Usted está aquí: domingo 25 de noviembre de 2007 Opinión La muestra

La muestra

Carlos Bonfil
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Quemar las naves

El título del primer largometraje de Francisco Franco tiene, según su director, un significado doble. Alude al momento en que un personaje toma una decisión difícil, prácticamente irreversible y de costo incalculable, en su propósito de avanzar hacia algo mejor; también hace referencia a un hecho histórico, casi una leyenda, según la cual en el momento en que Hernán Cortés decidía emprender el descubrimiento de nuevas tierras y la eventual conquista de México, decidió quemar los navíos que transportaban a sus hombres para evitar que éstos dieran marcha atrás. Quemar las naves tiene como protagonistas a Helena ((Irene Azuela) y Sebastián (Ángel Onésimo Nevares), dos hermanos enfrentados a la pérdida inminente de su madre (Claudette Maillé), aquejada de una enfermedad mortal. El guión, del propio director y de María Renée Prudencio, describe el espacio claustrofóbico de una casona habitada por los tres personajes y una sirvienta, donde la aparente calma es continuamente rota por las quejas de la madre doliente y por la exasperación de los ánimos de quienes se preparan con dificultad para el desenlace funesto.

En este territorio que pareciera totalmente alejado del mundo exterior, y donde apenas ingresan el médico familiar y algún amigo íntimo de Sebastián, los dos hermanos se libran al ritual cotidiano de explorar sus cuerpos y sus emociones en una relación casi incestuosa. La manera de presentar este entretejido de sentimientos, este complejo contubernio del erotismo y la muerte, es delicada y rompe con cualquier estridencia melodramática. Basta ver la forma en que Helena se libra a la tarea de leer a su madre sus novelas favoritas y comentar lo que sucede en el hogar, antes de dejarla dormir y abandonarse progresivamente al reposo final, para calibrar el tono de este drama silencioso, que marcará, a un tiempo, la partida de un ser querido y el proceso de madurez sentimental que comparten quienes le sobreviven. Helena se siente responsable de la suerte de su hermano y con serenidad acepta el relevo materno. La irrupción de un amigo adolescente en la vida de Sebastián, y el trastorno emocional y erótico que representa, será un foco de conflicto en la tranquilidad endeble de los hermanos. Es interesante la manera en que Francisco Franco utiliza las canciones como contrapunto, entre apasionado y festivo (voces de Julieta Venegas y Eugenia León), a un drama que de otro modo sería demasiado lúgubre. Helena se pone a cantar en abierta ruptura con el tono dramático de la cinta, como si de este modo se conjurara algo del dolor venidero, del desasosiego en el que naufragará la casa desierta, de la dificultad de la joven para aceptar la disidencia erótica del hermano entrañable. Esta atmósfera de limbo sentimental es puesta de realce por la pista sonora de Alejandro Giacomán y su efectivo engarce con los estados de ánimo de los protagonistas, así como con la fotografía pulcra de Erika Licea. Las actuaciones de Claudette Maillé e Irene Azuela son notables, como también el desempeño novel de Ángel Onésimo en un papel por lo demás difícil.

Quemar las naves no revoluciona, por supuesto, la narrativa fílmica en México, pero es fácil entender por qué fue premiada por el público en el pasado Festival Internacional de Cine de Morelia. Su aproximación a la comedia romántica juvenil –con sus temas de superación personal e incitación al goce de la libertad (de solemnidad insoportable en otros contextos)–, y su manera de abordar con delicadeza el tema de la muerte, tuvieron al final un acierto nada desdeñable: mantener a raya la tentación del tremendismo y todo mensaje aleccionador cargado de moralina.

 
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