Usted está aquí: lunes 26 de noviembre de 2007 Opinión Confianza a prueba

León Bendesky
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Confianza a prueba

Los periodos de estabilidad económica provocan expectativas favorables entre los inversionistas, los productores y los consumidores. En ocasiones las extienden más allá de lo debido. Los gobiernos tratan de mantener la estabilidad financiera como les corresponde, pero además hacen eco de esa situación e incluso amplifican el estado de ánimo prevaleciente. Creen que es necesario reforzarlo con afirmaciones sobre las bondades del funcionamiento de la economía y de la gestión pública. Cuando lo hacen es síntoma de que una y otra ya están a prueba.

No importa si la estabilidad es precaria, aun así las expectativas tardan en ajustarse a las nuevas condiciones económicas y nadie quiere ser el primero en adaptar sus expectativas de modo consistente con los escenarios más probables; no los más deseados. La divergencia entre lo que es probable y lo que es deseado, ya sea por quienes sacan una ventaja económica legítima (o no) de la situación existente o quienes desean beneficiarse políticamente, se vuelve crecientemente riesgosa.

Cuando se señala, como sucedió en los días recientes, desde un centro financiero de la relevancia de la Bolsa Mexicana de Valores o cuando desde el gobierno se declara que ante los evidentes vaivenes de la economía de Estados Unidos, la mexicana va a resistir mejor que en otros episodios de este tipo, se alimenta esa discrepancia entre lo posible y lo deseable.

Esas afirmaciones parten de una visión estática que proyecta hacia el futuro la situación actual. Esa proyección no es necesariamente ingenua; conlleva un mensaje. Cuando los mercados globales de las inversiones, el comercio y el trabajo, de los que México participa de modo activo, que no decisivo, operan en condiciones de creciente inestabilidad, su dinámica marcha en una dirección distinta a la conocida en periodos estables.

Esta nueva dinámica se manifiesta hoy a partir de los efectos del desplome del mercado hipotecario estadunidense. Su expresión más directa es la necesidad de dar cuenta de millonarias pérdidas en muchas instituciones financieras con respecto de créditos de mala calidad que resultaron de la creciente especulación en el sector de la construcción de viviendas. De ahí se derivan otras repercusiones como son la caída de los precios de las casas y de la demanda de bienes y servicios asociados con esa actividad. Esto arrastra la caída de los índices de precios de los mercados bursátiles, la reasignación de las carteras de inversiones hacia títulos más seguros. El dólar no ha resistido la presión y se deprecia de modo rápido frente al euro y el yen.

Los efectos adversos se transmiten en los mercados: alteran los precios relativos del dinero, de los capitales, de las importaciones y exportaciones y de los salarios. En medio de esa turbulencia las autoridades monetarias reaccionan controlando las tasas de interés y la cantidad de dinero. En situaciones de riesgo excesivo ponen dinero para rescatar instituciones que se vuelven insolventes o para impedir que los circuitos del crédito se sequen y se bloqueen las transacciones y con ello se reduzca aún más la demanda. A eso debe sumarse la presión sobre los precios, derivada del costo del petróleo y la restricción que impone en la política monetaria.

La semana pasada se hicieron públicas las minutas de la reunión del Comité de Mercado Abierto de la Reserva Federal, realizada a fines de octubre, en las que se exponen las consideraciones sobre la magnitud de la desaceleración esperada de la economía estadunidense. Al mismo tiempo, la OCDE señaló que las condiciones de fragilidad de los mercados financieros se extenderán varios meses y que no sería sino hasta marzo del año entrante cuando se viera la sima de la crisis hipotecaria.

Pero, al parecer, todo esto no provocaría ningún efecto negativo de gran relevancia en México. Según evalúan los directivos de la bolsa de valores y los responsables de la política pública, estaremos a salvo. Se aduce que las condiciones mismas de la estabilidad interna, apoyada no en una mayor productividad y mayor competencia, sino en abundantes reservas internacionales e ingresos petroleros serían suficientes para resistir. No se ofrece como sustento de esta postura un análisis claro de las condiciones prevalecientes ni hay un balance de los riesgos y una estrategia para enfrentarlos. No se olvide que una situación similar existió en las crisis financieras de 1982, 1987 y 1994, y que no hay medios para exigir una rendición de cuentas a nadie.

En el Banco de México parece haber menos certezas. Por algo será. El crecimiento productivo es crónicamente bajo y la estabilidad financiera de varios años no lo ha alentado; el peso no se ha depreciado más porque no hay liquidez; un embate serio sobre las reservas será incontenible, las tasas de interés aumentan y no es mucho más lo que desde el banco central se puede hacer en las condiciones actuales. Si la situación en Estados Unidos se agrava, por necesidad se resentirá la economía mexicana y su actual “fortaleza” quedará expuesta. La bonanza petrolera no sacará a flote a esta economía, más aun cuando la renta que genera está inmersa en la quiebra virtual de Pemex.

 
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