Usted está aquí: domingo 25 de noviembre de 2007 Opinión El régimen constitucional del municipio

Arnaldo Córdova

El régimen constitucional del municipio

Hace unas dos semanas estuvimos platicando Porfirio Muñoz Ledo y yo acerca del estatuto que observa en nuestra Carta Magna el municipio y ambos coincidimos en que será de primordial importancia que la reforma del Estado que se está esbozando precise a fondo el rol que la comuna municipal desempeña en la institucionalidad de la República federal y, en particular, en la democratización ulterior del Estado mexicano. Porfirio me inquirió también sobre algunas ideas que ya he expresado en otras ocasiones sobre la remunicipalización que debe operarse en el Distrito Federal, cuando éste sea plenamente relegitimado como una entidad fundadora del Pacto Federal. En esta entrega me ocuparé de lo primero.

Se habla de “tres niveles de gobierno” para referirse a las tres esferas que integran el Estado federal. Ya la Constitución de 1857, en su artículo 39, que se conservó en la de 1917, establece una hipótesis de carácter histórico que sirve de fundamento a toda buena interpretación de nuestro texto constitucional (Tocqueville lo señalaba en sus observaciones sobre la democracia en América): primero fue la comuna (el municipio), luego los estados y, al final, la Federación. El gran constitucionalista mexicano del siglo XIX, don José María del Castillo Velasco, sugiere, con toda razón, que el artículo 39 encierra y expresa la idea russoniana del contrato social: el pueblo reunido que decide su forma de gobierno. Es la esencia del principio de soberanía popular.

Nunca estará de más recordar, una y otra vez, la letra de ese artículo: “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para su beneficio. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Para Del Castillo Velasco, el Estado nacional comienza a edificarse desde abajo, desde la comuna municipal. Si hay algo en la realidad que le pueda dar sustento a la idea del pueblo que, reunido, decide qué Estado desea tener, eso es la comunidad que los pueblos desarrollan en sus lugares de origen.

Si la ficción constitucional que expresa que la voluntad popular es el origen de las instituciones del Estado (ficción que es lógica y no quiere decir que sea una patraña o no tenga visos de realidad), entonces es fácil concluir, con Tocqueville, que el municipio organiza a la entidad federada y los estados organizan a la República federal. En innumerables ocasiones, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, sobre todo al resolver conflictos entre estados y municipios y entre los estados y la Federación, ha estado siempre muy próxima a esta ficción constitucional que es la única que nos permite afirmar la realidad y la legitimidad del Estado representativo, democrático y federal, como lo quiere el artículo 41.

En los tiempos de la reforma política, el municipio (que, como señalaba en una obra fundamental don José Miranda, fue importado ya muerto de la Península, luego de la derrota del movimiento comunero de Castilla, en la batalla de Villalar, a manos de los ejércitos de Carlos V, en 1521, nunca pudo tener vida propia ni autonomía comunal) comenzó a ser lo que nuestras constituciones federales querían que fuera: el asiento originario de la soberanía popular. Aunque todavía muy limitada, la vida democrática de los municipios es ya una realidad y debe ser tomada como un elemento fundador de la reforma del Estado.

La crítica más socorrida a Rousseau siempre ha sido que él pensó en una pequeña polis (como en la Grecia antigua) y eso no sirve para explicar la soberanía popular en un Estado territorial y de gran población (Sartori dedicó en los años cincuenta todo un libro para combatir a Rousseau, diciendo que el Estado moderno ya no es una polis, sino una megalópolis). El error de Rousseau lo corrigieron los jacobinos en el poder, con la formación de comunas políticas por toda Francia en las que se podía ver al pueblo reunido. Rousseau era originario de Ginebra, parte de la Confederación Helvética, y no se dio cuenta de que lo que podía dar sustento a su teoría era, precisamente, el Estado federal, en el que se puede dar el único lugar en que podemos ver al pueblo reunido, la comuna, ejerciendo su soberanía. Eso los norteamericanos lo entendieron a las mil maravillas.

La conclusión de lo expuesto hasta aquí (que a mí me parece irrefutable) no puede ser más que una: el origen de la soberanía popular está en el municipio y a éste hay que aprender, finalmente, a tratarlo como una comunidad soberana, para todos los efectos, con todos los derechos y las facultades que entraña su naturaleza soberana. También muestra que la soberanía no es asunto de un “pueblo nacional”, sino de muchos pueblos que formaron el Estado federal y se unieron en la nación mexicana. Entre otras cosas, no debe seguírsele tratando como una “base” de la organización política y administrativa de los estados (artículo 115), a la que las legislaturas locales le dan su pequeña Constitución que son las leyes orgánicas municipales. Eso debe dejarse al propio municipio, con la obligación irrestricta de seguir fielmente los lineamientos de la Constitución federal y de la de su estado.

Cada comunidad debe ser un municipio. En un análisis que hicimos un grupo de interesados en el tema, hará ya unos 25 años, concluimos que en México debería haber algo así como 45 mil municipios y no los 2 mil 439 que hoy tenemos. Francia tiene 36 mil 571; Alemania, 14 mil 197; Italia, 8 mil 50; España, 8 mil 108. México es, territorialmente, casi cuatro veces mayor que Francia y España y casi seis veces mayor que Italia y Alemania. Pero, ¿para qué tantos municipios? Pues sencillo: para dar lugar al más amplio autogobierno del pueblo, que sólo en ellos puede ejercerlo. En las grandes áreas metropolitanas del país debería formarse un gobierno regional (ahora no existe en nuestra Carta Magna) y hacer de los barrios y zonas comunitarias de las mismas los municipios que permitan el autogobierno.

Las ventajas del autogobierno no se le escapaban al más grande constitucionalista que ha dado México, don Emilio Rabasa: la primera, es que hace al pueblo responsable de sus propios asuntos y, en consecuencia, le descarga a los gobiernos de los estados y aun al federal el trabajo de gobernar a los pueblos, cosa de la que ellos mismos pueden encargarse. Para todo ello, empero, habrá que concebir el municipio como un cuerpo político, también él con sus tres poderes que, de hecho, si bien limitadísimos, ya los tiene: su ejecutivo, en su ayuntamiento y en su presidencia municipal; su legislativo, en la facultad del ayuntamiento de darse sus bandos de buen gobierno, y hasta su judicial, en sus jueces de paz que atienden asuntos menores. Esos poderes deben ser ampliados sustancialmente para dar al municipio una auténtica autonomía y una verdadera soberanía.

 
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