Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de noviembre de 2007 Num: 662

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Una polémica con
Ortega y Gasset

ARTURO SOUTO ALABARCE

Sánchez Mejías: las tablas, el ruedo y la vida
OCTAVIO OLVERA

Mujeres poetas del ’27:
un olvido que no cesa

CARLOS PINEDA

Breve antología

La danza de los quarks
NORMA ÁVILA

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
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LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

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Artes Visuales
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Sánchez Mejías: las tablas, el ruedo y la vida

Octavio Olvera

A la memoria de María de Lourdes,
por las inolvidables tardes de toros en la Plaza México

El mitológico espada Juan Belmonte develó el miedo redondo que aprisiona a todo aquel que baja a la arena para enfrentarse con el toro: “Las plazas están cerradas, no para que no se escapen los toros, sino para que no se escapen los toreros,” dijo alguna vez. Ignacio Sánchez Mejías, torero y dramaturgo que sumó su vida a la tragedia, nunca obedeció ese dogma: “Los toros me parecen unos animalitos inofensivos”, le confesó al gran historiador de la fiesta brava don José María de Cossío. Era verdad, su fama se nutría de múltiples virtudes y aventuras, de las que se ponderan su clara inteligencia y su valor en el ruedo, valor patológico que ostentaba como si una de las parcas lo hubiera ahijado. Temerario, apretado con el toro al aire, gustaba de poner los garapullos en tablas. Despreciaba el peligro y éste, despechado, buscaba la manera de entramparlo en cada uno de sus pases. Mejías dio su último muletazo en la plaza de Manzanares en 1934, luego de su primer regreso a los ruedos, gastando la suerte de pasar el toro por alto sentado en el estribo. La fatalidad confabuló que el toro se llamara Granadino, para mayor dolor de su amigo el poeta Federico García Lorca, quien le dedicó la elegía “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, que para muchos es uno de sus poemas más logrados. Mejías no murió en la arena. Los médicos no pudieron repeler su destino; su ingle nació anhelando un toro y desde los campos de Ayala un asta deliraba ya la gangrena. Dos días después de la cornada, convulsionado en infernales fiebres, dejó de existir.

Se presume que a él se debe el nacimiento, como grupo, de los que conformaron la llamada Generación del '27. Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Jorge Guillén, José Bergamín y Rafael Alberti, entre otros jóvenes pero ya notables poetas, asistieron a su convocatoria para conmemorar en su natal Sevilla el tricentenario de Góngora.

De todos ellos, Rafael Alberti fue con quien mayor trato tuvo. Se conocieron por obra de José María de Cossío y de inmediato se hicieron grandes amigos. Una tarde de junio del gongorino año de 1927, en la Plaza de Pontevedra, Mejías decidió dejar los trastos para dedicarse al teatro y otras aventuras, no sin antes meter a los ruedos a su amigo poeta, quien se rehusaba, pues su gusto por los toros no llegaba más allá de los tendidos y los versos. Algún poder hipnótico tenía Ignacio porque logró convencerlo. El autor de Marinero en tierra partió plaza por primera vez el día en que Mejías se retiraba. Cuando vio el primer “ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero”, se apoltronó en el callejón, estatuario y sin aliento, hasta que terminó la lidia. Mejías brindó su último toro a Cossío; Alberti, sin brindar toro alguno, se cortó también la coleta.

De esta amistad nació el dolor en letra que firmó Alberti en la desaparecida Plaza de El Toreo de La Condesa, en México, donde Ignacio tuvo tardes de triunfo allá por los tiempos centenarios del novecientos veintiuno. La elegía “Verte y no verte”, menos conocida que el “Llanto…” de Lorca, concibe la imposible redondez invertida del destino trágico del amigo:

La sangre de tu muerte y la otra, viva,
la que fuera de ti bebió este ruedo,
gloriosamente en unidad activa,
moverán lunas, vientos, tierras, mares,
como estoques unidos contra el miedo:
la sangre de tu muerte en Manzanares,
la sangre de tu vida
por la arena de México absorbida.


Sánchez Mejías ante el cadáver de Joselito

La muerte de Mejías tiene la connotación de una doble fatalidad: la suya propia y el próximo destino ingrato de España durante la Guerra civil. En 1934 “una de los dos Españas” no podía equilibrar el reto de la historia. La Segunda República entraba en serias contradicciones. En su reflejo se desconocía: falta de trabajo, descontento obrero y campesino, huelgas: convulsión social. La otra España, la franquista, se preparaba para “helarle el corazón” a sus contrarios con La Falange. Cuando la historia la hacen las almas miopes que creen ciegamente en sus visiones, la fe se pierde y el trastorno se vuelve realidad. El poeta José Moreno Villa reflejaba la densa atmósfera española prefranquista en un elocuente artículo titulado “Yo los mataba a todos”, donde dice:

Al parecer todos somos dignos de muerte y todos queremos darla. Un veneno cruel nos circula por la sangre, una toxina de locura. […] Hay verdadera ansia de extermino. Y se extiende más allá de las personas: todavía no se dice: “Quisiera acabar con todas las cosas”, pero se hace. […] Los destructores temibles para el Estado y para la nación son ese alud de ventajistas, aprovechados y logreros, incompetentes todos, que por militar en partidos numerosos tienen derecho –lo que llaman derecho– al mando. Nuevos vándalos que, enloquecidos por los gajes en perspectiva, no pueden columbrar lo nauseabundo de su pobretería y lo miserable de su locura.

Es el mismo tiempo y la misma atmósfera en que Sánchez Mejías, por alguna razón inconcebible decidía regresar a los ruedos, sin el lujo de la juventud en su cuerpo y sin reflejos para practicar el arte del toreo que es también el de burlar la muerte con agilidad y gracia. El día de su última corrida acudió sin ánimo ni cuadrilla, algo ineluctable se tejía en su actitud, tan ineluctable como el ingrato destino de España. De alguna insospechada forma, su muerte era el preludio de la sinrazón que envolvería a su patria.

Así lo acusan las dos elegías para él dedicadas; la de Lorca: “¡Oh blanco muro de España!”, el albo lienzo donde se plasmará el cruento dibujo fraticida de los fusilamientos. La de Alberti: “Verte y no verte. Yo, lejos navegando, tú, por la muerte”, el soplo de la suerte de los exiliados que partirán por el mar hacia extrañas tierras (muchos de ellos llegarán a México) y la resistencia de los republicanos que perderán la vida con el fusil echando fuego, o peor aún, los que sobrevivirán en la zozobra, perseguidos por la represión franquista en su propia tierra .


La tumba de Ignacio Sánchez Mejías

Ignacio Sánchez Mejías fue “rico de aventuras”: dramaturgo, torero, corredor de autos, director del equipo de futbol Betis. Su amante última, Marcelle Auclair, lo cifró así: “Ignacio no era seductor, era la seducción misma.” Sin embargo, la descomunal laya de este hombre se ha vuelto poéticamente inmortal debido a sus amigos artistas y poetas de la Generación del '27.

Guillén, Bergamín, Cossío, Lorca, Alberti, le dedicaron sus letras cuando murió. Atrás de las elegías y de la fatalidad de Ignacio, España guardaba un futuro desafiante, las dos Españas que fraguaban en un viejo anhelo el recuerdo imposible de una España unida. La muerte hacía su voluntad. Tres siglos antes, Quevedo lo presintió:

Miré los muros de la patria mía,
[…]
vencida de la edad sentí mi espada.
Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.