para sordos y la Mesa caníbal de dos caras y la Esfinge , y La sombra del ahuehuete que deshace sus brazos y desgarra sus vestiduras. La madre de los lobos nos devuelve a la fijación de Leonora por cuatro animales: el caballo, el lobo, la hiena y el jabalí. La virgen de la cueva parece ofrecer la sangre de Cristo en una cuenca, y otra bella máscara lleva el nombre de Corrunus . La escultura es táctil, se hace con las manos, y es bonito imaginar las manos nerviosas de Leonora y sus ojos de pájaro esculpiendo. Harry Potter no está tan lejos de ella, se remonta a las antiguas fábulas y por eso conquista a millones de lectores ansiosos de otra realidad. Al sacar de sí misma los fantasmas, Leonora se acendra y nos los endosa, habitan nuestra alma como en la suya y la forjan. Leonora martillea la mía. Pasar de la cera perdida al bronce es algo contra lo que nadie puede. Casi todos los títulos de las pinturas de Leonora son ingleses. Me identifico con el Retorno de la Osa Mayor porque Guillermo Haro sabía ver el cielo, y hago mío el cuadro en el que aparecen Pablo y Gaby, niños, con sus capas negras: Y entonces vimos a la hija del Minotauro. Crookhey Hall también ejerce la misma fascinación.

A los noventa años, dos más que Doris Lessing, Leonora nos deslumbra con una asombrosa exposición. Reconocida en el mundo entero como uno de los pilares del surrealismo, Leonora Carrington ya era revolucionaria antes de su encuentro con los surrealistas y su amor por Max Ernst. Muy pronto se dio cuenta de la injusticia del mundo y de la sinrazón de la sociedad en contra de las mujeres. En el convento de monjas debieron darle algunas pruebas de las limitaciones que se les imponen a las niñas y con razón la expulsaron por su rebeldía. Nunca se doblegó, fue siempre una yegua rebelde con crines de fuego, y el propio Max Ernst la bautizó Bride of the wind , “Novia del viento”.

Sensible hasta la exacerbación al encarcelamiento de Ernst, el sufrimiento maduró su obra y ahora es ella quien guía a los hombres y a las mujeres hacia un mundo en que pueden salvarlos los poderes de la mente (y del corazón). En el mundo de la tecnología, Leonora es la primera en temerle a la noche y a las malas vibras, y la primera en crear una atmósfera en que los animales son fuerzas del destino, como los nahuales lo son de los indígenas. Con razón una de las maravillosas esculturas que presenta en el Museo de Isaac Masri se llama: El nahual del mono con su águila en el dedo. A cada uno de nosotros le corresponde un animalito sobre la tierra, un hermano, un ángel de la guarda sin alas aparentes. El suyo es el caballo. Y tiene alas de arcángel.

Gracias a Leonora giramos entre el inconsciente y el mundo de la naturaleza. Gracias a ella, también, México puede ostentar la joya más preciada en la corona del surrealismo, o mejor dicho, la estrella más alta en el alto árbol de quienes quisieron transformar al mundo: los surrealistas.