Número 137 | Jueves 6 de diciembre de 2007
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Directora general: CARMEN LIRA SAADE
Director: Alejandro Brito Lemus
Literatura y enfermedad
Por Carlos Bonfil

Durante largo tiempo al enfermo se le atribuyó la responsabilidad de su estado. Ya fuera condena moral o anatema religioso, quien sucumbía a una patología lo hacía en virtud de algún comportamiento anómalo: había pecado o había infringido las normas sociales. Enfermedad era castigo. En Literatura, cultura, enfermedad, compilación de Wolfgang Wongers y Tanja Olbrich, el profesor Thomas Anz explica que con el advenimiento de las investigaciones epidemiológicas durante el siglo XX, se modificó el modo en que la cultura y el saber literario concebían la enfermedad. Al establecerse las correlaciones estadísticas que permitían identificar “la pertenencia a un determinado grupo social y la propensión a contraer determinadas enfermedades”, quedaron expuestas condiciones y normas sociales patógenas que había que remplazar por otras más saludables, a fin de contribuir colectivamente a la curación de los enfermos y a la prevención de las enfermedades. Quedaban atrás las explicaciones románticas del origen de la tuberculosis, vinculado a un carácter melancólico o del desarreglo emocional que encaminaba a un individuo a desarrollar un cáncer. En el mundo exterior, en las márgenes de lo que era el individuo y su conducta moral, existían ahora otros factores de riesgo, condicionantes de estrés, ligados al desarrollo de la tecnología, “como el ruido, las radiaciones y la contaminación del aire y del agua”. La literatura elaboró durante siglos, pero de modo especial durante el XIX, las múltiples metáforas asociadas con el desarrollo de una enfermedad, mismas que la ciencia médica se encargaría de desmontar paulatinamente con los hallazgos de la epidemiología y las vacunas, y el descubrimiento de los antibióticos.

Las pestes de la lujuria
Antes del apogeo de este saber médico, la tentación de identificar una enfermedad con una época determinada fue siempre demasiado fuerte, y de ello nos informa Jochen Hörisch, profesor alemán de filosofía y literatura, quien califica a la melancolía como la enfermedad de época del siglo XVII europeo, a la que se asocian también los trastornos cardiovasculares, turbulencias sanguíneas. El autor ironiza: una mujer interesada en cuidar su imagen debía en esa época saber desmayarse a tiempo; un hombre, en cambio, debía “mostrar ciertos arrebatos, ser sangrado con cierta frecuencia, y sobrevivir”. A finales del siglo XVIII , las pestes del cólera y el tifus informan del caos social y de las transformaciones revolucionarias; durante el XIX la tuberculosis es definitivamente la enfermedad de moda, emblema de una sensibilidad privilegiada, dolencia de artistas, postración sublime; al menos así la describe Susan Sontag en su libro La enfermedad como metáfora (1978). La histeria y la neurastenia son los padecimientos que inauguran una etapa de modernidad a principios del siglo XX, siglo en el que, según Hörisch, el cáncer se afianza como “enfermedad de una época del crecimiento ilimitado, exponencial, de la innovación y del consumo”. Lo que sigue es también atribuible a la modernidad y a sus desarreglos (las alergias, los trastornos de piel), o sus excesos (sífilis, gonorrea, herpes, sida —“pestes de la lujuria”) vinculados al auge de la revolución sexual; finalmente,la anorexia y la bulimia serían las “patologías de la era del consumo”.

El crítico literario alemán y compilador del volumen, Wolfgang Bongers, explora el desarrollo de la ciencia anatómica en el siglo XVII y las representaciones pictóricas que inspira en la pintura flamenca, particularmente en Rembrandt, de quien analiza sus célebres lecciones de anatomía. Un salto de cuatro siglos lo conduce hasta el poeta español José Hierro quien junto con el médico Jesus Muñoz, transforma en el libro Emblemas neurorradiológicos (1995) la imagen del Cristo de Mantegna en un cuerpo humano frente a un tomógrafo computarizado. Un capítulo fascinante, Costureritas y artistas pobres, de Sylvia Saítta, aborda el mito romántico de la tuberculosis en la literatura argentina. Padecimiento de pobres, argumento de tango, evocación de un poeta popular, González Tuñón (1925): “Teresa, dulce como su nombre, fue en su niñez tan ingenua como una pajarita de papel (...) Y como en el hogar le cerraron las puertas del corazón, negándole un abrigo de cariño, se cobijó en los brazos de la calle. Hizo bien. Entre consumirse en el onanismo de una vida mezquina y el aturdimiento de chorros de luz y música alegre como un martes de Carnaval, prefirió lo último. Su vida se enrollaba en la serpentina de un bandoneón”. Siguen descripciones dantescas sobre el sufrimiento de los tísicos, la ausencia de tratamientos efectivos, los estigmas de la exclusión social, y su reflejo en la literatura argentina, de Roberto Artl (Juguete rabioso) a Manuel Puig (Boquitas pintadas), y un estudio de Diego Armus, sobre Curas de reposo y destierros voluntarios, que es la crónica de los años de la catástrofe pulmonar: “Mi tos, ronca, seca, triunfante, puebla toda la casa con su monotonía aplastadora.: sale de mi refugio, rueda por las piedras mojadas del patio y escapa a la calle, aullando... Mi tos, cuando se ve libre de mí, aúlla de alegría. Es un morbo fantástico que va llamando puerta por puerta para no dejar dormir a nadie”. (Elías Castelnuovo, Lázaro, 1924).

El escritor argentino Daniel Link pregunta finalmente si la enfermedad no será, a fin de cuentas, otra cosa que un registro de lo imaginario, parte de una ecología de la imaginación. La Enfermedad, objeto de análisis filosófico en La montaña mágica de Thomas Mann (recuérdense las peroratas teológicas de Naphta y su elogio moral del enfermo, “hombre más hombre y más noble cuanto más enfermo está”); disección social y política en Pabellón de cancerosos, de Alexander Solyenitzin; rabia inabarcable en Hervé Guibert (Citomegalovirus) y Reinaldo Arenas (Antes que anochezca); provocación moral en Un año sin amor. Diario del sida (Pablo Pérez, 1998), tiene en este libro a varios estudiosos de primer orden: Cada uno elabora a su manera el retrato del paciente y enfermo, nuevo “juguete rabioso”, hombre-máquina, cyborg moderno, portador del virus, alimentado con antirretrovirales, sostenido con quimioterapias; ese Monstruo —según imagen de Link— mil veces aislado, conjurado y combatido, cuya mutación más reciente y novedosa le lleva a enfrentar, con los demás mortales, el reto de una nueva “ética y estética de la existencia”.

Wolfgang Bongers y Tanja Olbrich (comps.). Literatura, cultura, enfermedad. Paidós, 2006.