13 de noviembre de 2007     Número 2

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


Una mirada al campo desde la literatura

De poderes y alteridades en Pedro Páramo

Julio Moguel

Fue muy fácil para el pensamiento occidental moderno encamisar al hombre en el molde simple y llano del vértigo que viene de “lo abierto”, léase de lo urbano y de su tiempo-línea-fuga-movimiento, alias velocidad. Lo abstracto se vio como “lo propio”, y la forma hizo a un lado sus contenidos específicos para hacerse volátil, rayo acaso, o nada. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”: tal fue la voz de identidad –y alerta– de la nueva temporalidad.

En la década de los 50 del siglo pasado, en México, cuando la mayoría de los filósofos y literatos se preparaban para ajustar sus plumas a dicha dimensión, un vendedor de llantas de la Goodrich, enamorado de su tierra y de las letras, llegó para contradecir. Y dijo que en lo otro, en la alteridad de lo rural y de los muertos, habría claves-verdades esenciales –propias, fundantes– del referido homo de esa modernidad.

La presente nota quiere recordar la –entonces– solitaria voz de Juan Rulfo, lanzada desde Pedro Páramo, su obra mayor.

Los personajes populares de Pedro Páramo son, desde la mirada del protagonista principal, prácticamente inexistentes, menos que fantasmas, nada. Ello se expresa con suficiente claridad en la siguiente conversación entre Fulgor Sedano y su mandamás:

−Será lo que usted diga, don Pedro; pero esa mujer que vino ayer a llorar aquí, alegando que el hijo de usted le había matado a su marido, estaba de a tiro desconsolada. Yo sé medir el desconsuelo, don Pedro. Y esa mujer lo cargaba por kilos. Le ofrecí cincuenta hectolitros de maíz para que se olvidara del asunto; pero no los quiso. Entonces le prometí que corregiríamos el daño de algún modo. No se conformó.

−¿De quién se trataba?

−Es gente que no conozco

−No tienes pues por qué apurarte, Fulgor. Esa gente no existe.

Este desprecio desde el poder cobra toda su relevancia cuando entendemos que se trata de un ninguneo asumido por los propios pobladores de Comala, pues desde su propia voz son poca cosa, ilusiones perdidas (como las de Damiana), voluntades vencidas (como las de Juan Preciado), sueños apenas, sombras, nada. Se trata, en suma, de una “servidumbre aceptada o voluntaria” que encuentra en “el destino” o “la culpa” los orígenes últimos de su mal.

¿Cuál es el significado de que Juan Preciado pregunte a otros muertos: “están ustedes muertos”?, inquirió en algún momento el periodista argentino Máximo Simspon al autor de Pedro Páramo. La respuesta de Rulfo es una perla:

“Con la pregunta ‘¿están ustedes muertos?’ se quiere encontrar una respuesta al porqué de las fuerzas del poder, no obstante que operan en todas direcciones, permanecen en la oscuridad. Hay ocasiones en que uno desearía saber dónde se oculta aquello que causa a veces tanto daño. Por ejemplo, ignoramos cómo se produce y cunde la pobreza; quién o qué la causa y por qué. Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso; pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable nuestra vida. Usted dirá que ese planteamiento no aparece nunca en Pedro Páramo; pero yo le digo que sí, que allí está desde el principio y que toda la novela se reduce a esa y única pregunta: ¿dónde está la fuerza que causa nuestra miseria? Y hablo de miseria con todas sus implicaciones.”

Pedro Páramo es el cacique absoluto, dueño de hombres y “de toda la tierra que se puede abarcar con la mirada”, a la vez que alma negativa sustanciada en los dolores, males y desgracias de los pobladores vivos-muertos de Comala. Representa, entonces, además de un poder específico que deriva su fuerza de la fuerza, del uso y abuso de la violencia, un poder desplegado que mata sin matar, corrompe en vida y envilece.

¿Representa entonces Pedro Páramo el poder de los caciques mexicanos de una región particular en un tiempo determinado? Sí y no, pues “extiende” su ámbito de “representación” hacia un tiempo que es pasado y es futuro, en una configuración mítica que simboliza en realidad “todo poder”. De allí la condición universal del personaje. Nadie mejor que el propio Rulfo para hablar sobre los alcances de dicha “representación”:

“Pedro Páramo es un cacique. Eso ni quien se lo quite. Estos sujetos aparecieron en nuestro Continente desde la época de la conquista con el nombre de encomenderos, y ni las Leyes de Indias ni el fin del coloniaje, ni aun las revoluciones, lograron extirpar esa mala yerba. Aún en nuestros días, los hay que son dueños hasta de países enteros; pero concretándonos a México, el cacicazgo existía como forma de gobierno siglos antes del descubrimiento de América, de tal suerte que los conquistadores españoles sólo ‘echaron raspa’, es decir, les fue fácil desplazar al cacique indio para tomar ellos su lugar. Así nació la encomienda y más tarde la hacienda con su secuela de latifundismo o monopolio de la tierra. Esa es la realidad, sin tapujos ni metáforas ni nada de sueños. Pedro Páramo es un cacique de los que abundan todavía en nuestros países: hombres que adquieren poder mediante la acumulación de bienes y éstos, a su vez, les otorgan un grado muy alto de impunidad para someter al prójimo e imponer sus propias leyes. No hay en ello, pues, ninguna metáfora, si acaso cierta metamorfosis que los convierte, por asociación, en consorcios o en sociedades anónimas al servicio de determinados intereses (...)”

“Caciques”, “encomenderos”, “dueños de países enteros”, “hombres que adquieren poder mediante la acumulación de bienes”, “consorcios” o “sociedades anónimas al servicio de determinados intereses”: en síntesis, los Pedro Páramo de antes y de ahora, que tienen “un alto grado de impunidad para someter al prójimo e imponer sus propias leyes”.

En otras palabras, al construir su personaje Rulfo, extiende el sentido de su reflexión hacia las manifestaciones sutiles y complejas del “poder abstracto” de las épocas modernas, sustanciado en sus formas complejas de fetichización o encantamiento: “Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre”, dijo Bartolomé San Juan a su hija Susana en la novela.

Para “territorializar” plenamente ese sentido del poder Rulfo, acompaña su escritura con otra línea de aproximación: hace a un lado el revestimiento jurídico-institucional que soporta y entreteje las relaciones de poder, para integrar la trama en un espacio-tiempo primordial de carácter ficcional “no-historizado”. Salvo por el licenciado Gerardo Trujillo, cuyo paso por la novela es relativamente fugaz, en Pedro Páramo no hay comisarios o agentes políticos, presidentes municipales o funcionarios ni aparece institución alguna, sea ésta escolar, de salud, de policía, de servicio social o de administración pública.

Pero la escritura de Rulfo avanza aún más para mostrar otra clave propia de las relaciones de poder: Pedro Páramo necesita de Susana San Juan como Dionisio de Ariadna. Lo que lleva obligadamente a la pregunta: ¿cómo es que el “Dios de la afirmación” requiere de esa otra voluntad indiscernible que llega a él desde lo más frágil y ligero? Porque todo poder afirmativo requiere de su propio soporte: “La afirmación de la afirmación, la segunda afirmación o el devenir activo”, dice Gilles Deleuze, en Misterio de Ariadna según Nietzsche.

Y si el poder del que se trata es grave y pesa, sólo la levedad del guiño –femenino, en esencia– será capaz de redimirlo. En ausencia de ese gesto cómplice, de esa “afirmación de la afirmación”, el armatoste humano que se ha valido de todos y de todo para ejercer su inconmensurable poder terminará por derrumbarse. Como un montón de piedras.