Usted está aquí: domingo 11 de noviembre de 2007 Política Falleció Miguel Luna, editor por vocación y fundador de La Jornada

Brindó el inmueble en el que se ideó el proyecto que condujo al nacimiento del diario

Falleció Miguel Luna, editor por vocación y fundador de La Jornada

Sesentaiochero activo, después de Tlatelolco emigró a París y trabajó en el periódico del Partido Comunista, L’Humanité

Hombre con creatividad infinita para resolver problemas: Carlos Payán

Blanche Petrich

Ampliar la imagen Miguel Luna Pimentel en una de sus largas jornadas nocturnas Miguel Luna Pimentel en una de sus largas jornadas nocturnas Foto: La Jornada

Miguel Luna Pimentel, el coordinador de producción de La Jornada y fundador de este diario, falleció ayer a los 60 años tras una larga enfermedad. Arquitecto de formación, diseñador por adopción y editor por vocación, Luna fue el responsable de cuidar, cada noche por más de 23 años, el trayecto del periódico desde el momento en que se cierra la edición hasta la salida de la imprenta.

Fue, sobre todo, un hombre que creyó en esta empresa periodística.

En 1983, el grupo de directivos, escritores y reporteros que habían renunciado al Unomásuno empezaron a soñar en colectivo un nuevo proyecto. Y había que empezar por tener un techo. Los futuros jornaleros buscaban un sitio donde estar, donde discutir y empezar a sentar las primeras líneas. Jesús Miguel López, periodista de la sección económica, puso en contacto a Carlos Payán, quien nos encabezaba, y a un joven editor que había visto quebrar su empresa, Espiral Editores. La editorial tenía una casa en la colonia Roma, un viejo inmueble de dos pisos, techos altos y espacios amplios que parecía perfecto para las necesidades de la futura empresa. Luna lo puso a disposición del colectivo sin cobrar renta. Ahí, en Durango 67, nació La Jornada.

Pero Miguel Luna brindó mucho más que una casa para construir un periódico que en aquellos días era poco más que un sueño compartido. En la medida en que el proyecto se concretaba, se ponía a votación el nombre del nuevo diario, se redactaba el ideario de La Jornada y se revisaban una y otra vez los fundamentos de una sociedad anónima de nuevo tipo que finalmente fue Desarrollo de Medios (Demos), Luna dejó de ser el anfitrión para convertirse en un entusiasta participante. En esos cuartos de duela rechinante y grandes lámparas de papel de china su figura menuda y su infaltable cigarrillo se convirtieron en la presencia más asidua.

Personaje de contactos y amistades diversas, Miguel Luna fue quien encontró el inmueble donde La Jornada finalmente instaló sus oficinas y su redacción, el antiguo edificio de Fundidora Monterrey en Balderas 68.

Luna fue un sesentaiochero activo. Después de Tlatelolco, emigró a París y fue parte de aquella diáspora mexicana instalada en la bohemia y la militancia de izquierda a orillas del Sena. Ahí encontró trabajo en las galeras del periódico del Partido Comunista francés, L’Humanité. Sin conocer el oficio, empezó a diseñar páginas y pronto dominó ese arte. Con un salario fijo y un instinto incurable de la hospitalidad, siempre fue una mano tendida para muchos latinoamericanos sin francos suficientes para comprarse una cena.

Pertenecía a una célula de comunistas mexicanos que en la miseria total se reunían para arreglar el mundo. Un día, en una “sesión urgente”, Guillermo Rosset, comisario del núcleo, anunció solemnemente: “Desde hoy, todo va a cambiar. Y tú, Miguel, te regresas a México a levantar a la clase obrera”. El joven contestó azorado: “¿Yo solo?” Esa es la orden, le dijeron. Y se regresó.

De vuelta al Distrito Federal fundó, junto con Javier Wimer, la revista Nueva Política, importante espacio de debate y análisis en los años setenta. En una de sus ediciones monográficas se publicó íntegra la primera obra de Ryczard Kapuscinski conocida en México, La guerra de Angola. Después fundó, con otros socios, la editorial Espiral Editores. Cuando quebró la empresa, empezó su relación con La Jornada.

El director fundador del diario, Carlos Payán, recuerda que la experiencia de Luna en L’Humanité le permitió contribuir para el diseño y formación de las primeras páginas del periódico recién nacido. Pero su aportación no se limitaba al diseño y la producción. “Era un hombre con una creatividad infinita para revolver problemas. Recuerdo una noche que, en horas pico, se nos fue la luz en Balderas. No podíamos conseguir ni siquiera una planta. Miguel me dijo: dame 100 pesos. Se los dimos y se fue. Compró una botella y se metió al Metro. No sé qué hizo, pero al rato unos hombres estaban sacando de la alcantarilla unos cables de luz que sacaron de la estación Juárez para pasarnos electricidad. Así salvamos la edición ese día”.

La Jornada queda en deuda con Miguel Luna. Le sobreviven su esposa Danielle Mendelgwaig y su hija Valeria.

 
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