El análisis

Posmarxista del Estado Latinoamericano*

Agustín Cueva**

1. NI TODO BRILLA, NI TODO ES ORO…

(...) Conviene empezar señalando un hecho que no deja lugar a dudas, por lo menos en el área sudamericana:[1] la pérdida de terreno del marxismo en los campos de la sociología y la ciencia política (en historia, irónicamente, el materialismo histórico nunca fue muy influyente). En este sentido, me parece que un comentario como el del investigador estadunidense Scott Mainwaring, publicado en la revista argentina Desarrollo económico, refleja adecuadamente la situación.

Lo mejor de la ciencia social en Sudamérica ha cambiado de marcha significativamente desde fines de la década del 60 y comienzos del 70. Los aportes más sólidos se han alejado del tema de la dependencia y del análisis de clase inspirado en la tradición marxista. El marxismo ha declinado en su frecuente actitud crítica hacia la “democracia formal”, aunque su influencia es aún significativa. La mayoría de los intelectuales latinoamericanos han revaluado la importancia de las instituciones democráticas y se han desplazado hacia nuevas formas de ciencia social donde se acentúan los valores políticos, la cultura y las instituciones, mientras se presta menor atención a las clases y a la dependencia.[2]

¿Decadencia del análisis de clase? Ciertamente, en un momento en que fuertes vientos soplan más bien del lado de la “concertación social”, la búsqueda de una “gobernabilidad progresiva de nuestras sociedades” y el “acuerdo sobre aspectos sustanciales del orden social”.[3] Lenguaje que de por sí nos coloca más cerca de Samuel Huntington y la Comisión Trilateral que de Marx, y que hasta nos remitiría a Augusto Comte de no ser porque ahora la idea de orden, pareciera predominar omnímodamente sobre la de progreso (...)

Y por supuesto se observa una amnesia recurrente con respecto al análisis de la dependencia, curiosamente en el momento en que ésta se acentúa; así como una repulsión a mencionar siquiera las determinaciones económicas. No en vano el terreno fue previamente abonado por las repetidas críticas al “reduccionismo clasista”, al “dependentismo” (con respecto al cual muchos de nosotros desempeñamos, ciertamente, el papel de aprendices de brujo),[4] y ni se diga al “economicismo” (...)

“Valores”, “cultura”, “instituciones”: he ahí, en cambio, unas cuantas categorías que parecieran ser el último grito de la moda sociológica, pese a ser las mismas que nuestra generación, formada académicamente en el espíritu radical de los años 60, rechazó por considerarlas relativas a instancias superestructurales que reclaman un análisis explicativo de mayor profundidad. Todos estábamos conscientes, por ejemplo, de que en los países del tercer mundo predominaban una “cultura” y ciertos valores e instituciones poco democráticos; pero a nadie medianamente serio se le ocurría pensar que tales niveles de realidad pudiesen estar desvinculados de una historia de colonialismo, semicolonialismo y actual dependencia, así como de una estructura de clases y de un modelo económico generador de lo que en la época se denominó “violencia estructural”. El no ver esto nos parecía, por lo demás, la posición típica de un estructural-funcionalismo cargado de racismo, que encontraba absolutamente natural que estos pueblos “bárbaros” poseyesen una “cultura autoritaria”, concepto que bastaba para explicar golpes de Estado, dictaduras, y todo tipo de violencia y conductas antidemocráticas.

¿Era la nuestra una visión del mundo errada y mecanicista, típica de aquellos años “marcados por el nacionalismo o por el clasismo, por la música del frente de liberación o por la del choque ‘clase contra clase’”. Y, lo que es más importante, ¿estamos asistiendo actualmente a una superación de aquella visión gracias a enfoques novedosos y creativos?

Desafortunadamente, no todo lo que se publica avala tal optimismo, comenzando por algunos de los textos importados de la metrópoli. Para explicar la falta tradicional de democracia en América Latina, el ya mencionado profesor Hirshman, por ejemplo, observa lo siguiente:

En muchas culturas (incluyendo la mayoría de las latinoamericanas que conozco) se estima muchísimo más el que se tengan opiniones firmes sobre lo que sea, y que se gane con el argumento que sea, que el que se tenga la capacidad de escuchar y, llegado el caso, aprender de los demás. En esa medida, estas culturas están más inclinadas al autoritarismo que a la política democrática.

¿Qué pensar de una reflexión como ésta, que, sin el menor asomo de ironía, pareciera estar trazando el retrato hablado del presidente Ronald Reagan antes que dibujando el perfil de esas culturas latinoamericanas que el autor asegura conocer?

Y Hirshman no es un caso de excepción. Si tomamos, por ejemplo, a Paul Lewis, descubrimos un marco teórico absolutamente similar. Su Paraguay bajo Stroessner, editado por Fondo de Cultura Económica, se inicia con un capítulo titulado “Una cultura autoritaria”, en el que se sostiene que tal cultura existe por dos razones: a) porque con su mediterraneidad “la geografía ha contribuido a formar la tradición pretoriana del Paraguay”; b) porque el hecho de que “aun asociaciones públicas como los partidos políticos tendían a basarse en agrupamientos familiares (…) podría explicar por qué la política paraguaya era tan descarnada y resentida (…)”[5]

¿Vale más este tipo de explicación, basado en la geografía y la familia, que una explicación sustentada en el análisis del sistema económico, la dependencia y la estructura de clases? (...)

La historia es muchas veces irónica (...) En Cien años de soledad, los personajes perciben como circular un tiempo que en realidad es lineal; en las ciencias sociales de hoy, pareciera que en cambio está de moda percibir como ascendente un movimiento que es perfectamente circular.

2. ESTADO VS. SOCIEDAD CIVIL: LA GUERRA DEL FIN DEL MUNDO QUE NUNCA SUCEDERÁ

¿En qué medida lo anteriormente señalado afecta a los estudios sobre el Estado?

(...) Para que se entienda mejor esta cuestión partiré del planteamiento de que el materialismo histórico se constituye como tal desde el momento en que sus fundadores elaboran un paradigma explicativo asentado en dos premisas: primera, que las formas estatales no son arbitrarias ni estructuralmente indeterminadas, sino que, para decirlo de la manera figurada que el propio Marx alguna vez usó, constituyen un “resumen de la sociedad civil”; segunda, que tampoco esta sociedad civil puede ser comprendida en profundidad si se la analiza exclusivamente a “nivel oficial”, de sus instituciones, sin tomar en cuenta la base económica y la estructura de clases que a partir de esta base se genera.

(...) Ahora bien, parece incuestionable que en las ciencias sociales latinoamericanas de los años 80 tiende a generalizarse el uso de las categorías de “Estado” y “sociedad civil” depuradas de las determinaciones a que nos hemos referido y enfrentadas entre sí como entidades dotadas de sustantividad propia, en un combate en el que además la izquierda pareciera estar obligada a tomar el partido de “la sociedad civil” contra el “Estado”, para merecer el título de genuinamente democrática.

3. MOLINOS DE VIENTO Y UTOPÍAS PASATISTAS

En un artículo titulado “Problemas de la democracia y la política democrática en América Latina”, Ángel Flisfisch, Norbert Lechner y Tomás Moulián (en adelante: FLM), que son los mejores y más coherentes representantes de la sociología “posmarxista”[6] latinoamericana, formulan el razonamiento que sigue:

El robustecimiento del fenómeno estatal, posterior a la ruptura de la dominación tradicional, y el carácter que la intervención estatal tendió a asumir –aun cuando ese carácter, en muchos casos, tuvo desde el comienzo una ambigüedad notoria–, se interpretó en términos de un cierto esencialismo del Estado: por su propia naturaleza, el Estado no podía sino cumplir determinadas tareas o funciones históricamente progresistas. Este esencialismo también ha tenido una connotación social: por su esencia, las masas dominadas no pueden ser sino estatistas. Frente al antiestatismo tradicional de los grupos dominantes, los sectores populares son estatistas, en un sentido casi ontológico. Las experiencias autoritarias del Cono Sur latinoamericano han puesto de manifiesto, y han servido para constituir la conciencia de ese hecho, que el Estado no está dispuesto por esencia al desempeño de tareas históricamente progresistas, ni es un ente que por su naturaleza acompañe favorablemente el desarrollo y emancipación de los grupos dominados.[7]

Hemos transcrito extensamente este pasaje porque nos parece la mejor muestra del método favorito de la sociología “posmarxista”, que consiste en lo siguiente: en lugar de tratar de descubrir la lógica subyacente en los procesos históricos, fabrica los acontecimientos que necesita para justificar su propio razonamiento. Contribuye, de esta suerte, a la construcción de ese pasado mítico.

Quién o quiénes fueron los pensadores latinoamericanos que fundaron esa escuela del “esencialismo del Estado” (...) ni la “teoría de la modernización” (Gino Germani y cía.), ni la sociología comprensiva (de un Mediana Echevarría, por ejemplo), ni la Cepal (que tal vez sería la más cercana a ello), ni la teoría de la dependencia y menos todavía el marxismo-leninismo, han postulado jamás lo que los autores chilenos les atribuyen. La simple idea de preguntarse hegelianamente sobre la “esencia” buena o mala del Estado parece bastante ajena a nuestra tradición.

Si los autores en cuestión (FLM) trabajasen a partir de la experiencia argentina, por ejemplo, podríamos pensar que quizás su tesis esté referida a una concepción populista-peronista del Estado, aunque en tal caso su afirmación sería igualmente inexacta: uno tiene dificultad en imaginar a Perón, y menos todavía a Rodolfo Puigross, avalando la idea de que “por su propia naturaleza, el Estado no puede sino cumplir tareas o funciones históricamente progresistas”. El solo hecho de haber luchado contra el Estado oligárquico les daba suficiente perspectiva.

A partir de la experiencia chilena, la afirmación de FLM resulta más abusiva todavía. Pueden decir, rindiendo tributo a la moda, que los teóricos y políticos de la Unidad Popular y del MIR cayeron en una “visión instrumentalista del Estado” al concebirlo como el órgano de dominación de una clase sobre otra u otras; pero lo que no pueden endosar a esas organizaciones políticas es la creencia de que el Estado “es un ente que por su naturaleza, acompañe favorablemente el desarrollo y emancipación de los grupos dominados”. La discusión ganaría en concreción si los autores precisasen contra quién, en definitiva, están polemizando, y con base en qué evidencias.

¿Será verdad, por otra parte, que fueron las experiencias del Cono Sur las que alertaron a tirios y troyanos sobre la posible conducta perversa del Estado con respecto a la “sociedad civil”?

(...) Las dictaduras del Cono Sur no eran, que sepamos, una expresión de la “esencia” por fin revelada del Estado, sino, como se dijo, dictaduras del capital monopólico que reorganizaban en favor de éste y a cualquier precio la totalidad social. Era eso lo nuevo, y lo que con razón impactó en una conciencia latinoamericana para la cual, ¡hélas!, las dictaduras nunca fueron excepción. Sólo que las actuales eran cualitativamente tan distintas de las tradicionales, que incluso se empezó a percibir a éstas como ubicadas en una suerte del limbo protohistórico.

Las dictaduras de la fase premonopólica del capitalismo latinoamericano habían sido en muchos sentidos más “corpóreas”, más personales y, si se quiere, más “anecdóticas” que las actuales (...) representaban en su inmediatez el predominio de alguna fracción oligárquica temporalmente hegemónica. Sin duda encarnaban también un poder estatal, pero lleno de tosquedades y fisuras; demasiado concreto, en todo caso, como para que la dominación de unas cuantas familias de todos conocidas apareciese como la dictadura de “Monsieur l’Etat” sobre “Mademoiselle la Société Civile”. En contraste, las dictaduras contemporáneas encarnan el poder de un bloque dominante más universal, más sólido e incluso supranacional, y en este sentido más “abstracto”; por tanto, mucho más propicio para que la filosofía idealista lo tome por la sustantivación misma del concepto de Estado.

Allí radica el meollo de la cuestión, así como en la incapacidad de gran parte de nuestras ciencias sociales y de algunas organizaciones de izquierda (o que dicen ser tales) para entender y enfrentar esta nueva etapa histórica del Estado burgués latinoamericano.

Los ejemplos de esa incapacidad y/o desconcierto podrían multiplicarse ad infinitum, pero aquí nos limitaremos a ofrecer algunas muestras, empezando por la propia tesis programática de FLM, que se basa en “el requerimiento de una sociedad civil siempre vigilante, de cara a un Estado del que no se puede presumir que necesariamente mantenga relaciones cooperativas con ella”; y, por otro lado, en un “estilo de hacer política” basado en “políticas de concertación o articulación de la sociedad civil con la sociedad política y expansión de oportunidades de participación”. Todo lo cual suena muy armonioso, pero deja sin esclarecer algunas cuestiones sin las que parece harto difícil descender al plano terrestre de la política:

a) ¿Quiénes se incluyen en la órbita de esa “sociedad civil” que ha de mantenerse vigilante ante posibles abusos del Estado? ¿Serán, por ejemplo, los famosos “momios” chilenos los que vayan a encargarse de que el futuro Estado democrático no viole los derechos de los trabajadores? ¿Habrá que encomendar a esos mismos miembros de la “sociedad civil” la vigilancia de los militares chilenos para que no vuelvan a conspirar?

b) Concertación, sí, y alianzas inclusivas también; queda por saber sobre qué bases y contando con la buena voluntad de quién. No se olvide que vivimos un momento en que la burguesía, vanguardizada por el imperialismo estadunidense (del que FLM se olvidan curiosamente), está menos dispuesta que nunca a ceder un milímetro de sus privilegios en aras de una “concertación”. Que se nos diga, si no, dónde ha ocurrido una alianza de clases inclusiva en la era reaganiana, aunque sólo fuese porque nos gustaría tomarla como ejemplo.

c) ¿Cuál va a ser, a fin de cuentas, ese Estado con el cual la “sociedad civil” va a pactar una concertación? ¿El aparato represivo de Pinochet, eventualmente sin Pinochet, pero controlado cada día más directamente por Estados Unidos? ¿O es que la “concertación” implica un desmantelamiento de esa maquinaria represiva, como garantía mínima de que la supuesta “sociedad civil vigilante” no vaya a resultar a la postre vigilada por los guardianes del sistema?

Al no contestar y ni siquiera plantear este tipo de preguntas, el “posmarxismo” se revela como lo que en verdad es: un premarxismo que, en lugar de haber superado efectivamente a Marx, nos retrotrae siempre a algún momento anterior a él. Así, con el nombre de “sociedad civil”, volvemos a encontrar lo que Marx denunció como una “comunidad ilusoria”, o sea, una colectividad imaginaria en la que el pensamiento, como por arte de magia, ha hecho desaparecer todos los antagonismos y contradicciones. Y con el nombre de “Estado”, rencontramos una entidad ingrávida de sus determinaciones de clase y convertida, nadie sabe bien en razón de qué maleficio, en enemiga implacable de la “sociedad civil”.

Al no dar una respuesta adecuada y nueva a estas cuestiones de fondo, el “posmarxismo” no sólo inventa enemigos imaginarios y gladiadores ficticios, sino que, en un movimiento de contracción frente al Estado capitalista consolidado, se sumerge a veces en un mundo no únicamente utópico sino más también reaccionario. A este respecto, quizás nada sea más ilustrativo que un estudio donde Steve Ellner resume las principales líneas ideológicas y programáticas del Movimiento al Socialismo (MAS), de Venezuela, destacando con meridiana claridad cómo el “recelo frente al Estado” ha conducido a dicho movimiento a formular un ideario opuesto no solamente a las nacionalizaciones, sino incluso a las inversiones en gran escala y a la industrialización de similares dimensiones, y favorable, en cambio, a la pequeña y mediana empresa, de tecnología simple y con decisiones descentralizadas, modelo que remite –como bien lo apunta Ellner– a un anhelo de “retorno al capitalismo competitivo del siglo XIX”.[8]

4. “MOVIMIENTISMO” Y ESPONTANEÍSMO: ¿SE HACE CAMINO AL ANDAR?

La existencia de movimientos no es nada nuevo en el quehacer político latinoamericano (...) Lo nuevo es que el “movimientismo” que algunos reivindican hoy (siguiendo en gran medida a Alain Touraine), consiste en un verdadero himno a la “espontaneidad” de las masas y de sus formas “naturales” de organización, contrapuestas a las modernas organizaciones partidarias. En efecto, según FLM el “movimientismo”:

…constituye una reacción al predominio, ideal y práctico, de un modelo formal de organización, con acentuados rasgos burocráticos, esencialmente jerárquico, centralista y autoritario. En el dominio político, esa reacción es concretamente contra el paradigma leninista de partido, al cual, con matices diversos, la mayoría de los partidos latinoamericanos procuran ajustarse, consciente o inconscientemente.[9]

(...) La caricatural exageración revela, no obstante, cómo, más allá de los partidos leninistas, el “movimientismo” apunta contra cualquier organicidad partidaria. Ahora bien, el problema de este tipo de perspectiva radica en que parte de un supuesto falso, cual es el de la existencia de una “sociedad civil”, conformada por seres prepolíticos, especie de “bonssauvages”, ajenos a toda modernidad.

5. ¿CAMBIO DE LOCUS POLÍTICO O ACEPTACIÓN SUTIL DEL ORDEN ESTABLECIDO?

No nos hagamos ilusiones ni intentemos pasar gato por liebre. La propuesta de desplazar el locus de la política hacia fuera del Estado, tal como lo proponen algunos “movimientos” de Occidente, no supone ningún acuerdo que obligue también a la burguesía a retirarse de él. Por el contrario, se basa en un “pacto social” sui generis según el cual la burguesía permanece atrincherada en el Estado (además de no ceder ninguno de sus bastiones de la sociedad civil), mientras que las clases subalternas se refugian en los intersticios de una cotidianidad tal vez más democrática, en la que el Estado no interviene en la medida en que las formas de sociabilidad elegidas no obstruyan la reproducción ampliada del sistema capitalista-imperialista.

Que un “pacto” como el que venimos examinando es viable, bajo ciertas condiciones, lo prueba su sola vigencia en las sociedades capitalistas avanzadas (imperialistas), a pesar de la evidente derechización de éstas y la no menos patente decadencia de los movimientos contestatarios y del espíritu libertario que los caracterizó. Pero ese mismo ejemplo pone de manifiesto la otra cara de la moneda; a saber, la imposibilidad de transformar la sociedad.

(…) El conservadurismo forma parte consustancial de la actual cultura de Occidente. Mas dicho conservadurismo no es gratuito, ni representa, en rigor, un precio que se pague por el ejercicio de ciertas libertades en abstracto. Al contrario, el disfrute de estas libertades es posible, sin que entrañe mayor peligro para el sistema, porque hay un bienestar relativamente generalizado, con las necesidades básicas de la gran mayoría de la población satisfechas. En síntesis, Occidente es conservador porque tiene mucho que conservar y hoy, en medio de la crisis, incluso es fuertemente reaccionario porque, con razón o sin ella, ve en los “países del Este”, y sobre todo en los del tercer mundo (la guerra es, a final de cuentas, contra estos últimos), una amenaza a su bienestar.

En todo caso, la cuestión crucial para nosotros radica en indagar si en la región latinoamericana se dan o no las condiciones necesarias para el establecimiento de un “pacto” similar, digamos, al de Europa Occidental, en donde la razón capitalista y la razón democrática parecieran estar plenamente reconciliadas. Mas aquí surgen nuestras mayores dudas (...) La dependencia y el subdesarrollo, cara de una misma y única medalla, ciertamente no han desaparecido ni están a punto de desaparecer, por mucho que hayan sido “superados” por el discurso “posmarxista”. Y tampoco hay el menor indicio de que el imperialismo y las clases dominantes locales estén dispuestos a reducir la extracción del excedente económico hasta los límites compatibles con cierto bienestar generalizado de nuestra población. Al contrario, Occidente pareciera estar decidido a salir de su crisis, o al menos a paliar los efectos de ella, a costa del tercer mundo. Su sola negativa a negociar seriamente la cuestión de la deuda lo prueba fehacientemente.

En tales circunstancias, el capitalismo bien puede intentar seguir “legitimándose”, aquí en Latinoamérica, más por el amedrentamiento que por la distribución de bienestar. Después de todo ya se comprobó, en algunas áreas del Cono Sur, que la “democracia burguesa con sangre entra”, con base en lo que algunos estudiosos han denominado la “cultura del miedo”. Bajo esta “cultura” siempre pueden desarrollarse, además, determinados rasgos que aparentemente indican la “interiorización” de las pautas de comportamiento capitalistas y hasta la aparición de ciertos signos de “posmodernidad”:

Sólo que, dentro de aquellas coordenadas perversas de la dominación, estos comportamientos son más bien modos de adaptación, puntos de retirada frente al terror estatal. La población no ignora que detrás de la fachada civil y civilizada, a veces inclusive bonachona del Estado “representativo”, subyace, intacto e intocable, el mismo aparato represivo de los regímenes dictatoriales.

Más que en el consenso activo de los ciudadanos, el sistema se asienta pues, actualmente, en la inducida y escéptica prudencia de los gobernados. Por ello, no es un azar que el pensamiento “posmarxista”, esté empeñado como está en elaborar una crítica despiadada de los sujetos políticos que históricamente han intentado “subvertir el orden”, antes que una crítica del sistema como tal. Y tampoco es casual que su primordial esfuerzo esté encaminado a separar en forma radical la razón democrática de la razón prometeana, “demostrando” que no existe más camino democrático que el seguido por el Occidente conservador.


* El texto publicado en este Cuaderno es parte de la antología Entre la ira y la esperanza y otros ensayos de crítica latinoamericana, organizada y presentada por Alejandro Moreano, editada por CLACSO y Prometeo Libros, en la Colección de Clásicos del Pensamiento Critico Latinoamericano (2007).

** Agustín Cueva nació en Ibarra (Ecuador) el 23 de septiembre de 1937. Licenciado en Ciencias Públicas y Sociales por la Universidad Católica del Ecuador, obtuvo su Diploma de Estudios Superiores en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París. Fue profesor y director de la Escuela de Sociología de Quito (1967-1970), profesor de Teoría Literaria en Concepción, Chile (1970-1972) y catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (1973-1986). Murió en 1992. Los textos de Cueva revelan a los lectores latinoamericanos la vigencia de un pensamiento que supo forjarse a contracorriente del conformismo teórico y en pleno compromiso con las luchas populares.

[1] En el área centroamericana la situación es distinta, en razón de la intensidad de la lucha política, y en México adquiere características propias, en virtud de un histórico antimperialismo.

[2] Scott Mainwaring, “Autoritarismo y democracia en la Argentina: una revisión crítica”, en Desarrollo económico, vol. 24, No. 95, Buenos Aires, octubre-diciembre de 1984.

[3] Frases tomadas literalmente del artículo “La concertación social como recurso para la democratización: una discusión abierta”, de Mario R. dos Santos, en David y Goliath, revista de Clacso, año XV, No. 47, agosto de 1985, p. 53.

[4] Queremos decir con esto que nunca pensamos que nuestras críticas de mediados de los años 70 a la teoría de la dependencia, que pretendían ser de izquierda, podrían sumarse involuntariamente al aluvión derechista que después se precipitó sobre aquella teoría. Conocido hasta el cansancio en los países latinoamericanos de lengua española y en Estados Unidos, el debate sobre esta cuestión es curiosamente desconocido en Brasil. La mejor antología al respecto sigue siendo la compilada por Daniel Camacho, Debates sobre la teoría de la dependencia y la sociología latinoamericana, Costa Rica, Editorial Universitaria Centroamericana, Educa, 1979.

[5] Paul Lewis, Paraguay bajo Stroessner, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pp. 24 y 29.

[6] “Posmarxista”, no en el sentido de una superación de Marx sino, más bien, en razón de que la mayoría de sus autores son ex marxistas.

[7] Angel Flisfisch, Norbert Lechner y Tomás Moulián, “Problemas de la democracia y la política democrática en América Latina”, en varios autores, Democracia y desarrollo en América Latina, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1985, p. 94.

[8] Steve Ellner, “The Mas Party in Venezuela”, en Latin American Perspectives, Issue 49, vol. 13, No. 2, spring 1986, pp. 89-90.

[9] Angel Flisfisch, Norbert Lechner y Tomás Moulián, Ibidem, p. 90.

[10] Corradi, “A cultura do medo na sociedade civil: reflexoes e propostas”, p. 221, a partir de una investigación efectuada en Argentina por Guillermo O’Donnell y Cecilia Galli.