Usted está aquí: martes 20 de noviembre de 2007 Opinión La monarquía languidece

José Blanco

La monarquía languidece

Escribió Savater recientemente en el diario El País: “Hasta ahora, el rey había desempeñado un papel oficioso y casi paternal de cabeza histórica de la Commonwealth latinoamericana, lo que le permitía ejercer ocasionales labores útiles de mediación y arbitraje en algunos conflictos dentro de ella. Esa función será ya mucho más improbable, por no decir imposible, a partir de ahora. España pierde así una vía de influencia en América y América se queda sin una posible herramienta de conciliación democrática”.

Me temo que Savater exagera al atribuirle a Juan Carlos el papel de “cabeza histórica de la Commonwealth latinoamericana”, y al conferirle labores útiles de mediación y arbitraje en algunos conflictos latinoamericanos, aun si se refiere a un ejercicio ocasional de tales labores. Y exagera ya desde que se refiere a una inexistente “Commonwealth latinoamericana”, a la que se le busquen comuniones históricas y culturales. Si algo ocurre hoy en América Latina es división; muy poco se suma, nada se multiplica.

Pero en la medida mínima en que el rey de España ha intervenido en tales mediaciones, puede decirse que, en efecto, esa misión se volverá imposible en el futuro. El aura mítica de un personaje con poderes originados en la herencia de sangre desapareció como por ensalmo en Santiago de Chile en la pasada 17 Cumbre Iberoamericana. Paradójicamente, ello ocurrió por la mediación de un carnavalesco señor venezolano que portará un disfraz de gobernante de origen democrático, como en México lo hizo por muchos años Porfirio Díaz: un “arreglo” constitucional para ratificar periódicamente al dictador. Los autócratas maquillan hoy sus gobiernos llamándose presidentes, y a sus formas de gobierno repúblicas, en lugar de monarquías o dictaduras. Conocemos en este país ese dizque truco hasta el cansancio.

Las tiranías terminaron en la basura en todos los tiempos, aunque las hay que duraron siglos. Las monarquías murieron porque el nuevo personaje de la modernidad, el ciudadano, las abolió definitivamente. Y el invento de una monarquía parlamentaria (con una evidente contradicción en los términos) pudo ser una necesidad histórica de una coyuntura particularísima (a nadie escapa el relevante papel de Juan Carlos en la transición democrática española), pero no van más, porque resultan insólitos e inaceptables al mundo moderno los poderes de jefes de Estado –y archianacrónicos si se llaman reyes– que no son conformados periódicamente por las decisiones de los ciudadanos de una República de ciudadanos iguales ante la ley.

Recientemente Juan Carlos sintió la necesidad de terciar en el debate español sobre la vigencia de la institución que él mismo representa e intentó hacerlo con rotundidad indiscutible. Juan Carlos dijo que “la monarquía parlamentaria” ha proporcionado a España “el más largo periodo de estabilidad y prosperidad en democracia” de su historia.

No es verdad que la estabilidad política española exista (la nación española no encuentra su equilibrio) y la prosperidad, tan cierta, no proviene de la monarquía parlamentaria. Se explica por muchos otros factores.

El jefe del Estado español ha debido hablar defensivamente, evitando mencionar expresamente los recientes incidentes antimonárquicos que comienzan a multiplicarse en la vieja España, aunque los ha contrapuesto a la importancia de valores como “el entendimiento y respeto mutuos, la tolerancia y la libertad” que posibilitan “la convivencia democrática”. Fueron palabras lanzadas durante la apertura del curso universitario en Oviedo, en medio de la ofensiva de republicanos que quemaron fotografías del rey y de su familia, en Gerona y en Barcelona.

No es habitual que el rey irrumpa en la escena política, pero vaya que debió sentir la necesidad de hacerlo. En el ámbito institucional, Esquerra Republicana de Cataluña ha planteado en el Congreso que se despoje a Juan Carlos de su condición de jefe supremo de las fuerzas armadas en beneficio del presidente del gobierno. ¿Quién decidió, pues, la intervención del ejército español en Irak, Juan Carlos o Aznar?

Ha habido una inocultable escalada de actos antimonárquicos desde el 13 de septiembre. La Audiencia Nacional ordenó identificar a los autores y dos de ellos, Jaume Roura y Enric Stern, fueron imputados por el delito de injurias graves a la Corona, que está penado con entre seis meses y dos años de cárcel. Al caldero se le está atizando fuego. Y se le atiza también con las decisiones judiciales por las famosas caricaturas de la revista El Jueves.

La gran cantidad de defensas públicas que ha habido de las posiciones expresadas por Juan Carlos en Santiago evidencian que entre los actores que manejan las instituciones gubernamentales o partidistas hay preocupación efectiva por el futuro de la realeza.

Quién puede creer que Juan Carlos puede hacer algo por las fracturas sociales que cada día aparecen en la repúblicas y las “repúblicas” latinoamericanas. Óigase el coro de las mil voces diversas: socialistas contra capitalistas, populistas contra neoliberales, izquierdas contra derechas. La confusión entera. Quién va a hacer el trabajo de profilaxis conceptual del batidillo que esas denominaciones refieren hoy en día, tan escasamente relacionadas con las identidades reales que representan, y quién va a poder conciliar a los actores de esta confusión y a alcanzar acuerdos nacionales y latinoamericanos capaces de llevar adelante proyectos socioeconómicos para este manicomio. Ciertamente Juan Carlos está a mil años luz de poder hacer nada. Pero absolutamente nada tampoco hará Chávez, que no sea llevar a su país a un despeñadero irremediable.

Las monarquías declinarán, pero lo mismo ocurrirá con los dictadores-presidentes de las repúblicas-dictaduras.

 
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