Usted está aquí: lunes 5 de noviembre de 2007 Deportes Domingueó el sol con Tomás

José Cueli

Domingueó el sol con Tomás

Un sol invernal y un cielo azul transparente domingueaban la plaza México en el inicio de las corridas de la plaza México, con la prestación de José Tomás. Abrirse de capa en su primer enemigo y a veroniquear marcando los tres tiempos, en seis o siete lances rematados con una media y larga farolada que voltearon el coso de cabeza. Lástima que los toritos de Barralva, descastados, débiles, soportando un puyacito restaban emoción a las faenas de José Tomás y Rafael Ortega. No son los toros que requiere José Tomás para brindar el prodigio de su toreo.

El madrileño torrente de fuerza natural se deslizaba en el redondel cual ola de fondo, o el frescor de una llama de fuego capaz de acabar con los toros, al desenvolver la envoltura de su capote y muleta, que mientras más desenvolvía más natural se expresaba. Todo esto quieto, seguido y armónico. Enigmática envoltura del musical capote y muleta de José Tomás diáfana hechizaría en mayas de brujo tejido. Rueca ancestral que en hebras de eternidad era hilatura torera que nos llegó de allende el mar.

Pasión tañida de cuerdas y pases naturales en donde se sentían los pulsos del silencio que corrían cual jaca enjaezada cabalgando por míticas sendas, arena y faralaes al viento que se cubrían al enlazarse en roja torería, imposibles de ligar por la debilidad del toro. Todo esto lo superó en ambos toros, debido a una armonía estructural de acuerdo con las condiciones de cada uno de sus enemigos. A los que estoqueó de media tendida y una en todo lo alto que hizo rodar al burel al salir del embroque. En igual forma Rafael Ortega despachó a su primero de estocada en todo lo alto.

Fuerza torera de José Tomás que parece buscar la muerte, para saber de que esta hecha. Torero de vida o muerte, de placer o de dolor, es cuerpo sangre. Alma desgarrada atormentada que embriaga al igual que una mujer ardiente y lejana. Tenía el torero nacido en Galapagar un capote y una muleta en misterioso encanto que dejaba en el espíritu una huella inolvidable, una atracción antigua y penetrante. La sangre rezaba con el vuelo de su trapo rojo y amarillo, y su traje de luces color grana que recorrían la piel al rematar las series con esa media de lujo o las trincherrillas debajo de la pala del pitón. Hasta terminar por salir a hombros.

 
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